Celia sentía que había llegado
al culmen de su creatividad. Ya no se le ocurría nada novedoso ni impactante
para vestir los escaparates de aquella boutique de moda masculina que de tan
selecta parecía elevada dos metros más del suelo que el resto de establecimientos
del boulevard. Aquella mañana, en su taller del Raval barcelonés, había
planificado el escaparate central aprovechando una idea que tuvo tres años
atrás. La marca era la misma así que tenía que hacer alguna cosa diferente para
no levantar sospechas de falta de originalidad. Pensó en cambiar la tonalidad
del mobiliario y darle un toque minimal a tanto barroquismo, pero eso no era
más que una idea absurda, sin sentido, y lo sabía. Cogió un rotulador negro y
comenzó a garabatear una lámina por hacer algo. Tenía bastantes dificultades
para concentrarse y abusaba de un ansiolítico suave, según ella para relajarse,
pero lo único que conseguía era quedarse horas con cara de pájaro bobo delante
de su mesa de trabajo hasta que llegaba Rocío, su ayudante, una chica tan
atractiva como frívola, veinte años más joven que gustaba de no hacer nada
hasta que se le echaba el tiempo encima.
-Llegas tarde, como siempre.
-Está lloviendo, ya sabes lo que
eso significa en Barcelona.
-Si no es porque llueve es
porque hay un accidente o si no…
-Lo recuperaré, no te preocupes.
Rocío se quitó la chaqueta, dejó
el casco en la entradita y sacó un café de una máquina Nespresso que hacía
compañía a un simpático gato chino de esos que menean el brazo sine díe. El
estudio era espacioso y sin paredes, estaba meticulosamente distribuido a base
de biombos retráctiles que iban cambiando según el día. La mesa de trabajo
estaba llena de fotografías y diseños y tenían un espacio reservado a los premios
que Celia había ganado a lo largo de su dilatada carrera profesional.
-¿Ya tienes pensado qué hacer
para presentar los nuevos trajes?
-La verdad es que no tengo ni
idea. ¿Se te ocurre algo?
-No sé, eres tú la que sabes, yo
cumplo órdenes.
-Pues ya va siendo hora de que
propongas cosas, no sólo te pago para que hagas llamadas y te conectes a
Instagram en cuanto me voy.
Celia se levantó y se asomó por
el amplio ventanal que daba a la calle. La lluvia caía fina e interrumpida, parecía
que el cielo quería abrirse.
-De momento me vas a llamar al influencer para el día de la
presentación. ¿Cómo llevas lo de la prensa especializada?
-Bien.
-¿Bien? Eso espero.
Rocío se sentó en su silla y
encendió el ordenador. Celia se marchó con un adiós deshidratado y Rocío
comenzó su búsqueda en Instagram. De repente, aparecieron en pantalla una
docena de tipos trajeados recomendando marcas dispares entre miles de corazones
chispeantes, lo único prefabricadamente vital y colorido del día, sin duda.
Abrió el ventanal y se encendió un cigarro.
Celia caminó unos metros hasta
llegar a Las Ramblas, una vez allí levantó la mano y cazó un taxi de subida que
le llevó a Paseo de Gracia con Avenida Diagonal, donde estaba situada la
boutique. Pero en lugar de entrar directamente se detuvo en una cafetería de
esas de seis euros el café. Se quitó la chaqueta y se sentó frente a la
vidriera que daba al exterior. Había dejado de llover pero el cielo, lejos de
abrirse, se puso pesado y gris como una hormigonera. Un camarero uniformado se
acercó y ella le saludó muy amablemente, no era la primera vez que entraba en
el local y siempre se sentaba en el mismo sitio. Pidió lo acostumbrado, un té
con leche y un croissant. El camarero le sirvió y le dejó el diario sobre la
mesa. Celia echó mano a sus gafas para ojearlo y llamó la atención del
camarero, que vino raudo y veloz.
-Perdona, Luciano, ¿tienes una
aspirina? Me duele mucho la cabeza.
El camarero asintió y se retiró
discretamente. Celia abrió el diario e inició su rutinaria lectura de
titulares. La actualidad política se le antojó como cuarto y medio de chopped y
la internacional como kilo de mortadela con aceitunas. En realidad, lo único
que siempre miraba con atención era el suplemento de tendencias por aquello de
pescar alguna idea para sus interiorismos, pero en esta ocasión se quedó
atrapada en una noticia de sociedad. El camarero llegó con una aspirina y un
botellín de agua de cristal. Lo abrió allí mismo y le llenó el vaso.
-Luciano, ¿dónde está el hombre
de los containers?
-Perdone, señora, ¿a qué hombre
se refiere?
-Al joven que se suele poner
allí en frente, el que hace figuritas con latas de Coca-Cola y siempre va con
un perro negro.
-Esta mañana vino la Guardia
Urbana y lo echó de allí. ¿No ha visto los periódicos?
-Sí, me acabo de enterar.
El camarero se retiró y ella
leyó la noticia completa. El alcalde había prohibido la mendicidad por las
calles del centro bajo severas penas de multa porque según él y su partido,
daba mala imagen a los turistas. Celia se preguntó qué seria de aquel chico al
que solía darle limosna sólo para verle. Era joven, tenía los ojos grandes y
verdes como la selva, barba cerrada, pelo revuelto y cuerpo fibrado, era como
si Robinson Crusoe estuviera perdido en la ciudad y buscara algo entre la
gente. Celia sintió que se lo podía dar, sólo tenía que encontrarle. Levantó la
mano y en menos de un suspiró el camarero apareció a su lado.
-¿Sabe dónde puede estar?
-¿Disculpe?
-El chico, si sabe dónde puede
estar.
-Que yo sepa anda por Sant
Adrià, en un descampado junto al río. Ahí se han ido todos. Bueno, casi todos,
supongo que alguno todavía debe andar dando vueltas por ahí.
-Gracias.
Celia puso su tarjeta de crédito
sobre la mesa, el camarero la pasó por el datafono y le dio el comprobante.
Otra vez se puso a llover. Celia
salió de la cafetería y se acercó a los contenedores donde solía pedir limosna su
Robinson Crusoe. Sacó su Tablet e hizo fotos del lugar, no se le escapó ni un
solo detalle de aquel rincón, todavía estaban los cartones donde él se sentaba
doblados cuidadosamente entre los cubos de basura del hotel de cinco estrellas
que había justo delante. Le gustó el contraste, así que también tomó fotos del
vestíbulo del hotel y furtivamente también al botones de la entrada. Metió la
Tablet en el bolso y entró en la boutique sonriente. Le esperaba Julia, la
directora. Se saludaron asépticamente, atravesaron la tienda y entraron en un
pequeño despacho. Julia era una mujer poco agraciada pero con el don de la
afabilidad. De ojos pequeños y escudriñadores y gesto animal, conservaba cierto
aire salvaje y adolescente a pesar de sus cincuenta recién cumplidos. Ambas
rondaban la misma edad y trataban de despistar sus defectos con excesos de
maquillaje y ácido hialurónico, incluso compartían cirujano plástico. Julia le
transmitió su preocupación por los preparativos de la presentación de la nueva
línea de trajes. Celia puso su mano sobre la de Julia y le dijo que estuviera
tranquila, que lo tenía todo controlado.
-Eso no me sirve, Celia. Quiero
saberlo todo, llevamos más de un mes con esto y todavía no me has enseñado ni
un solo boceto. Es más, ¿dónde están esos influencers?
Yo no los veo por ninguna parte.
-Tenemos a Michael G. Lord en el
saco, Julia.
-¿A Michael G. Lord, dices?
-Sí, Rocío va detrás de él. Me
dijo que le llamaría hoy.
-Te espero mañana con buenas
noticias. La presentación es este viernes, que no pase de mañana, por favor.
-Las tendrás.
Celia salió de la boutique
segura de sí misma, estaba acostumbrada a trabajar bajo presión y siempre que
se encontraba en situaciones similares se acordaba de la escenografía de un
montaje teatral en el que trabajó hacía muchos años. No estuvo lista hasta
pocas horas antes de su estreno y, al final, fue tal el éxito que tuvo que su
carrera se lanzó al mundo de la moda y desde entonces no paró de trabajar.
La llovizna se transformó en
chaparrón. Alzó la mano y cazó un taxi de bajada. Esta vez no iría al estudio,
estaba cansada y no le apetecía hablar con Rocío. Le indicó al taxista la
dirección de su casa en Pedralbes. El taxista activó el taxímetro y reanudó la
marcha. Celia contempló el devenir de la ciudad por la ventanilla, la gente
corría a cubierto, los paraguas se doblaban por el viento y el chaparrón de
agua se transformó en granizo. Llamó a Rocío por teléfono y le preguntó por
Michael G. Lord. Ella le dijo que Michael G. Lord pedía quince mil euros por el
evento y Celia le contestó con un rotundo: lo
vale.
-¿Estás segura?
-Completamente.- Dijo Celia.
-Pues entonces le doy el ok
ahora mismo.
-Dáselo. Oye, esta noche tendrás
el atrezzo, te lo enviaré por mail.
La conversación duró lo que duró
el trayecto por la Ronda de Dalt. Celia sacó un espejito del bolso y se empolvó
un poco las ojeras. Miró el rostro del taxista a través del espejo retrovisor.
En la radio sonaban a bajo volumen las noticias infinitas de Catalunya
Informació.
-Disculpe, ¿sabe dónde está Sant
Adrià?
-¿Cómo? No es usted de aquí,
¿verdad?
-Eeeeh, no. Soy de fuera.- Dijo
para disimular lo evidente, no había estado en Sant Adrià en la vida.
-Está lejos, ¿quiere que la
lleve?
-No, no. Siga, por favor.
El taxi enfiló la avenida
Pearson y, a pocos metros del Passatge de la Font del Lleó, un hombre rebusca
en una papelera junto a un perro negro soportando el temporal como si el
temporal no existiera. En la calle no había ni un alma, sólo farolas
encendidas. Era él, Robinson Crusoe.
-Pare, pare aquí, por favor.
-¿Aquí en este semáforo?
-Sí, le pido que espere un
momento.
El taxi se detuvo a pocos metros
del chico. Celia bajó y se acercó a él desplegando su paraguas. El taxista miraba
entretenido la escena a través del cristal delantero. Celia y el chico
aparecían y desaparecían tras la intensa lluvia y los movimientos semicirculares
del parabrisas. Algo divertido tuvo que decirle al chico porque éste estalló en
risas mientras el perro ladraba. Después de varias vacilaciones, el chico ató a
su perro a la pata de la banqueta de una parada de autobús y subieron al taxi.
-A Diagonal con Passeig de
Gràcia, por favor.
El taxista dio la vuelta y el
chico se quitó la capucha de la chaqueta. El perro negro se sentó, parecía como
si supiera que su amo iba a regresar, ni tan siquiera ladró.
-No te preocupes por el perro,
luego iré a buscarlo.
El chico se sonó los mocos en un
pañuelo de papel arrugado que sacó de su bolsillo. El taxista le observaba por
el retrovisor.
-Por cierto, ¿cómo te llamas?-
Preguntó Celia mirando para otro lado.
-Vladimir, pero todo el mundo me
llama Vladi.
Su español era precario pero se
defendía. Un fuerte olor a sudor se apoderó del coche. El taxista bajó las
ventanillas disimuladamente y Celia se tapó la boca con su chal de seda hindú. El
taxi paró frente al hotel de cinco estrellas, justo al lado de los contenedores
de basura. Celia le dijo que esperara allí, que volvería en unos minutos. Ambos
salieron y entraron al vestíbulo del hotel. El taxista bajó del taxi y se puso
a fumar debajo de un balcón. En el vestíbulo, el botones les dio la bienvenida
mirando de reojo a Vladi. El recepcionista les atendió con esa amabilidad
ensayada de los recepcionistas de hotel.
-¿Le quedan habitaciones?
-¿Individual o doble?
-Individual, gracias.
El recepcionista hizo que miró
su ordenador mientras Vladi se rascaba la cabeza como un mono.
-Disculpe mi indiscreción, ¿la
habitación es para usted o para su acompañante?
-Para mi acompañante pero pago yo.
-¿DNI?- Preguntó.
Celia sacó su DNI y lo puso
sobre el mostrador.
-¿Y el de su acompañante?
-El de mi acompañante vale por
un cheque de mil euros, ¿le parece bien?- Contestó Celia, áspera como un
derrape y en tono bajo para que nadie pudiera oírlo.
-Me parece fantástico, siéntense
en el vestíbulo, por favor. En unos minutos le acompañarán a su habitación.
Celia preguntó por el baño
mientras firmaba el cheque en el mismo mostrador. El recepcionista le indicó
con un par de frases dónde estaba y se metió el cheque discretamente en el
bolsillo del pantalón. Vladi miraba a su alrededor incrédulo, como si aquello
fuera una ficción de esas de sobremesa, tipo Pretty Woman pero a la inversa. Paseó
por el vestíbulo salpicando agua de sus zapatillas a cada pisada, quiso
sentarse en una silla Coconut pero no entendió muy bien el procedimiento para
sentarse en algo así y desistió en el intento. Celia entró al baño, abrió el
bolso y sacó los ansiolíticos, se metió uno en la boca y se lo tragó con un
poco de agua del grifo. Se miró en el espejo y se volvió a retocar las ojeras.
Cuando salió ya estaba el botones frente a Vladi, esperándola.
-¿Traen equipaje?
-No.
-Acompáñenme, por favor.
La habitación era amplia y muy
soleada a juzgar por el tamaño de las ventanas. El botones se retiró, Celia
abrió las cortinas y miró el exterior. El tráfico de la Diagonal, las luces
transfiguradas por la lluvia en el asfalto y el sordo y persistente sonido de
los coches envolvía la habitación. Ambos se quedaron callados con cara de
espejo, cada uno en el lado opuesto de la estancia, lejos, muy lejos, como en
una película de Antonioni. Celia se sentó a los pies de la cama dándole la
espalda a su Robinson Crusoe. Le dijo que no se lavara, que permaneciera en el
hotel hasta que regresara al día siguiente a las cinco en punto. Le dejó un
billete de quinientos sobre la cama y se marchó con el convencimiento de que no
se iba a mover de allí. Ella era mujer de intuiciones y, desde que le vio por
primera vez, tuvo la certeza de que era buena persona.
Se metió en el taxi y durante el
trayecto construyó a medida el evento-presentación de la marca de trajes en su
cabeza. Lo tenía todo más o menos controlado, sólo faltaba darle el inventario
de atrezzo a Rocío y concretar los flecos del contrato de Michael G. Lord. El
taxi se detuvo frente a un chalet imponente y el conductor paró el taxímetro en
una generosa cifra de tres dígitos.
-¿Acepta que le pague con
tarjeta?
-Acepto que vaya usted a un
cajero y me lo dé en efectivo, señora.
-Espere un momento, ahora vengo.
Celia salió del taxi y entró en
la casa. La lluvia cesó de golpe y el taxista desactivó los parabrisas. Ella
regresó en un minuto y le pagó en efectivo. El taxista agradeció, le deseó muy
buenas noches y se perdió avenida abajo. En ese momento Celia cayó en la cuenta
del perro negro y bajó a la parada de autobús para ver si todavía estaba allí.
Y allí estaba, sentado, mojado, tranquilo, esperando.
En casa le calentó una lata de
foie de Perpignan al microondas y se la puso en un plato. El perro hincó el
hocico y se la tragó tal cual, bebió agua y se tumbó en el suelo de la cocina.
Celia se puso el pijama, se desmaquilló y se recostó en la cama con su ordenador
portátil en el regazo. Descargó las fotos de los containers y se las envió a
Rocío por mail con un escueto: necesitamos
esto, ponte las pilas. Los
bigotes de un gato asomaron por la puerta de la habitación. Celia le llamó y el
minino subió a la cama y comenzó a ronronear.
-Hola guapo, ¿dónde te habías
metido? ¿Te da miedo el perro, no?
Al parecer le daba miedo, como a
ella le daba miedo la soledad, esa maldita soledad de mansión sin habitar. Su
casa era la expresión del éxito individual: cuadros de Vila Casas, de Guinovart,
de Ponç, fotos de viajes con amigas que hace años que no ve, libros de
arquitectura, esculturas antropormórficas y amuletos africanos cuidadosamente
dispuestos en las estanterías. Su éxito
era tan individual que se había olvidado por completo de compartirlo. No tenía
sueño. Cerró el portátil, fue al baño de la suite y se tomó una pastilla para
dormir.
A la mañana siguiente llegó al
estudio puntual. Rocío sólo llegó diez minutos tarde, estaba preocupada por
conseguir los contenedores originales del ayuntamiento porque Celia no se
conformaba con copias, buscaba realidad o, al menos, aproximarse todo lo
posible a ella. Lo quería igual que en la foto, a ser posible con basura dentro
y tenía veinticuatro horas para conseguirlo así que apenas se quitó la chaqueta
se puso a hacer llamadas.
-¿Confirmado lo de Michael G.
Lord?
-Confirmado.
-¿Conseguiste que escribiera dos
artículos después del evento?
-Sí, además ha subido su caché
por eso mismo. Me pidió mil euros más.
-Ok. Pues ahora preocúpate de
conseguir un redactor para que los revise. Y otra cosa, necesito que grabes un
video de la fachada del hotel que hay frente a la tienda, ¿lo harás?
-No entiendo.
-No hay nada que entender. Hazlo
y punto. Me marcho, cualquier imprevisto, me llamas.
Celia llegó en taxi a la puerta
de la boutique. El sol centelleaba en los cristales del escaparate y en el
suelo los charcos daban cuenta del temporal del día anterior. Entró dispuesta a
darle a Julia las mejores noticias. Estuvo poco más de diez minutos dentro y
salió con un una bolsa en la mano. Cruzó la calle y entró en el hotel. El
recepcionista la recibió con cara de cheque al portador y le acompañó muy
amablemente al ascensor.
-Señora, el servicio de
habitaciones le subió anoche una botella de vodka al caballero. Le informo de
que subirá ligeramente el precio de la habitación.
-Eso corre a cargo suyo.
-¿Cómo?
-Supongo que no tardó mucho en
ir al banco esta mañana. Puede darse la misma prisa en hacerse cargo de una
botella vodka, ¿no?
Se cerraron las puertas del
ascensor y Celia desapareció con una sonrisa de muelle en los labios.
La botella estaba vacía sobre la
mesita de noche y Vladi miraba por la ventana abierta con un vaso ancho en las
manos, la cama estaba revuelta y él vestido, ni se había quitado los
calcetines. Celia sacó un traje de la bolsa y lo dejó sobre la cama.
-Esta noche te pones esto, te
pasaré a buscar a las nueve, cuando esté todo preparado. No te muevas de aquí,
por favor.
-¿Y mi perro?
-Tu perro está bien.
-¿Dónde está? Voy a buscarlo.
-¡He dicho que no te muevas de
aquí, joder!
El ramalazo de ira de Celia
sobresaltó a Vladi, soltó el vaso sin querer y se hizo añicos contra el suelo. Celia
sacó un billete de doscientos de su bolso y lo tiró al aire. Vladi lo cogió al
vuelo y Celia salió dando un portazo.
Eran poco más de las cinco y
cuarto de la tarde cuando entraron por la boutique dos containers de basura del
ayuntamiento. Celia controlaba la posición que debían ocupar en el espacio
central del evento y Julia no perdía detalle de la organización. El video de la
fachada del hotel, que Rocío grabó esa misma mañana, se proyectaba en una pared
blanca, justo detrás de los contenedores. Celia falseó la cantidad de basura y
bloqueó un poco las puertas con bolsas llenas de papel para que pareciera que
estuvieran a rebosar. En cuanto hubo terminado la disposición del decorado salió
corriendo a buscar a Robinson Crusoe. En ese mismo momento llegó Rocío con el
perro negro. Cumplía órdenes, no sabía qué hacer con el chucho porque nadie le
había explicado nada, lo metió en el despacho de Julia y cerró la puerta. Cuando
volvió a la tienda Michael G. Lord estaba esperándola con su I-Phone de última
generación en la mano, su bombín azul y su pajarita a juego. Miquel Gracia
Senyor, ese era su verdadero nombre, llevaba puesta una americana entallada
celeste y camisa blanca, mocasines azul oscuro y pantalones de pitillo cortos.
Sus tobillos asomaban por encima de sus flamantes zapatos, parecía Willy Wonka,
un anuncio viviente chisporroteando corazones de Instagram en medio de la
boutique de moda masculina más exclusiva de la ciudad.
-¡Michael, Michael! ¿Llevas
mucho tiempo ahí esperando?- Dijo Rocío abriendo exageradamente las aes,
emperifollando el lenguaje.
El perro comenzó a ladrar y a
rascar la puerta del despacho con las patas. Había olido a Vladi que entraba
por la puerta junto a Celia.
-¿Y el perro, Rocío?- Preguntó
Celia con cara de centinela.
-Espera, ahora lo traigo.
Celia llevó a Vladi a los contenedores
de basura y le explicó lo que tenía que hacer.
-¿Entones no tengo que hacer
nada?
-Nada, estar, sólo tienes que
estar. Te queda muy bien ese traje, ¿lo sabes?
El perro negro salió disparado y
se tiró sobre Vladi y le lamió y le movió el rabo y le gimoteó y hasta se le
fue el pis. Julia se indignó.
-Eso no puede estar así, alguien
tiene que limpiarlo. Rocío, ¿sabes dónde está la fregona?
-No, es mejor así, Julia. Así es
más real.- Zanjó Celia.
El jefe de catering dio el aviso
de que su cuadrilla de camareros estaba lista con las bandejas de canapés y el
jamón de pata negra. El técnico de luces cambió la iluminación, mucho más tenue
y cálida y el dj, traído de Nueva York en exclusiva, hacía las últimas pruebas
de sonido. La cuenta atrás ya estaba servida y en menos de media hora
comenzaron a entrar los invitados.
Michael lo grababa todo con su
teléfono móvil en modo selfie. Los comensales,
gente célebre del mundo de la moda y la televisión, tomaban Don Perignon y
degustaban pinchos y canapés de diseño mientras miraban de reojo como Vladi
hacía que vivía en su hábitat natural, con un traje de diez mil pavos puesto y
una botella de buen vodka en la mano que Celia le había procurado por si le
daba el mono y se ponía a dar voces y a romperlo todo.
-Hi friends, estoy en Isle of
Man, la boutique del momento, y esta noche se presenta la nueva línea de trajes
de Gross of Spain. Podéis ver el ambiente, se respira estilo, se huele clase.
El influencer se acercó a una mujer que pasaba de los cincuenta, con
las lorzas calafateadas por un vestido ajustado a la boca del estómago, lleno
de cenefas y flores exóticas y una gargantilla de oro blanco que le ayudaba a
tener cuello.
-¿Qué le parece el evento? ¿Le
gusta la nueva colección de Gross of Spain?
-Me parece súper. Súper todo. El
ambiente, los diseños y el modelo, el modelo me parece superauténtico también,
como la presentación, muy original, en serio.
Michael abrió plano y apareció
Vladi sentado en el suelo junto a su perro. Tras él, un trasiego de peatones pasaba
por la fachada del hotel proyectado en la pared. Vladi soltó la botella y se
incorporó. Estaba indispuesto. Miró a su alrededor buscando a Celia pero Celia
no aparecía. Dio la espalda a los presentes, se colocó entre los dos
contenedores y se puso a mear. Michael cerró plano en seguida y caminó por la
boutique deteniéndose en todos los detalles. La música electrónica subió de
intensidad y algunos incluso movieron las rodillas haciendo ver que bailaban. Celia
y Julia salieron juntas del baño. Celia se frotaba la nariz con la palma de la
mano y Julia tenía las pupilas como las de un gato acorralado en una noche de
luna nueva. Le estaba contando que los de Plus-Man, una marca de ropa interior
masculina, habían adelantado la presentación para el día siguiente y tenían muy
poco tiempo para prepararla.
-¿Alguna idea?
-Todo controlado, querida.
¿Tienes un Kleanex?- Contestó Celia que no paraba de frotarse la nariz.
Julia le dio un paquete de
pañuelos a Celia mientras miraba con bastante interés el torso de Vladi que se
acababa de desabrochar la camisa.
-Te gusta el ruso, ¿no?
-No está mal.
El evento acabó como acaban
todos los eventos, con servilletas y restos de comida desperdigados por el
suelo. El perro negro deambulaba comiendo las sobras de los platos y Vladi
dormía la mona sobre unos cartones agarrado a su botella de vodka en posición fetal.
El dj marchaba después de recibir su talón, tenía evento en Ginebra y su vuelo
salía en poco menos de dos horas. Entró un batallón de mujeres de la limpieza y
comenzaron su avanzadilla de escoba y recogedor. Celia y Julia seguían allí,
despiertas como dos lechuzas al caer la tarde.
-¡Oye, espabila que tenemos
trabajo!
Vladi despertó en cámara lenta.
Celia se acercó a él y le palmoteó la cara.
-Ahora quiero que te pongas esto
y salgas para que te veamos. Y quítate los calcetines, por favor- Dijo dándole
unos calzoncillos nuevos.
Vladi, con tremenda resaca,
entró en un probador, se quitó el traje, se puso los calzoncillos y salió. Eran
tipo slip, con la goma dorada y la marca, Plus-Man, bordada en hilo de oro de
veinticuatro quilates. Julia se puso las gafas y Celia se acercó para verle
mejor.
-No lo llena, Julia.
-¿Y qué hacemos?
-No sé, deja que piense.
Vladi sintió vergüenza y empezó
a enrojecerse.
-Podemos meterle algo, un poco
de algodón, yo qué sé.
-Para este calzoncillo
necesitamos un buen paquete, Julia, no este bultito.
Julia comenzó a dar vueltas
alrededor de Vladi. Celia miró su reloj y resopló.
-De culo no está mal. Le falla
lo que le falla. El tío es joven, funcionar seguro que le funciona no como a mi
marido que mucho rabo y ni con Viagra, querida.
-Tú lo que quieres es echar un
polvo y no precisamente con tu marido.
-Anda, mira quién habla, la rompebraguetas.
-Bueno, basta ya.
-Eso mismo digo, basta ya.
Tenemos un problema, Celia. ¿Qué hacemos?
-¡Yo qué sé! De momento voy a
desayunar. Y tú… ¿cómo te llamabas, Robinsón?
-Vladimir.
-Pues nada, Vladimir, ya te
puedes ir.
Vladi ni se inmutó.
-¿Qué te he dicho?
-Dinero.
-Ya tienes el traje, date por
pagado, anda.
Robinson Crusoe se puso el traje
y se marchó. Las cámaras de seguridad de Isle of Man dieron cuenta de cómo
cruzaba la calle con su perro y una sonrisa extraña dibujada en la boca.
Posiblemente pensaba en deshacerse del traje y conseguir un buen chándal. Posiblemente.
Celia pagó las noches de hotel
que se debían, recogió la ropa sucia de Vladi y la tiró en los contenedores de
basura de enfrente. El sol apretaba de lo lindo y se sentía sucia, tenía los
nervios engarrotados, necesitaba un descanso pero no tenía sueño. Entró en la
cafetería de seis euros el café. Se quitó la chaqueta y se sentó frente a la
vidriera que daba al exterior, como siempre. El camarero se acercó y ella le
saludó muy amablemente. Pidió lo acostumbrado, un té con leche y un croissant.
El camarero le sirvió y le dejó el diario sobre la mesa. Celia echó mano a sus
gafas para ojearlo. Sonó el móvil. Era Rocío.
-Dime.
-Michael me acaba de enviar los
artículos y son infumables, ¿qué hago?
-Ya te dije que llamaras a un
redactor, mira en Infojobs, hay muchos y son baratos. Otra cosa, consígueme un
tío bien dotado para lo de Plus-Man de esta noche.
-¿Y dónde consigo a un tío bien
dotado? ¿Le digo que me la enseñe?
-¿Eres tonta o te lo haces?
Contacta con una productora porno, hija, verás como no te equivocas.
-Tenemos que preparar el evento
primavera-verano de Inti-Misma-Mente-Yo, ¿lo sabes?
-Vaya, pues ya podemos empezar a
reclutar modelos. Pero esta vez hacemos casting, no quiero sorpresas de última
hora. Las quiero con buenas tetas, ni muy grandes ni muy pequeñas, piernas
largas y buen trasero, a poder ser un poquito respingón, que llene bien la
braguita, ¿ok?
-Tomo nota. Chao.
-Chao.
Dejó el teléfono sobre la mesa y
llamó la atención del camarero que vino raudo y veloz.
-Perdona, Luciano, ¿tienes una
aspirina? Me duele mucho la cabeza.
Luciano se retiró discretamente.
Celia levantó la vista del diario y se dedicó a contemplar el exterior. Un
grupo de manteros senegaleses corría calle abajo. A uno de ellos se le cayó un
bolso de imitación al suelo. Celia salió de la cafetería, cogió el bolso y
corrió tras ellos.