Le dijo al dueño que era capaz
de sacarse la churra y ponerse a mear en la misma puerta de su bar. Y estuvo a
punto de hacerlo pero no quiso problemas. Que pidiera un agua, le dijo. Pero no
tenía un puto duro, sólo se estaba meando y va y le dice que tiene que consumir
para usar su asqueroso retrete. Probó en el restaurante italiano de la esquina,
un poco más allá, una de esas franquicias de platos de pasta barata y kilos de
salsa carbonara o más bien de kilos de salsa carbonara con algo de pasta barata
en el plato, y preguntó educadamente si podía ir al baño. El camarero limpiaba
con parsimonia las mesas, se notaba que no era el dueño, le miró de arriba a abajo
y asintió con la cabeza. Ahora sí pudo mear, al fin. Mientras se la sacudía le
sonó el móvil y salió del restaurante con él en la oreja.
-Entonces, ¿mañana a las ocho en
Diputación con Girona?-Dijo entusiasmado, cerrando la conversación.
Le acababan de llamar para un
trabajo. Tenía que presentarse al día siguiente en las oficinas para firmar el
contrato. Cuando colgó, levantó efusivamente el puño como si hubiera marcado un
gol, se detuvo un instante y miró a su alrededor. Las nubes se abrieron lo
suficiente como para iluminar por un momento la plaza y hasta el bar de mierda
en el que no pudo orinar le pareció bonito y sofisticado. Las nubes taparon de
nuevo el sol y Fernando abandonó la plaza sonriente.
Al día siguiente acudió puntual
a la firma del contrato. El trabajo era sencillo, nada que no hubiera hecho
antes. Tenía que repartir los productos de una multinacional, reina de la
bollería industrial, por varias panaderías y establecimientos del centro de
Barcelona, cargar y descargar la furgoneta, firmar albaranes y aguantar la cara
de imbécil del encargado, como en todos sus anteriores empleos, nada nuevo bajo
el sol. El sueldo tampoco le pareció mal, un poco justo, y se lo hizo saber a
la responsable de recursos humanos. Pero ésta no estaba programada para
negociar sueldos al alza, ni tampoco para alargar contratos. De todas formas,
quince días de trabajo y asegurado, suponían un balón de oxígeno importante
para su precaria economía e incluso se sintió afortunado comparando ese empleo
con el último que tuvo como montador de stands que duró dos días y que todavía
esperaba cobrar. Si por lo menos dispusiera de ese dinero, invitaría a Gloria a
cenar o la llevaría al cine o sencillamente le diría que tiene dinero, algo
poco habitual y vitalmente agradecido.
Hacía tiempo que no sabía nada
de ella, la última vez que hablaron por Skype no le enseñó ni una teta, ni tan
siquiera insinuó su escote ni se puso sus braguitas favoritas. No hubo
bailecito como al principio, ni bromas, ni cariños, ni piropos. Nada. Y le
extrañó mucho, así que fue a verla.
Estaba deprimida, seguía sin trabajo,
no tenía dinero, tenía que pagar el alquiler y un montón de atrasos en la
factura de la luz. Su casa estaba descuidada, como ella. Fernando hubiera dado
lo que fuera para consolarla en ese momento, pero su situación era igual de
precaria, no podía dejar de pensar en los hijos de puta de la empresa de
montajes de stands que todavía le debían dos días y no se los querían pagar; ¿qué
podía hacer? Nada, esperar el pago y encontrar otra cosa, buscarse la vida, en
definitiva. Y ella, estoy cansada, Fernando. Y él, ¿cansada de qué, cariño? Y
así todo el tiempo hasta que él salió de su casa cabizbajo, pensando en el maldito
dinero otra vez. Lo que al principio fue luz se había apagado momentáneamente,
como la sombra amenazante que dibujan dos nubes negras cuando se encuentran en
el cielo; al menos, eso pensaba él, aquello era momentáneo y seguro que algún
día soplaría el viento que disipara las nubes.
Se conocieron a través de una
red de contactos. Gloria era un poco más joven que él, entradita en carnes,
morena de ojos brillosos y tatuajes en los hombros. Vestía como una pin up de
los sesenta y sonreía mucho sin motivo alguno. Fernando acudió a la cita sin
demasiadas pretensiones, sólo buscaba pasar un buen rato, jamás se le pasó por
la cabeza la idea de acostarse con ella el primer día. Era nuevo en Tinder, sin
duda. Para Gloria nada de eso era ninguna novedad, pero estaba algo cansada de los
innumerables chascos de citas que llevaba acumulados.
Acabaron en la cama. Desde
entonces, un flujo de deseo exorbitado se apoderó de ellos. Quedaban todas las
noches a la misma hora para masturbarse por Skype, creaban decenas de numeritos
eróticos, a cada cual más excéntrico y, una vez a la semana, se veían para
cenar, ir al cine y después echar el polvo que durante los días anteriores se
habían imaginado con tanto fervor. Todo iba bien hasta que a Gloria la
despidieron de la clínica dental donde trabajaba como higienista a tiempo
completo. A partir de ese momento, Gloria entró en una espiral de negatividad,
apenas se conectaba y no contestaba los WhatsApp que Fernando le enviaba. Él
aguantó esa nueva situación como pudo hasta que, después de su última visita,
decidió distanciarse un poco, darle algo de tiempo, no agobiarla demasiado,
esperar al menos hasta que encontrara un trabajo si es que existía la más
mínima posibilidad de que lo encontrara.
Llevaba doce días como
repartidor de bollos cuando le ingresaron el dinero de la empresa de montaje de
stands y consideró que el tiempo de espera se había terminado. Estuvo durante
todo el reparto pensando en la forma de entrarle, en la estrategia que debía
seguir, recordando las últimas palabras que tuvieron en su casa. ¿La llamo por
teléfono? ¿Le envío un WhatsApp y después la llamo por teléfono? ¿Miro el Skype
para ver si está conectada y luego la llamo por teléfono o la llamo por Skype
directamente y me olvido del teléfono?
Antes de pasar por casa sacó los
cien euros que le debían y compró un paquete de cigarrillos en el estanco. Fumó
sentado en un banco de la plaza, frente al bar donde no le dejaron ir al
servicio. Un perrito se acercó y husmeó con su nariz la suela de su zapato.
Fernando levantó el pie pensando que había pisado una mierda pero no. Apuró
el cigarro. El perrito levantó la pata e hizo una larga y prolongada meada
sobre la pata del banco. Una nube pasajera ocultó el sol durante un instante y
Fernando dejó su sombra ahí como algo momentáneo, nada que un soplo de viento
no pueda solucionar.
Cuando llegó a casa, cenó lo
primero que vio y se puso frente al ordenador. Estaba conectada en Skype. Respiró
profundamente y la llamó. Se lo cogió al momento y durante unos instantes en
los que ella estaba fuera de campo, pudo ver que su habitación había cambiado,
incluso había pintado las paredes de un color rojo apagado, las sábanas de su
cama estaban limpias y eran otras que él nunca había visto. Le extrañó. Su cara
apareció en pantalla. Estaba feliz y sonreía sin que nadie le hubiera dado
motivos para sonreír, como antes de que la despidieran de la clínica dental. No
había pasado ni un mes de aquello.
-Hola, guapo, ¿qué haces?
-Yo nada, te veo bien.
-Y lo estoy. ¿Sabes lo que me he
hecho?
-No, si no me lo dices.
-Me he puesto piercins en los pezones, ¿quieres
verlos?
-No, cariño, mejor te los veo en
persona. ¿Nos vemos mañana? Te invito a cenar.
Quedaron en el restaurante
italiano de la plaza. El camarero, con mucha parsimonia, les sirvió dos kilos
de salsa carbonara con algo de pasta barata en dos platos junto a una botella
de vino de la casa. Gloria hizo un ligero mohín de repulsión cuando vio el
plato y tomó un poco de vino.
-El vino no es muy bueno.
-Puede ser.- Dijo él mientras
mezclaba el potingue.
Fernando se comió el plato de un
tirón. Gloria ya lo había acabado en el momento en el que se lo pusieron en la
mesa, ni lo tocó, jugó a separar los espaguetis de la salsa con su tenedor
mientras observaba delicadamente las comisuras blancas de Fernando. No hubo
cafés ni ronda de chupitos.
Ella le pasó su servilleta y él se limpió las comisuras.
-Tengo que contarte algo. – Dijo
Gloria abruptamente.
-Dime.
-Hace más de una semana que mi
vida ha cambiado radicalmente.
-¿Qué quieres decir?
-He conocido a gente.
Fernando se rascó la cabeza y la
miró fijamente. Ella sonrió.
-Lo que quiero decirte es que
ahora cobro.
-¿Cómo?
Él se quedó bloqueado entre dos
pensamientos contradictorios. Por un lado pensaba en ver su tripita cayendo
ligeramente por la tira de sus braguitas favoritas (unas negras de encaje que
le quedaban muy bien) y por otro pensaba en la posibilidad de que alguien
pudiera verla con ellas puestas. El camarero vino con la cuenta y Fernando pagó
a desgana.
-¿Son muchos?- Dijo cogiendo el
paquete de tabaco y poniéndose un cigarro en la boca.
-No te entiendo.
-Digo si son muchos o si sólo es
uno.
-De momento tengo cuatro.
Tenía cuatro y el muy gilipollas
ilusionado con volverle a ver las bragas. Se levantó de la mesa en un gesto
forzado de dignidad, se puso la chaqueta y se marchó. Gloria le siguió, se
miraron como en un escrutinio electoral, la plaza estaba sola, una nube gigante
ocultaba la luna. Fernando se encendió el cigarro. Gloria le besó en los
labios. Y él, no te entiendo. Y ella, éste es gratis. Y se marchó.
Fernando no quería volver a casa
a pesar de tener que madrugar al día siguiente para estar fresco y repartir
bollos, firmar albaranes, aguantar al imbécil del encargado y todo lo demás. Se
sentó en el banco de la plaza, tiró el cigarrillo y se encendió otro. Nunca le
gustó limpiar el sarro de la gente con esa ridícula maquina de agua, pensó.
Además, ganaba muy mal. Era mejor que estar parada, eso seguro, pero esto… Yo
pensé que lo pasaba bien conmigo, había mucha química, la quería, la quiero
aún, puedo entenderlo todo pero esto… Un perrito ladró y le sacó de sus
tribulaciones, fue como si le quisiera decir algo. Justo era el mismo perro del
día anterior y volvió a hacer lo mismo, levantó la pata y meó larga y
tendidamente sobre la pata del banco. Fernando observó el chorro con
detenimiento. El perrito rascó con las patas traseras sobre la superficie de
baldosa negra con la ilusión de remover tierra para tapar su rastro. Fernando
miró al cielo. Una nube se partió en dos y dejó ver la luna. Tuvo un pequeño
estremecimiento y miró a su alrededor como desubicado. El camarero cerraba
parsimonioso la persiana del restaurante italiano. El estanco estaba cerrado. Lo
único que quedaba abierto era el bar de mierda. Y allí fue. El dueño no le
reconoció y Fernando pidió un agua.
-¿Fría o natural?
-Fría, por favor. ¿Qué le debo?
-Un euro.
El dueño puso la consumición en
la barra y le miró como si lo conociera de algo pero sin saber exactamente de
qué. Fernando dejó el euro junto al botellín de agua y se marchó.
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