viernes, 11 de mayo de 2018

KINDER SORPRESA


Aquella mañana se levantó bien temprano con la ilusión de recoger a su hijo del colegio. Se aseó meticulosamente, quería causar buena impresión. Desde que se quedó sin trabajo no veía la manera de salir adelante. Es más, no encontraba ni de camarero. Llevaba en esa situación más de seis meses. Ya no tenía paro. Ni ayuda. Nada. Salió de la ducha y entró en la cocina. Le quedaba un poco de café del día anterior y se lo calentó al microondas. Abrió la nevera y vio un trozo de fuet reseco bailando en un estante junto a una lata de sardinas abierta. Estaba hasta los huevos de las sardinas en conserva. Tenía hambre. Sabía que le esperaba un día largo y si no desayunaba en condiciones la jornada podría convertirse en una agonía. Así que mordisqueó un poco el fuet, apuró el café y bajó al supermercado. Tenía cinco euros y algunos céntimos. No quería descambiar el billete. Era necesario ajustar muy bien el presupuesto. Con las monedillas que tenía sueltas juntó poco más de un euro y cogió un par de Donuts. Detestaba la bollería industrial, sabía perfectamente que no era lo más apropiado para su salud pero aquellos Donuts tenían azúcar en cantidad, suficiente como para que no le rugiera el estómago en dos horas. Estuvo dando vueltas por los pasillos del supermercado durante un buen rato. Contempló los productos que no podía comprar y se le antojaron manjares. El jamón era un manjar, el queso, los pimientos, hasta el tomate frito era un manjar. Comenzó a salivar. Tenía cinco euros en el bolsillo, cinco cochinos euros, la cantidad justa para el billete de vuelta en tren. Pensó en colarse a la ida, como de costumbre y así conservar su pequeña fortuna para cualquier imprevisto en la ciudad o comprarle algún detallito a su hijo, ya sea en forma de Kinder Sorpresa o de Chupa-Chups, lo que sea con tal de verle feliz un rato. Su ex mujer le había dejado las llaves de su casa y luego verían dibujos animados en el salón, lo que implicaba poco gasto. Se detuvo en la estantería de las comidas preparadas y vio una ración de ensalada de pasta. La cogió pensando en que le solucionaría la comida de mediodía. Miró a los lados, se la metió por debajo del pantalón y se ajustó la parca para evitar el bulto. Fue a la caja, pagó los Donuts y se marchó. Se los comió de camino a la estación. Una vez allí esperó más de media hora. El tren se retrasaba, como casi siempre. Pidió un cigarrillo y fumó mirando al cielo. Estaba a punto de llover. Apuró el cigarro y vino el tren. A mitad de trayecto le entró hambre, abrió la ensalada de pasta y se dispuso a comer pero no tenía cubiertos. Miró alrededor con cara de necesitado. Todo el mundo miraba su móvil, todo el mundo hacía que hacía algo pero no estaba allí, estaba en otro sitio, con otras personas, en algún lugar de la nada, del vacío. Sacó un pañuelo de papel del bolsillo y se puso a comer con las manos. Durante la parada del tren en una estación pudo ver por la ventanilla a un par de revisores flanqueados de cinco vigilantes de seguridad, a cada cual más alto, a cada cual más fuerte “Mierda, si me bajo aquí tendré que coger el siguiente y no llegaré a tiempo a la escuela”, pensó. “Joder, pero qué hijos de puta”. Se levantó con la ensalada a medias y fue cambiándose de vagón hasta llegar al último. No se sentó. Se la terminó allí, de pie, con el aceite chorreándole por las manos. Quedaban cuatro estaciones. Con un poco de suerte llegaría a su destino sin que los revisores visitaran su vagón. Pero no fue así y le pidieron el billete justo cuando estaba llegando. Le contó su historia a aquel hombre uniformado escoltado por aquellos armarios vestidos de paramilitares. Le dijo que estaba separado, que iba a ver a su hijo, que no cobraba ni el paro... Miró a su alrededor pero nadie dijo nada, todos miraban las pantallas de sus aparatos, estaban en algún otro lugar, en la nada, en el vacío. El revisor asentía a todo con la cabeza como el que empatiza por aburrimiento, como el que tiene que oír la monserga de siempre... “Me sabe mal. Es mi trabajo, le dijo, no puedo hacer nada, si quiere haga una reclamación”.  “Una reclamación... Me cago en tu puta madre, hijo de la grandísima puta... una reclamación...”, dijo entre dientes. “¿Qué ha dicho?”, preguntó uno de los vigilantes con cara de poli aficionando. “Nada. No he dicho nada”, contestó. Le dio su DNI y el revisor tomó nota. “Son 100 euros. Si me la abona ahora, la mitad.” Le extendió la multa y se marchó. 

Cuando llegó al colegio, su hijo le estaba esperando en la puerta. Estaba feliz porque la profesora le había dicho que su redacción de lengua castellana estaba muy bien. Le encantaba escribir cuentos. Éste iba sobre la Navidad y su misterio, aquello que nos hace ser mejor personas. Se lo explicaba a su padre de camino a casa. “¿Quieres un Huevo Kinder?”, le preguntó con una media sonrisa dibujada en la cara. “Guay, papá”, contestó el mocoso. En casa vieron los dibujos animados. Afuera rompió a llover, un rayo crepitó cerca de la ventana. Mientras él se preguntaba de dónde coño iba a sacar el dinero de la multa, el niño montaba la sorpresa que el huevo escondía en su interior.  

viernes, 23 de marzo de 2018

ROBINSON CRUSOE

Celia sentía que había llegado al culmen de su creatividad. Ya no se le ocurría nada novedoso ni impactante para vestir los escaparates de aquella boutique de moda masculina que de tan selecta parecía elevada dos metros más del suelo que el resto de establecimientos del boulevard. Aquella mañana, en su taller del Raval barcelonés, había planificado el escaparate central aprovechando una idea que tuvo tres años atrás. La marca era la misma así que tenía que hacer alguna cosa diferente para no levantar sospechas de falta de originalidad. Pensó en cambiar la tonalidad del mobiliario y darle un toque minimal a tanto barroquismo, pero eso no era más que una idea absurda, sin sentido, y lo sabía. Cogió un rotulador negro y comenzó a garabatear una lámina por hacer algo. Tenía bastantes dificultades para concentrarse y abusaba de un ansiolítico suave, según ella para relajarse, pero lo único que conseguía era quedarse horas con cara de pájaro bobo delante de su mesa de trabajo hasta que llegaba Rocío, su ayudante, una chica tan atractiva como frívola, veinte años más joven que gustaba de no hacer nada hasta que se le echaba el tiempo encima.  

-Llegas tarde, como siempre.
-Está lloviendo, ya sabes lo que eso significa en Barcelona.
-Si no es porque llueve es porque hay un accidente o si no…
-Lo recuperaré, no te preocupes.

Rocío se quitó la chaqueta, dejó el casco en la entradita y sacó un café de una máquina Nespresso que hacía compañía a un simpático gato chino de esos que menean el brazo sine díe. El estudio era espacioso y sin paredes, estaba meticulosamente distribuido a base de biombos retráctiles que iban cambiando según el día. La mesa de trabajo estaba llena de fotografías y diseños y tenían un espacio reservado a los premios que Celia había ganado a lo largo de su dilatada carrera profesional.

-¿Ya tienes pensado qué hacer para presentar los nuevos trajes?
-La verdad es que no tengo ni idea. ¿Se te ocurre algo?
-No sé, eres tú la que sabes, yo cumplo órdenes.
-Pues ya va siendo hora de que propongas cosas, no sólo te pago para que hagas llamadas y te conectes a Instagram en cuanto me voy.

Celia se levantó y se asomó por el amplio ventanal que daba a la calle. La lluvia caía fina e interrumpida, parecía que el cielo quería abrirse.

-De momento me vas a llamar al influencer para el día de la presentación. ¿Cómo llevas lo de la prensa especializada?
-Bien.
-¿Bien? Eso espero.

Rocío se sentó en su silla y encendió el ordenador. Celia se marchó con un adiós deshidratado y Rocío comenzó su búsqueda en Instagram. De repente, aparecieron en pantalla una docena de tipos trajeados recomendando marcas dispares entre miles de corazones chispeantes, lo único prefabricadamente vital y colorido del día, sin duda. Abrió el ventanal y se encendió un cigarro.  

Celia caminó unos metros hasta llegar a Las Ramblas, una vez allí levantó la mano y cazó un taxi de subida que le llevó a Paseo de Gracia con Avenida Diagonal, donde estaba situada la boutique. Pero en lugar de entrar directamente se detuvo en una cafetería de esas de seis euros el café. Se quitó la chaqueta y se sentó frente a la vidriera que daba al exterior. Había dejado de llover pero el cielo, lejos de abrirse, se puso pesado y gris como una hormigonera. Un camarero uniformado se acercó y ella le saludó muy amablemente, no era la primera vez que entraba en el local y siempre se sentaba en el mismo sitio. Pidió lo acostumbrado, un té con leche y un croissant. El camarero le sirvió y le dejó el diario sobre la mesa. Celia echó mano a sus gafas para ojearlo y llamó la atención del camarero, que vino raudo y veloz.

-Perdona, Luciano, ¿tienes una aspirina? Me duele mucho la cabeza.

El camarero asintió y se retiró discretamente. Celia abrió el diario e inició su rutinaria lectura de titulares. La actualidad política se le antojó como cuarto y medio de chopped y la internacional como kilo de mortadela con aceitunas. En realidad, lo único que siempre miraba con atención era el suplemento de tendencias por aquello de pescar alguna idea para sus interiorismos, pero en esta ocasión se quedó atrapada en una noticia de sociedad. El camarero llegó con una aspirina y un botellín de agua de cristal. Lo abrió allí mismo y le llenó el vaso.

-Luciano, ¿dónde está el hombre de los containers?
-Perdone, señora, ¿a qué hombre se refiere?
-Al joven que se suele poner allí en frente, el que hace figuritas con latas de Coca-Cola y siempre va con un perro negro.
-Esta mañana vino la Guardia Urbana y lo echó de allí. ¿No ha visto los periódicos?
-Sí, me acabo de enterar.

El camarero se retiró y ella leyó la noticia completa. El alcalde había prohibido la mendicidad por las calles del centro bajo severas penas de multa porque según él y su partido, daba mala imagen a los turistas. Celia se preguntó qué seria de aquel chico al que solía darle limosna sólo para verle. Era joven, tenía los ojos grandes y verdes como la selva, barba cerrada, pelo revuelto y cuerpo fibrado, era como si Robinson Crusoe estuviera perdido en la ciudad y buscara algo entre la gente. Celia sintió que se lo podía dar, sólo tenía que encontrarle. Levantó la mano y en menos de un suspiró el camarero apareció a su lado.

-¿Sabe dónde puede estar?
-¿Disculpe?
-El chico, si sabe dónde puede estar.
-Que yo sepa anda por Sant Adrià, en un descampado junto al río. Ahí se han ido todos. Bueno, casi todos, supongo que alguno todavía debe andar dando vueltas por ahí.
-Gracias.

Celia puso su tarjeta de crédito sobre la mesa, el camarero la pasó por el datafono y le dio el comprobante.

Otra vez se puso a llover. Celia salió de la cafetería y se acercó a los contenedores donde solía pedir limosna su Robinson Crusoe. Sacó su Tablet e hizo fotos del lugar, no se le escapó ni un solo detalle de aquel rincón, todavía estaban los cartones donde él se sentaba doblados cuidadosamente entre los cubos de basura del hotel de cinco estrellas que había justo delante. Le gustó el contraste, así que también tomó fotos del vestíbulo del hotel y furtivamente también al botones de la entrada. Metió la Tablet en el bolso y entró en la boutique sonriente. Le esperaba Julia, la directora. Se saludaron asépticamente, atravesaron la tienda y entraron en un pequeño despacho. Julia era una mujer poco agraciada pero con el don de la afabilidad. De ojos pequeños y escudriñadores y gesto animal, conservaba cierto aire salvaje y adolescente a pesar de sus cincuenta recién cumplidos. Ambas rondaban la misma edad y trataban de despistar sus defectos con excesos de maquillaje y ácido hialurónico, incluso compartían cirujano plástico. Julia le transmitió su preocupación por los preparativos de la presentación de la nueva línea de trajes. Celia puso su mano sobre la de Julia y le dijo que estuviera tranquila, que lo tenía todo controlado.

-Eso no me sirve, Celia. Quiero saberlo todo, llevamos más de un mes con esto y todavía no me has enseñado ni un solo boceto. Es más, ¿dónde están esos influencers? Yo no los veo por ninguna parte.
-Tenemos a Michael G. Lord en el saco, Julia.
-¿A Michael G. Lord, dices?
-Sí, Rocío va detrás de él. Me dijo que le llamaría hoy.
-Te espero mañana con buenas noticias. La presentación es este viernes, que no pase de mañana, por favor.
-Las tendrás.

Celia salió de la boutique segura de sí misma, estaba acostumbrada a trabajar bajo presión y siempre que se encontraba en situaciones similares se acordaba de la escenografía de un montaje teatral en el que trabajó hacía muchos años. No estuvo lista hasta pocas horas antes de su estreno y, al final, fue tal el éxito que tuvo que su carrera se lanzó al mundo de la moda y desde entonces no paró de trabajar.

La llovizna se transformó en chaparrón. Alzó la mano y cazó un taxi de bajada. Esta vez no iría al estudio, estaba cansada y no le apetecía hablar con Rocío. Le indicó al taxista la dirección de su casa en Pedralbes. El taxista activó el taxímetro y reanudó la marcha. Celia contempló el devenir de la ciudad por la ventanilla, la gente corría a cubierto, los paraguas se doblaban por el viento y el chaparrón de agua se transformó en granizo. Llamó a Rocío por teléfono y le preguntó por Michael G. Lord. Ella le dijo que Michael G. Lord pedía quince mil euros por el evento y Celia le contestó con un rotundo: lo vale.

-¿Estás segura?
-Completamente.- Dijo Celia.
-Pues entonces le doy el ok ahora mismo.
-Dáselo. Oye, esta noche tendrás el atrezzo, te lo enviaré por mail.

La conversación duró lo que duró el trayecto por la Ronda de Dalt. Celia sacó un espejito del bolso y se empolvó un poco las ojeras. Miró el rostro del taxista a través del espejo retrovisor. En la radio sonaban a bajo volumen las noticias infinitas de Catalunya Informació.

-Disculpe, ¿sabe dónde está Sant Adrià?
-¿Cómo? No es usted de aquí, ¿verdad?
-Eeeeh, no. Soy de fuera.- Dijo para disimular lo evidente, no había estado en Sant Adrià en la vida.
-Está lejos, ¿quiere que la lleve?
-No, no. Siga, por favor.

El taxi enfiló la avenida Pearson y, a pocos metros del Passatge de la Font del Lleó, un hombre rebusca en una papelera junto a un perro negro soportando el temporal como si el temporal no existiera. En la calle no había ni un alma, sólo farolas encendidas. Era él, Robinson Crusoe.

-Pare, pare aquí, por favor.
-¿Aquí en este semáforo?
-Sí, le pido que espere un momento.

El taxi se detuvo a pocos metros del chico. Celia bajó y se acercó a él desplegando su paraguas. El taxista miraba entretenido la escena a través del cristal delantero. Celia y el chico aparecían y desaparecían tras la intensa lluvia y los movimientos semicirculares del parabrisas. Algo divertido tuvo que decirle al chico porque éste estalló en risas mientras el perro ladraba. Después de varias vacilaciones, el chico ató a su perro a la pata de la banqueta de una parada de autobús y subieron al taxi.

-A Diagonal con Passeig de Gràcia, por favor.

El taxista dio la vuelta y el chico se quitó la capucha de la chaqueta. El perro negro se sentó, parecía como si supiera que su amo iba a regresar, ni tan siquiera ladró.

-No te preocupes por el perro, luego iré a buscarlo.

El chico se sonó los mocos en un pañuelo de papel arrugado que sacó de su bolsillo. El taxista le observaba por el retrovisor.

-Por cierto, ¿cómo te llamas?- Preguntó Celia mirando para otro lado.
-Vladimir, pero todo el mundo me llama Vladi.

Su español era precario pero se defendía. Un fuerte olor a sudor se apoderó del coche. El taxista bajó las ventanillas disimuladamente y Celia se tapó la boca con su chal de seda hindú. El taxi paró frente al hotel de cinco estrellas, justo al lado de los contenedores de basura. Celia le dijo que esperara allí, que volvería en unos minutos. Ambos salieron y entraron al vestíbulo del hotel. El taxista bajó del taxi y se puso a fumar debajo de un balcón. En el vestíbulo, el botones les dio la bienvenida mirando de reojo a Vladi. El recepcionista les atendió con esa amabilidad ensayada de los recepcionistas de hotel.

-¿Le quedan habitaciones?
-¿Individual o doble?
-Individual, gracias.

El recepcionista hizo que miró su ordenador mientras Vladi se rascaba la cabeza como un mono.

-Disculpe mi indiscreción, ¿la habitación es para usted o para su acompañante?
-Para mi acompañante pero pago yo.
-¿DNI?- Preguntó.

Celia sacó su DNI y lo puso sobre el mostrador.

-¿Y el de su acompañante?
-El de mi acompañante vale por un cheque de mil euros, ¿le parece bien?- Contestó Celia, áspera como un derrape y en tono bajo para que nadie pudiera oírlo.
-Me parece fantástico, siéntense en el vestíbulo, por favor. En unos minutos le acompañarán a su habitación.

Celia preguntó por el baño mientras firmaba el cheque en el mismo mostrador. El recepcionista le indicó con un par de frases dónde estaba y se metió el cheque discretamente en el bolsillo del pantalón. Vladi miraba a su alrededor incrédulo, como si aquello fuera una ficción de esas de sobremesa, tipo Pretty Woman pero a la inversa. Paseó por el vestíbulo salpicando agua de sus zapatillas a cada pisada, quiso sentarse en una silla Coconut pero no entendió muy bien el procedimiento para sentarse en algo así y desistió en el intento. Celia entró al baño, abrió el bolso y sacó los ansiolíticos, se metió uno en la boca y se lo tragó con un poco de agua del grifo. Se miró en el espejo y se volvió a retocar las ojeras. Cuando salió ya estaba el botones frente a Vladi, esperándola.

-¿Traen equipaje?
-No.
-Acompáñenme, por favor.

La habitación era amplia y muy soleada a juzgar por el tamaño de las ventanas. El botones se retiró, Celia abrió las cortinas y miró el exterior. El tráfico de la Diagonal, las luces transfiguradas por la lluvia en el asfalto y el sordo y persistente sonido de los coches envolvía la habitación. Ambos se quedaron callados con cara de espejo, cada uno en el lado opuesto de la estancia, lejos, muy lejos, como en una película de Antonioni. Celia se sentó a los pies de la cama dándole la espalda a su Robinson Crusoe. Le dijo que no se lavara, que permaneciera en el hotel hasta que regresara al día siguiente a las cinco en punto. Le dejó un billete de quinientos sobre la cama y se marchó con el convencimiento de que no se iba a mover de allí. Ella era mujer de intuiciones y, desde que le vio por primera vez, tuvo la certeza de que era buena persona.

Se metió en el taxi y durante el trayecto construyó a medida el evento-presentación de la marca de trajes en su cabeza. Lo tenía todo más o menos controlado, sólo faltaba darle el inventario de atrezzo a Rocío y concretar los flecos del contrato de Michael G. Lord. El taxi se detuvo frente a un chalet imponente y el conductor paró el taxímetro en una generosa cifra de tres dígitos.
-¿Acepta que le pague con tarjeta?
-Acepto que vaya usted a un cajero y me lo dé en efectivo, señora.
-Espere un momento, ahora vengo.

Celia salió del taxi y entró en la casa. La lluvia cesó de golpe y el taxista desactivó los parabrisas. Ella regresó en un minuto y le pagó en efectivo. El taxista agradeció, le deseó muy buenas noches y se perdió avenida abajo. En ese momento Celia cayó en la cuenta del perro negro y bajó a la parada de autobús para ver si todavía estaba allí. Y allí estaba, sentado, mojado, tranquilo, esperando.  

En casa le calentó una lata de foie de Perpignan al microondas y se la puso en un plato. El perro hincó el hocico y se la tragó tal cual, bebió agua y se tumbó en el suelo de la cocina. Celia se puso el pijama, se desmaquilló y se recostó en la cama con su ordenador portátil en el regazo. Descargó las fotos de los containers y se las envió a Rocío por mail con un escueto: necesitamos esto, ponte las pilas. Los bigotes de un gato asomaron por la puerta de la habitación. Celia le llamó y el minino subió a la cama y comenzó a ronronear.

-Hola guapo, ¿dónde te habías metido? ¿Te da miedo el perro, no?

Al parecer le daba miedo, como a ella le daba miedo la soledad, esa maldita soledad de mansión sin habitar. Su casa era la expresión del éxito individual: cuadros de Vila Casas, de Guinovart, de Ponç, fotos de viajes con amigas que hace años que no ve, libros de arquitectura, esculturas antropormórficas y amuletos africanos cuidadosamente dispuestos en las estanterías.  Su éxito era tan individual que se había olvidado por completo de compartirlo. No tenía sueño. Cerró el portátil, fue al baño de la suite y se tomó una pastilla para dormir.

A la mañana siguiente llegó al estudio puntual. Rocío sólo llegó diez minutos tarde, estaba preocupada por conseguir los contenedores originales del ayuntamiento porque Celia no se conformaba con copias, buscaba realidad o, al menos, aproximarse todo lo posible a ella. Lo quería igual que en la foto, a ser posible con basura dentro y tenía veinticuatro horas para conseguirlo así que apenas se quitó la chaqueta se puso a hacer llamadas.

-¿Confirmado lo de Michael G. Lord?
-Confirmado.
-¿Conseguiste que escribiera dos artículos después del evento?
-Sí, además ha subido su caché por eso mismo. Me pidió mil euros más.
-Ok. Pues ahora preocúpate de conseguir un redactor para que los revise. Y otra cosa, necesito que grabes un video de la fachada del hotel que hay frente a la tienda, ¿lo harás?
-No entiendo.
-No hay nada que entender. Hazlo y punto. Me marcho, cualquier imprevisto, me llamas.

Celia llegó en taxi a la puerta de la boutique. El sol centelleaba en los cristales del escaparate y en el suelo los charcos daban cuenta del temporal del día anterior. Entró dispuesta a darle a Julia las mejores noticias. Estuvo poco más de diez minutos dentro y salió con un una bolsa en la mano. Cruzó la calle y entró en el hotel. El recepcionista la recibió con cara de cheque al portador y le acompañó muy amablemente al ascensor.

-Señora, el servicio de habitaciones le subió anoche una botella de vodka al caballero. Le informo de que subirá ligeramente el precio de la habitación.
-Eso corre a cargo suyo.
-¿Cómo?
-Supongo que no tardó mucho en ir al banco esta mañana. Puede darse la misma prisa en hacerse cargo de una botella vodka, ¿no?

Se cerraron las puertas del ascensor y Celia desapareció con una sonrisa de muelle en los labios.

La botella estaba vacía sobre la mesita de noche y Vladi miraba por la ventana abierta con un vaso ancho en las manos, la cama estaba revuelta y él vestido, ni se había quitado los calcetines. Celia sacó un traje de la bolsa y lo dejó sobre la cama.

-Esta noche te pones esto, te pasaré a buscar a las nueve, cuando esté todo preparado. No te muevas de aquí, por favor.
-¿Y mi perro?
-Tu perro está bien.
-¿Dónde está? Voy a buscarlo.
-¡He dicho que no te muevas de aquí, joder!

El ramalazo de ira de Celia sobresaltó a Vladi, soltó el vaso sin querer y se hizo añicos contra el suelo. Celia sacó un billete de doscientos de su bolso y lo tiró al aire. Vladi lo cogió al vuelo y Celia salió dando un portazo.  

Eran poco más de las cinco y cuarto de la tarde cuando entraron por la boutique dos containers de basura del ayuntamiento. Celia controlaba la posición que debían ocupar en el espacio central del evento y Julia no perdía detalle de la organización. El video de la fachada del hotel, que Rocío grabó esa misma mañana, se proyectaba en una pared blanca, justo detrás de los contenedores. Celia falseó la cantidad de basura y bloqueó un poco las puertas con bolsas llenas de papel para que pareciera que estuvieran a rebosar. En cuanto hubo terminado la disposición del decorado salió corriendo a buscar a Robinson Crusoe. En ese mismo momento llegó Rocío con el perro negro. Cumplía órdenes, no sabía qué hacer con el chucho porque nadie le había explicado nada, lo metió en el despacho de Julia y cerró la puerta. Cuando volvió a la tienda Michael G. Lord estaba esperándola con su I-Phone de última generación en la mano, su bombín azul y su pajarita a juego. Miquel Gracia Senyor, ese era su verdadero nombre, llevaba puesta una americana entallada celeste y camisa blanca, mocasines azul oscuro y pantalones de pitillo cortos. Sus tobillos asomaban por encima de sus flamantes zapatos, parecía Willy Wonka, un anuncio viviente chisporroteando corazones de Instagram en medio de la boutique de moda masculina más exclusiva de la ciudad.

-¡Michael, Michael! ¿Llevas mucho tiempo ahí esperando?- Dijo Rocío abriendo exageradamente las aes, emperifollando el lenguaje. 

El perro comenzó a ladrar y a rascar la puerta del despacho con las patas. Había olido a Vladi que entraba por la puerta junto a Celia.

-¿Y el perro, Rocío?- Preguntó Celia con cara de centinela.
-Espera, ahora lo traigo.

Celia llevó a Vladi a los contenedores de basura y le explicó lo que tenía que hacer.

-¿Entones no tengo que hacer nada?
-Nada, estar, sólo tienes que estar. Te queda muy bien ese traje, ¿lo sabes?

El perro negro salió disparado y se tiró sobre Vladi y le lamió y le movió el rabo y le gimoteó y hasta se le fue el pis. Julia se indignó.

-Eso no puede estar así, alguien tiene que limpiarlo. Rocío, ¿sabes dónde está la fregona? 
-No, es mejor así, Julia. Así es más real.- Zanjó Celia.

El jefe de catering dio el aviso de que su cuadrilla de camareros estaba lista con las bandejas de canapés y el jamón de pata negra. El técnico de luces cambió la iluminación, mucho más tenue y cálida y el dj, traído de Nueva York en exclusiva, hacía las últimas pruebas de sonido. La cuenta atrás ya estaba servida y en menos de media hora comenzaron a entrar los invitados.

Michael lo grababa todo con su teléfono móvil en modo selfie. Los comensales, gente célebre del mundo de la moda y la televisión, tomaban Don Perignon y degustaban pinchos y canapés de diseño mientras miraban de reojo como Vladi hacía que vivía en su hábitat natural, con un traje de diez mil pavos puesto y una botella de buen vodka en la mano que Celia le había procurado por si le daba el mono y se ponía a dar voces y a romperlo todo.

-Hi friends, estoy en Isle of Man, la boutique del momento, y esta noche se presenta la nueva línea de trajes de Gross of Spain. Podéis ver el ambiente, se respira estilo, se huele clase.

El influencer se acercó a una mujer que pasaba de los cincuenta, con las lorzas calafateadas por un vestido ajustado a la boca del estómago, lleno de cenefas y flores exóticas y una gargantilla de oro blanco que le ayudaba a tener cuello.

-¿Qué le parece el evento? ¿Le gusta la nueva colección de Gross of Spain?
-Me parece súper. Súper todo. El ambiente, los diseños y el modelo, el modelo me parece superauténtico también, como la presentación, muy original, en serio.

Michael abrió plano y apareció Vladi sentado en el suelo junto a su perro. Tras él, un trasiego de peatones pasaba por la fachada del hotel proyectado en la pared. Vladi soltó la botella y se incorporó. Estaba indispuesto. Miró a su alrededor buscando a Celia pero Celia no aparecía. Dio la espalda a los presentes, se colocó entre los dos contenedores y se puso a mear. Michael cerró plano en seguida y caminó por la boutique deteniéndose en todos los detalles. La música electrónica subió de intensidad y algunos incluso movieron las rodillas haciendo ver que bailaban. Celia y Julia salieron juntas del baño. Celia se frotaba la nariz con la palma de la mano y Julia tenía las pupilas como las de un gato acorralado en una noche de luna nueva. Le estaba contando que los de Plus-Man, una marca de ropa interior masculina, habían adelantado la presentación para el día siguiente y tenían muy poco tiempo para prepararla.

-¿Alguna idea?
-Todo controlado, querida. ¿Tienes un Kleanex?- Contestó Celia que no paraba de frotarse la nariz.

Julia le dio un paquete de pañuelos a Celia mientras miraba con bastante interés el torso de Vladi que se acababa de desabrochar la camisa.  
  
-Te gusta el ruso, ¿no?
-No está mal.

El evento acabó como acaban todos los eventos, con servilletas y restos de comida desperdigados por el suelo. El perro negro deambulaba comiendo las sobras de los platos y Vladi dormía la mona sobre unos cartones agarrado a su botella de vodka en posición fetal. El dj marchaba después de recibir su talón, tenía evento en Ginebra y su vuelo salía en poco menos de dos horas. Entró un batallón de mujeres de la limpieza y comenzaron su avanzadilla de escoba y recogedor. Celia y Julia seguían allí, despiertas como dos lechuzas al caer la tarde.

-¡Oye, espabila que tenemos trabajo!

Vladi despertó en cámara lenta. Celia se acercó a él y le palmoteó la cara.

-Ahora quiero que te pongas esto y salgas para que te veamos. Y quítate los calcetines, por favor- Dijo dándole unos calzoncillos nuevos.

Vladi, con tremenda resaca, entró en un probador, se quitó el traje, se puso los calzoncillos y salió. Eran tipo slip, con la goma dorada y la marca, Plus-Man, bordada en hilo de oro de veinticuatro quilates. Julia se puso las gafas y Celia se acercó para verle mejor.

-No lo llena, Julia.
-¿Y qué hacemos?
-No sé, deja que piense.

Vladi sintió vergüenza y empezó a enrojecerse.

-Podemos meterle algo, un poco de algodón, yo qué sé.
-Para este calzoncillo necesitamos un buen paquete, Julia, no este bultito.

Julia comenzó a dar vueltas alrededor de Vladi. Celia miró su reloj y resopló.

-De culo no está mal. Le falla lo que le falla. El tío es joven, funcionar seguro que le funciona no como a mi marido que mucho rabo y ni con Viagra, querida.
-Tú lo que quieres es echar un polvo y no precisamente con tu marido.
-Anda, mira quién habla, la rompebraguetas.
-Bueno, basta ya.
-Eso mismo digo, basta ya. Tenemos un problema, Celia. ¿Qué hacemos?
-¡Yo qué sé! De momento voy a desayunar. Y tú… ¿cómo te llamabas, Robinsón?
-Vladimir.
-Pues nada, Vladimir, ya te puedes ir.

Vladi ni se inmutó.

-¿Qué te he dicho?
-Dinero.
-Ya tienes el traje, date por pagado, anda.

Robinson Crusoe se puso el traje y se marchó. Las cámaras de seguridad de Isle of Man dieron cuenta de cómo cruzaba la calle con su perro y una sonrisa extraña dibujada en la boca. Posiblemente pensaba en deshacerse del traje y conseguir un buen chándal. Posiblemente.

Celia pagó las noches de hotel que se debían, recogió la ropa sucia de Vladi y la tiró en los contenedores de basura de enfrente. El sol apretaba de lo lindo y se sentía sucia, tenía los nervios engarrotados, necesitaba un descanso pero no tenía sueño. Entró en la cafetería de seis euros el café. Se quitó la chaqueta y se sentó frente a la vidriera que daba al exterior, como siempre. El camarero se acercó y ella le saludó muy amablemente. Pidió lo acostumbrado, un té con leche y un croissant. El camarero le sirvió y le dejó el diario sobre la mesa. Celia echó mano a sus gafas para ojearlo. Sonó el móvil. Era Rocío.

-Dime.
-Michael me acaba de enviar los artículos y son infumables, ¿qué hago?
-Ya te dije que llamaras a un redactor, mira en Infojobs, hay muchos y son baratos. Otra cosa, consígueme un tío bien dotado para lo de Plus-Man de esta noche.
-¿Y dónde consigo a un tío bien dotado? ¿Le digo que me la enseñe?
-¿Eres tonta o te lo haces? Contacta con una productora porno, hija, verás como no te equivocas.
-Tenemos que preparar el evento primavera-verano de Inti-Misma-Mente-Yo, ¿lo sabes?
-Vaya, pues ya podemos empezar a reclutar modelos. Pero esta vez hacemos casting, no quiero sorpresas de última hora. Las quiero con buenas tetas, ni muy grandes ni muy pequeñas, piernas largas y buen trasero, a poder ser un poquito respingón, que llene bien la braguita, ¿ok?
-Tomo nota. Chao.
-Chao.

Dejó el teléfono sobre la mesa y llamó la atención del camarero que vino raudo y veloz.

-Perdona, Luciano, ¿tienes una aspirina? Me duele mucho la cabeza.

Luciano se retiró discretamente. Celia levantó la vista del diario y se dedicó a contemplar el exterior. Un grupo de manteros senegaleses corría calle abajo. A uno de ellos se le cayó un bolso de imitación al suelo. Celia salió de la cafetería, cogió el bolso y corrió tras ellos.