Aquella mañana se levantó bien temprano con la
ilusión de recoger a su hijo del colegio. Se aseó meticulosamente, quería
causar buena impresión. Desde que se quedó sin trabajo no veía la manera de
salir adelante. Es más, no encontraba ni de camarero. Llevaba en esa situación más
de seis meses. Ya no tenía paro. Ni ayuda. Nada. Salió de la ducha y entró en
la cocina. Le quedaba un poco de café del día anterior y se lo calentó al
microondas. Abrió la nevera y vio un trozo de fuet reseco bailando en un
estante junto a una lata de sardinas abierta. Estaba hasta los huevos de las
sardinas en conserva. Tenía hambre. Sabía que le esperaba un día largo y si no
desayunaba en condiciones la jornada podría convertirse en una agonía. Así que
mordisqueó un poco el fuet, apuró el café y bajó al supermercado. Tenía cinco
euros y algunos céntimos. No quería descambiar el billete. Era necesario
ajustar muy bien el presupuesto. Con las monedillas que tenía sueltas juntó
poco más de un euro y cogió un par de Donuts. Detestaba la bollería industrial, sabía perfectamente que no era lo más apropiado para su salud pero aquellos
Donuts tenían azúcar en cantidad, suficiente como para que no le rugiera el
estómago en dos horas. Estuvo dando vueltas por los pasillos del supermercado
durante un buen rato. Contempló los productos que no podía comprar y se le
antojaron manjares. El jamón era un manjar, el queso, los pimientos, hasta el
tomate frito era un manjar. Comenzó a salivar. Tenía cinco euros en el
bolsillo, cinco cochinos euros, la cantidad justa para el billete de vuelta en
tren. Pensó en colarse a la ida, como de costumbre y así conservar su pequeña
fortuna para cualquier imprevisto en la ciudad o comprarle algún detallito a su
hijo, ya sea en forma de Kinder Sorpresa o de Chupa-Chups, lo que sea con tal
de verle feliz un rato. Su ex mujer le había dejado las llaves de su casa y
luego verían dibujos animados en el salón, lo que implicaba poco gasto. Se
detuvo en la estantería de las comidas preparadas y vio una ración de ensalada
de pasta. La cogió pensando en que le solucionaría la comida de mediodía. Miró
a los lados, se la metió por debajo del pantalón y se ajustó la parca para
evitar el bulto. Fue a la caja, pagó los Donuts y se marchó. Se los comió de
camino a la estación. Una vez allí esperó más de media hora. El tren se
retrasaba, como casi siempre. Pidió un cigarrillo y fumó mirando al cielo.
Estaba a punto de llover. Apuró el cigarro y vino el tren. A mitad de trayecto
le entró hambre, abrió la ensalada de pasta y se dispuso a comer pero no tenía
cubiertos. Miró alrededor con cara de necesitado. Todo el mundo miraba su
móvil, todo el mundo hacía que hacía algo pero no estaba allí, estaba en otro
sitio, con otras personas, en algún lugar de la nada, del vacío. Sacó un
pañuelo de papel del bolsillo y se puso a comer con las manos. Durante la
parada del tren en una estación pudo ver por la ventanilla a un par de
revisores flanqueados de cinco vigilantes de seguridad, a cada cual más alto, a
cada cual más fuerte “Mierda, si me bajo aquí tendré que coger el siguiente y
no llegaré a tiempo a la escuela”, pensó. “Joder, pero qué hijos de puta”. Se
levantó con la ensalada a medias y fue cambiándose de vagón hasta llegar al
último. No se sentó. Se la terminó allí, de pie, con el aceite chorreándole por
las manos. Quedaban cuatro estaciones. Con un poco de suerte llegaría a su
destino sin que los revisores visitaran su vagón. Pero no fue así y le pidieron
el billete justo cuando estaba llegando. Le contó su historia a aquel hombre
uniformado escoltado por aquellos armarios vestidos de paramilitares. Le dijo
que estaba separado, que iba a ver a su hijo, que no cobraba ni el paro... Miró
a su alrededor pero nadie dijo nada, todos miraban las pantallas de sus
aparatos, estaban en algún otro lugar, en la nada, en el vacío. El revisor
asentía a todo con la cabeza como el que empatiza por aburrimiento, como el que
tiene que oír la monserga de siempre... “Me sabe mal. Es mi trabajo, le dijo,
no puedo hacer nada, si quiere haga una reclamación”. “Una reclamación... Me cago en tu puta madre,
hijo de la grandísima puta... una reclamación...”, dijo entre dientes. “¿Qué ha
dicho?”, preguntó uno de los vigilantes con cara de poli aficionando. “Nada. No
he dicho nada”, contestó. Le dio su DNI y el revisor tomó nota. “Son 100 euros.
Si me la abona ahora, la mitad.” Le extendió la multa y se marchó.
Cuando llegó
al colegio, su hijo le estaba esperando en la puerta. Estaba feliz porque la
profesora le había dicho que su redacción de lengua castellana estaba muy bien.
Le encantaba escribir cuentos. Éste iba sobre la Navidad y su misterio, aquello
que nos hace ser mejor personas. Se lo explicaba a su padre de camino a casa.
“¿Quieres un Huevo Kinder?”, le preguntó con una media sonrisa dibujada en la
cara. “Guay, papá”, contestó el mocoso. En casa vieron los dibujos animados.
Afuera rompió a llover, un rayo crepitó cerca de la ventana. Mientras él se
preguntaba de dónde coño iba a sacar el dinero de la multa, el niño montaba la
sorpresa que el huevo escondía en su interior.
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