Terminó la jornada con sabañones
en las orejas, el frío del olivar en enero no era algo que estuviera hecho para
él. No le gustaba España, prefería vivir en su pueblo, una aldea cerca de
Tetuán, en el corazón del Rif, pero allí no había más que miseria. Moha tenía
veinticuatro años y llevaba tres merodeando por el Camp de Tarragona en busca
de oportunidades. No tenía estudios y apenas sabía hablar español. Vivía en
casa de su paisano Yussuf, al que no le iban mal las cosas, tenía una parada de
fruta en el mercadillo de Calafell y con eso iba tirando hasta al punto de
poderse comprar un coche y reventarlo de cachivaches todos los agostos en sus
visitas vacacionales a Marruecos. Allí también hacía negocio y revendía sus
viejos electrodomésticos entre sus paisanos. Algunos los regalaba a cambio de
algún favor y así pasaba los veranos él y su familia. De vez en cuando mataba
algún cordero e invitaba a media aldea en una especie de ceremonia solidaria
que en realidad no era más que una muestra de ostentación. Todas las jovencitas
del pueblo querían irse con Ayman, su hijo mayor y más o menos de la misma edad
que Moha, para así salir de aquel secarral de cabras famélicas y vivir en
España, donde todo era posible menos el fracaso. Moha anhelaba su estatus y
sentía cierta envidia cada vez que veía a Ayman en el coche de su padre, con
sus Rayban modelo Stallone y su paquete de Marlboro en el salpicadero, siempre
reluciente, como acabado de estrenar.
Fátima, la mujer de Yussuf, le
untó una pomada en las orejas para paliar el escozor. La cena estaba ya en la
mesa. Yussuf esperaba paciente a que su mujer acabara con Moha y se sentara a
comer; miraba con expresión neutra la televisión mientras picoteaba arbequinas
para quitarse el gusanillo de la tripa. Ayman, por su parte, estaba más
pendiente de su teléfono móvil que de lo que acontecía alrededor. La televisión
retransmitía un soporífero partido entre el Deportivo de la Coruña y la Unión
Deportiva Las Palmas y Aasiyah, la pequeña de la familia, jugaba a
cambiarle hiyabs a su destartalada muñeca Barbie. Cortaba trozos de viejos
manteles con unas tijeras de costura e improvisaba pañuelos de diferentes
tamaños y colores para cubrirle la cabeza a la muñeca.
La cena
apenas duró treinta minutos. Fátima recogió la mesa y se puso a fregar los
platos junto a Aasiyah. Una enjabonaba y la otra escurría mecánicamente, sin
hablar, como si ese fuera el único quehacer para el que estuvieran destinadas
por el resto de sus días. Ni tan siquiera daban valor a las palabras de los
hombres que holgazaneaban en el comedor, ni las escuchaban, estaban programadas
para pasar desapercibidas y cumplían a rajatabla su papel.
Sobre la
mesa, la cachimba borboteaba y el humo hacía filigranas en el aire al compás de
una música extraña que sólo el mismo humo podía escuchar. Ayman solicitó
permiso a su padre para ir a su habitación y éste se lo concedió con un gesto solemne
de cabeza, muy califal, majestuoso. Las mujeres no tardaron mucho en irse a a
dormir y allí se quedaron Yussuf y Moha compartiendo un té con menta bien
caliente, con la televisión en mute coloreando sus rostros del verde del campo
de fútbol de Riazor. Yussuf estaba contento porque había conocido a un fezí que
se dedicaba a reciclar ordenadores que todavía daban servicio y tenía pensado
venderlos en Tetuán. Necesitaba una furgoneta más grande, con la Kangoo del
trabajo no le alcanzaba, pero no le preocupaba demasiado porque tenía otro
amigo de Nador que trabajaba en un desguace en El Vendrell y siempre se enteraba
de alguna ganga.
-Estoy
preocupado, Yussuf.- Cortó Moha de facto, tratando de reconducir la
conversación.
-¿Cómo?
¿Preocupado? No entiendo.
-Estoy harto
de andar de aquí para allá, trabajando dos días y tres días parado sin hacer
nada. Me siento como una mierda cada vez que voy a pedirle trabajo al payés.
-Es lo
que hay, ponte a estudiar como Ayman.
-¿Estudiar?
¿Y quién te paga la habitación? ¿Acaso me vas a perdonar el alquiler? Ayman
dice que estudia pero lo único que hace es andar detrás de las cristianitas
rubias, le tienen comido el cerebro.
-Él aquí
puede morder las manzanas que quiera, Moha, otra cosa es que yo le deje casarse
con una infiel, mucho tendría que cambiar el cuento.
-¿Sabes
lo que hace cuando le dejas el coche?
-No me
importa, Mohamed, me da igual.
Yussuf
le dio una calada a la cachimba y soltó el humo lentamente. Moha escanció el té
en las tazas y esperó a que Yussuf hablara sabiendo que no le habían sentado
muy bien sus últimas palabras.
-Sé que
quisieras tener un coche, un trabajo, una casa… Lo sé perfectamente, Moha, pero
debes tener paciencia. ¿Por qué no empiezas por sacarte el carné?
-Sólo
tengo el permiso de residencia, Yussuf, así no se puede prosperar. Además, dispongo
de poco dinero y con eso tengo que aguantar hasta no se sabe cuándo.
-¿Dinero?
¿Cuánto tienes, si se puede saber?
-Me
quedan ochocientos euros que es lo que he podido ahorrar con lo que gané en la
vendimia y ahora con la aceituna.
-No es
mucho pero tampoco es poco.
Yussuf
se mesó la barba pensativo. Moha se fijó en la Barbie de Aasiyah que dormitaba
sobre la mesa, la cogió por un brazo y le ajustó el hiyab con esmero. Cuando
Yussuf se dispuso a retomar la conversación, dejó la muñeca donde estaba y le
miró expectante, consciente de que el gesto de Yussuf de acariciarse la barba
podría suponerle algún beneficio directo. Confiaba en él porque le envidaba y
no hay mayor admiración que la envidia, pero también porque no tenía a nadie
más en quien confiar en aquel país extraño, tan lejano de su pueblo rifeño y
tan cercano a la vez.
-¿Te
acuerdas de Abdul?
-¿Abdul?
-Sí
hombre, Abdul, el hijo de Ahmed, el pollero del pueblo.
-Ahora
no caigo.
-Abdul,
el mayor de catorce hermanos, si tiene tu edad.
-¿Abdul
el Tuerto?
-El
mismo.
-¡Cómo
no me voy a acordar si mi madre le compraba los huevos!
-¿Sabías
que se ha montado una pollería en el pueblo?
-Pues
no, hace mucho que no voy al pueblo, desde que murió mi madre, Alá la tenga en
su gloria, y no será porque no tengo ganas de ir.
-Está
cobrando una paga, no sé exactamente de cuánto, me parece que son quinientos
euros lo que recibe cada mes.
-¿Paga?
-Sí, la
paga de reinserción familiar.
-¿En
Marruecos?
-No,
idiota, de aquí de España. Se lo ha montado bien, el Tuerto.
De los
ojos de Moha saltaron chiribitas, apuró su taza y se sirvió más té.
-¿Dónde
hay que ir para que te den la paga esa?- Farfulló.
-Primero
tienes que casarte, demostrar que estás viviendo aquí y que te quieres traer a
tu mujer, si no, ¿qué mierda de reinserción familiar estás haciendo? Algo
tienes que reinsertar, ¿digo yo?
-Pero yo
no estoy casado.
-Eso ya
lo sé.
-¿Y qué
puedo hacer?
-Es
sencillo, cásate.
-¿Cómo?
Me queda un mes justo de permiso de residencia.
-Entonces
tienes un mes para casarte. Ve al pueblo y habla con Isa Ibn Hamman, el imán, ¿le
conoces?
Moha
negó con la cabeza y Yussuf le dijo que una vez allí le dijera que iba de su
parte, que él se encargaría de todo. Se levantó del sillón, apagó la televisión
y se fue a la cama. Moha se quedó un rato en el salón apurando la cachimba. Por
primera vez, desde que llegó a España, estaba esperanzado.
Se
levantó bien temprano para ir a comprar el billete de autobús que le llevaría a
Algeciras y de ahí pasar en ferry a Marruecos. No quería gastar mucho y el bus
se le presentó como el recurso más barato de todos. Le llevó Ayman en el coche
de su padre. Por el camino le contó que tenía los exámenes de fin de trimestre
a la vuelta de la esquina y que no había estudiado nada pero a Moha todo eso le
importaba una mierda, él sólo pensaba en su paga y ya se había transportado al
pueblo mucho antes de tener el billete de autobús en el bolsillo. Yussuf había
prometido a su hijo un regalo si aprobaba, eso a Ayman le perturbaba y le ponía
en la tesitura de tener que copiarse de alguien.
-Tú
padre no es rico, Ayman.
-Lo sé.
-Pues no
te esperes un regalo muy caro, lo único que quiere es que estudies, que
prosperes y copiar en los exámenes no es una buena idea.
-Últimamente
está preocupado porque no le salen muy bien los negocios.
-Tu
padre siempre está preocupado. Estudia y así tendrá una preocupación menos.
-Tengo
que decirte algo pero no sé cómo te lo vas a tomar.
Ayman arrancó
el coche y salió del aparcamiento de la estación. Se detuvo en un semáforo y
miró de reojo a Moha.
-Suéltalo
ya, Ayman.
-Mi
padre va alquilar tu habitación por el tiempo que estés fuera, no sé si ya lo
sabías.
-Me
acabo de enterar.
-Pues ya
lo sabes. Llega en unos días, también es marroquí. Bueno, él no, sus padres. Se
llama Aziz y viene a trabajar en la aceituna.
-¿Cuánto
le cobra?
-No lo
sé, pero supongo que más que a ti.
Moha se
quedó pensativo. El semáforo cambió de color y reanudaron la marcha. Durante
todo el trayecto no intercambiaron palabra.
Moha
preparó el equipaje en menos de media hora. Yussuf no se despidió, recibió una
llamada de su amigo de Nador y se marchó al desguace de El Vendrell a mirar
furgonetas de cuarta mano. Moha se despidió de Fátima y de la niña primero y
después entró en la habitación de Ayman, que jugaba como abducido a un
videojuego de zombis.
-Me voy.
-¿Ya?
-Tu
padre se ha ido en coche y no me puedes llevar, tengo que coger el tren o
llegaré tarde.
-Espera,
un momento.
Ayman
pausó el videojuego, abrió un cajón, sacó su camiseta del Barça y la dejó caer
sobre la cama.
-¿Y
esto?- Preguntó Moha.
-Quiero
que te la lleves, es la de Munir cuando jugaba en el Barça. Te traerá suerte.
Moha
cogió la camiseta y se dio dos golpes con ella a la altura del corazón. Se
despidió con un fuerte apretón de manos y un sencillo y seco nos vemos pronto y desapareció. Ayman se
tumbó en la cama y siguió con la partida.
Llegó a
Algeciras a las nueve de la mañana. No durmió mucho en el autobús y le dolía un
poco la cabeza. Pasó por el arco de seguridad a las diez en punto y el ferry
zarpó sin demasiada demora. Moha salió a cubierta, una fría brisa le erizó el
cuerpo y el peñón de Gibraltar se hizo pequeño e insignificante en cuestión de
minutos. Delante, en el horizonte, le esperaba la polvareda marroquí, su lugar
en el mundo, su cordón umbilical. Se subió el cuello de la chaqueta y se sentó
en el suelo. Las aguas del estrecho oscilaban como un flan. Echó mano a su
teléfono para hacer algunas fotografías pero no tenía batería así que se dedicó
a cavilar sobre aquel mar y aquel cielo tan suyo y tan de nadie a la vez. Pensó
en su hermano, hacía mucho que no le veía y se preguntó que sería de él. Por un
momento fantaseó con que vivía en París, cerca de la Torre Eiffel, y trabajaba
como representante de algún futbolista del París Saint Germain. Seguro que le
iría bien la vida porque era un tipo listo y fue el primero en marcharse del
pueblo. Además lo hizo bien, pasó a Argelia y de ahí a Francia ofreciendo sus
servicios a la Legión, no como él que suplicó e imploró mil veces a Yussuf que
le aceptara para vivir en aquel pueblo costero de Tarragona, entre restaurantes
vacíos y urbanizaciones abandonadas. España es una equivocación, pensó, un
error de cálculo. Conseguiría esa paga y se volvería al pueblo para triunfar
como el Tuerto, de eso no tenía la menor duda. Allí no tenía casa porque su
madre la dejó en testamento a su hermano mayor y éste no vino ni a su entierro.
Cuando cayó en la cuenta, se levantó de golpe y ya tenía el puerto de Tánger a
la vista, nítido, transparente como un cristal. Si al menos supiera algo de él
le podría pedir las llaves de la casa familiar y así ahorrarse las noches de
hotel, pero ahora dudaba de su honestidad y, de repente, dudó de su apartamento
en los Campos Elíseos con vistas a la Torre Eiffel y hasta de que estuviera
vivo.
En
Tánger no estuvo ni una hora, cogió un taxi, el clásico Mercedes blanco de los
ochenta, que le llevó a Tetuán. A él no le suponía demasiado dinero aquella
carrera pero al taxista le había solucionado la semana. Bajó del taxi y dio una
vuelta por la ciudad, iba ligero de equipaje y tenía ganas de caminar un poco.
Paseó por el barrio español y le sorprendió lo cuidado que estaba, preguntó el
precio de la noche en algunos hoteles de la zona y, aunque estaban a su
alcance, no podía gastar mucho dinero porque no sabía exactamente cuántos días
se iba a quedar allí, así que se alejó un poco del centro rebajando sus
expectativas. El paisaje cambió en lo que va de tres o cuatro calles, todo se
estrechó y el trazado se tornó laberíntico y algo sombrío. Estaba oscureciendo
y todavía no había encontrado el lugar donde pasar la noche. Entró en varios
hostales pero todos estaban llenos. La noche se le cerró definitivamente y
tardó algo más de media hora hasta que dio con el Nazarí, un pequeño y
discretísimo hostal cuidadosamente decorado y muy limpio regentado por Miguel,
un gaditano rechoncho y cincuentón de modales refinados y ojos de león triste.
Le dijo que estaba de suerte porque le quedaba una habitación libre y justo la
más bonita, la que tenía el ventanal que daba a la calle. El precio era
razonable, el sitio estaba limpio, olía bien y era tan discreto que daba la
sensación de que si te morías allí mismo, nadie lo iba a notar.
-¿Cómo
nos has encontrado?- Preguntó Miguel con voz melosa.
-No sé,
caminando.
-Es raro
porque sólo hay una calle que lleva hasta aquí.
Miguel
le dio las llaves y Moha subió las escaleras hasta el piso de arriba. En la
habitación deshizo el equipaje y abrió el ventanal para que se aireara un poco.
La estancia era agradable, con pocos muebles pero meticulosamente ubicados.
Moha puso su teléfono a cargar, se sentó en la cama y se puso a mirar por la
ventana. No tenía sueño y dejó pasar el tiempo observando lo que acontecía en
la calle. En menos de media hora, habían entrado y salido por la puerta del
Nazarí al menos doce hombres, algunos iban juntos, otros solos y eso le
extrañó. Cerró el ventanal y trató de dormir, pero al cabo de unos minutos,
cuando ya estaba a punto de conciliar el sueño, se escucharon unos golpes en la
pared acompañados de unos gemidos furibundos, eran gritos masculinos, gritos
muy machos y golpes salvajes, golpes de puños, golpes de cama quebrándose. Moha
se tapó la cabeza con la almohada para mitigar el ruido y acabó durmiéndose por
cansancio crónico.
Al día
siguiente no quiso comentar nada ni de ruidos ni de sospechas, había asumido
que aquello era un picadero de maricas pero estaba limpio y era muy barato, así
que ya le iba bien. Le preguntó a Miguel por el autobús de Zaitoune porque se
acordó de que un día Yussuf le dijo que al fin habían puesto una línea que
conectaba el pueblo con Tetuán. Miguel le indicó muy amablemente el camino con
la ayuda de un mapa turístico de la ciudad y le avisó de que pasaba cada dos
horas. Moha le agradeció sucintamente la información.
-¿Se
quedará esta noche el caballero?-Preguntó Miguel suavemente.
-Sí, de
momento hasta que yo le avise, gracias.
Moha
salió por la puerta y Miguel tomó nota de su trasero.
Llegó a
Zaitoune a mediodía. El pueblo no había cambiado en nada, seguía igual de seco,
con sus olivos allí donde siempre estuvieron, impertérritos, centenarios, y sus
cabras famélicas pastando rastrojos le parecieron las mismas que vio cuando se
fue, no se habían muerto, eran iguales, todo era igual. Salvo él. Ya no era el
chaval aquel que jugaba a fútbol con una pelota de trapo en el descampado del
zoco, ya nadie le conocía y tuvo la sensación de ser un forastero, un extraño
en el lugar que le vio nacer. Lo único que quedaba de la casa familiar era la
fachada y un montón de gatos hacían vida entre las ruinas. Con esa sensación de
desarraigo se descalzó y entró en la mezquita. Esperó a que Ibn Hamman
terminara su sermón, se arrodilló y dio cuatro o cinco cabezadas moviendo la
boca con cara de arrepentimiento como todos los demás y cuando acabó la
ceremonia le esperó en la puerta.
Ibn
Hamman era un hombre de ojos de reptil y cara de pasa de corinto. Encorvado y
de voz aflautada, muy esquivo en sus respuestas y poco dado a la heterodoxia,
dibujaba con sus manos huesudas todo lo que iba a decir, anticipando con el
gesto la palabra. Dominaba tanto el árabe como el español, éste último con muy
buena pronunciación pues estuvo un tiempo trabajando en Córdoba como imán de
una mezquita suní en el barrio de Ciudad Jardín. Caminaron un rato por los
olivares. A Ibn Hamman le preocupaba especialmente la falta de fe de la
juventud y seguía con expectación las noticias que le venían de sus hermanos
sunís de Siria e Irak, malas todas, de muerte y sangre todas, pero de fe,
sacrificio y valentía en su corta mente. Moha dejó que se explayara en su
discurso y aprovechó una pausa larga para abordar el tema de la paga.
-Necesito
casarme.
-¿Cómo?-
Dijo el imán levantando la barbilla.
-Vengo
de parte de Yussuf.
-¿Yussuf?
-Sí.
Ibn
Hamman calló, miró al cielo y recitó una pequeña oración.
-Tú
necesitas los papeles y eso vale dinero.- Dijo de carrerilla, justo después de
su monserga al aire.
-¿Dinero?
-Sí, los
papeles vienen de Rabat, son oficiales.
-¿Cuánto
dinero?
-7000
dírhams. Unos 600 euros al cambio.
Moha
contó mentalmente el dinero que tenía, si le pagaba al imán los seiscientos se
quedaba con lo justo para el ferry de vuelta, la comida y la habitación del
hostal. No tenía más remedio que aceptar porque no veía a Ibn Hamman con muchas
ganas de regatear.
-Yo me
la juego, hermano, no puedo casar así como así.
-Vale,
de acuerdo. ¿Cuándo me casas entonces?
Ibn
Hamman gesticuló paciencia con sus manos y Moha se puso nervioso.
-Me
queda un mes de permiso de residencia en España, no puedo esperar mucho.
-Esto va
muy lento, joven. Primero tengo que llamar a Arub que vive en Nador. Es la
muchacha que tengo reservada para estas bodas. Ésta lleva ya siete en lo que va
de año y consigue un buen pellizquito de cada una si no, no vendría. Aquí se pasa
necesidad, esto no es España, Mohamed. El caso es que la tenemos que maquillar
un poco para que no se parezca a la última que casé.
-Yussuff
me dijo que Abdul, el hijo de Ahmed, el de la pollería, se casó de esta forma y
ahora cobra la paga.
-Claro,
le casé yo con la misma, por eso te digo que hay que maquillarla muy bien para
que no se parezca, no vaya a ser que tengas problemas cuando vayas a la oficina
de empleo.
-A ver
si he entendido bien, Arub viene al pueblo, hacemos como que nos casamos, usted
me firma el documento y ya me puedo ir a España.
-Más o
menos.
-¿Y qué
más da que venga Arub? Es un papel, lo firma y ya está.
-No
blasfemes, Mohamed, es un papel sagrado, no es un papel cualquiera, que Alá me
perdone.
-Siento
haberle ofendido, imán.- Afirmó Moha avergonzándose.
-Necesitas
a la chica porque piden fotografía, nada más. Tengo tu teléfono, vuelve a
Tetuán, te llamaré cuando llegue Arub.
Ibn
Hamman aligeró el paso hasta perderse en el olivar. Moha encaró sus pasos hacia
el pueblo. Antes de coger el autobús de regreso al hostal, se paró en la
pollería de Abdul. El Tuerto no le reconoció y Moha tuvo que tirar de
familiares cercanos y apodos ancestrales para refrescarle la memoria. Cuando al
fin cayó en la cuenta de quién era le invitó a pasar a la trastienda. Allí sacó
su pipa de hachís y la compartió con Moha. Moha le dio un par de caladas por
cumplir y fue al grano.
-¿Cómo
cobras la paga si no te mueves de aquí, amigo?
-¿Qué
paga?- Dijo Abdul con cara de imbécil.
-La paga
de reinserción familiar, no te hagas el loco.
-La
renuevo por Internet cada mes. Es fácil, voy a Tetuán o a Chaouen, entro en un
locutorio, me conecto y ya.
A Moha
se le quedó cara de pánfilo. Menuda bicoca, pensó. Abdul descolgó un pollo y
comenzó a desplumarlo. Tenía la cara cortada de oreja a barbilla además del ojo
tuerto. Eso puso en la pista a Moha de que el Tuerto era un chivato pues eso es
lo que hacían en el Rif cuando alguien se iba de la lengua.
-Bueno,
me tengo que ir, Abdul. Mucha suerte, hermano.
-Espera
un momento, ¿tú también te quieres casar?
-Sí.
-Pues
ten cuidado con Arub, que es muy zorra.
-¿Por?-Preguntó
curioso Moha.
-Yo te
aviso, quien avisa…
-Pues
gracias.
-Una
última cosa.
-Dime.
-Tengo
tres kilos de hachís en bellotas, si te animas vamos al 50%.
-Gracias,
Abdul, pero no.
-Por
cierto, ¿dónde estás instalado?
-En
Tetuán, en un hostal.
-¿Qué
hostal?
-Hostal
Nazarí, ¿lo conoces?
Abdul
sonrió y se entendió todo mientras espantaba las moscas que acudían a los
pollos colgados del techo de la trastienda. Moha salió de la pollería y tuvo
que correr un poco para alcanzar el autobús. Una vez entró, tomó aliento y
trató de no pensar demasiado, se centró en el paisaje rocoso que se veía a
través de la ventanilla y al poco rato se quedó dormido con la cabeza apoyada
en el cristal.
Al cabo
de tres semanas recibió la llamada del imán. Moha apenas se había movido de la
habitación para gastar lo menos posible. Ibn Hamman le anunció que Arub ya
estaba en Zaitoune y que esperaba el dinero en metálico antes de firmar los
documentos. Ya era tarde para coger el autobús y tuvo que esperar al día
siguiente a primera hora de la mañana para materializar la operación.
Llegó al
pueblo en el primer autobús del día y pilló al imán en pijama, ni tan siquiera
había desayunado. Éste le invitó a café y puso unos dulces sobre la mesa del
cuarto de estar. La novia llegó pasadas las doce junto a un tipo de aspecto
lamentable, en chándal, sin dientes, calvo de cocorota, coleta grasienta y
zarcillo en la oreja. Se llamaba Alfredo y era melillense. Llevaba una cámara
de fotos réflex colgada al cuello y se le escapaban todas las eses al hablar.
Entenderle era un tormento. Ibn Hamman sacó los documentos y los puso sobre la
mesa. Arub, que era fea como un dolor, pecosa, contrahecha y sin caderas, firmó
el contrato matrimonial posando junto a Moha para la foto. Se había pasado con
los polvos y tenía la tez tan blanca que parecía un mimo enfadado. Se le
marcaban todas las arrugas de expresión, no tenía brillo en la mirada y su
rostro estaba tan demacrado que parecía un espectro sacado de una película de
Darío Argento. El vestido le estaba enorme y tuvo que ponerse dos pares de
calcetines en cada teta para aumentar la talla. Alfredo disparaba con su cámara
a discreción, pedía sonrisas pero a Moha no le hacía ni puñetera gracia, lo
único que quería era que aquello acabara lo antes posible, jamás hubiera
imaginado que se casaría, ni por conveniencia, con una mujer tan desagradable y
además mayor, porque ella no bajaba de los cuarenta y él no era más que un
pimpollo de veinticuatro años. Una vez terminado el protocolo de las firmas,
Moha tuvo que volver a posar con Arub. Alfredo improvisó un set con un par de
focos y una lamparita y le pidió a Moha que se arrodillara frente a ella, que
le besara la mano y después se dieran el beso final. Moha acató las órdenes de
mala gana mientras el imán tiraba pétalos de rosa al aire.
-Sonríe,
coño, que os estáis casando. Hamman, dile algo al tontaco éste, que a mí no me
hace ni puto caso.
-Haz el
favor de estar feliz, Mohamed, que luego estas cosas se ven, las fotos no
engañan.- Dijo Ibn Hamman con tono paternal.
Moha
sonrió como sonríen los payasos tristes. Alfredo tomó la instantánea del beso y
se dio la ceremonia por concluida. Arub y el melillense exigieron al imán su
parte pero éste les dijo que hasta que no estuvieran listas las fotos, en papel
y recortadas para añadirlas al documento matrimonial, no les daría ni un
dírham. Recogieron sus cosas y se marcharon prometiendo volver al día siguiente
con las fotos impresas en color. Moha sacó su cartera y le pagó lo prometido al
imán. Ibn Hamman contó los billetes tres veces y los metió en un sobre.
-Pensarás
que es mucho el dinero que me has pagado pero no es así, Mohamed. Ahora tengo que
pagarle su parte a Arub y al fotógrafo.
-Usted
verá, yo ya le pagué.
Ibn
Hamman se arrodilló de cara a la Meca y rezó en silencio.
-Mañana
vengo a por el papel.
Ibn
Hamman interrumpió la oración.
-No hace
falta que vengas, te lo envío por correo urgente. Dime dónde estás hospedado.
Moha
sacó de su cartera una tarjeta del hostal Nazarí y se la dio. El imán se la
guardó en el bolsillo de su chilaba y continuó con la oración. Moha se marchó
dejando allí a Ibn Hamman, arrodillado, implorando quién sabe qué a su dios.
El día
siguiente se levantó nublado y espeso, la lluvia se enquistaba en el cielo pero
no se materializaba, la sensación era de agobio y humedad. Arub y Alfredo se
presentaron en la casa del imán a primera hora con las fotos en papel tal y
como Hamman les pidió. Éste las miró por encima y las metió en el sobre del
documento matrimonial.
-Me sabe
muy mal pero no os puedo pagar.
-¿Cómo?-
Dijo Arub con los ojos encendidos.
-El
chico se marchó y no me pagó.
Alfredo
se puso muy nervioso y cogió al imán por la pechera.
-¡Suéltale!-
Ordenó Arub.
Alfredo
le soltó con brusquedad.
-¿Cómo
sé que no me está mintiendo, imán?
-Por
Dios misericordioso. Soy un hombre de fe, Arub.
-¿Dónde
está?- Bramó Alfredo.
-Ni por
todo el oro te lo diría.
Alfredo
sacó una navaja y la puso encima de la mesa con aire de bandolero andaluz.
-Guarda
eso, imbécil.-Dijo Arub áspera.
-Preguntadle
a Abdul, puede que él sepa algo.
-Y si no
lo sabe le rajo el otro lado de la cara. Vamos Arub, si no quieres que le parta
la boca el chilabitas éste.
Ajeno a
todo, Moha no salió de su habitación en ningún momento. Cuando al fin recibió
la carta eran las seis de la tarde y respiró aliviado, aún le quedaban dos días
de permiso de residencia y tenía el tiempo justo para tramitar la paga. Decidió
asearse y dar una vuelta por la ciudad. Contempló los edificios de aire
colonial del barrio español y se prometió volver con dinero para poder
disfrutar de aquellos restaurantes, de aquel ambiente distraído y bohemio donde
la pobreza no era más que una noticia anecdótica en el diario. Apenas se hizo
de noche volvió al hostal y pudo dormir a pierna suelta.
A las cinco
de la mañana ya estaba en pie y seguía nublado. Metió la ropa en su mochila y
se puso la camiseta del Barça. Bajó al vestíbulo, pagó lo que debía y se
despidió de Miguel con una amplia sonrisa. Caminó un poco hasta llegar a la
parada de taxis del centro, no había ninguno disponible y se sentó en un banco.
En ese momento llamó a Ayman para decirle que ya estaba en camino, que todo
había ido bien y que estaba muy contento de volver a casa, pero el teléfono de
su amigo estaba fuera de cobertura. Quizás era demasiado temprano para llamar,
pensó. Sí, era demasiado temprano porque Ayman dormía después de haber pasado
la noche entera de fiesta, celebrando que había aprobado los exámenes. Un taxi
apareció por la parada, estaba libre. Moha saltó del banco y fue hacia él
rápidamente. En ese momento recibió un golpe por detrás que le dejó aturdido.
El taxista salió chirriando ruedas, no había nadie en la parada, era muy
temprano, demasiado temprano y los golpes se sucedieron uno tras otro en su
pecho, en su abdomen y en su cabeza. Moha se protegió el rostro con las manos y
no pudo ver quién le pegaba, perdió el conocimiento y cuando despertó se vio en
un charco de sangre, le habían robado la cartera, las zapatillas, el equipaje y
hasta la camiseta del Barça. De repente, rompió a llover como si no hubiera un
mañana. Volvió al hostal descalzo, cabizbajo, chorreando. Miguel le acogió sin
preguntar nada, le preparó una cama y le curó las heridas con mucha delicadeza.
-Tengo
que hacer una llamada.
-No,
ahora tienes que descansar.- Contestó Miguel mientras acariciaba con las yemas
de los dedos el maltrecho torso de Moha y le miraba con esos insoportables ojos
de león triste.
Al cabo
de unos días, Moha se había recuperado de la paliza. Llamó varias veces a Ayman
para pedirle dinero prestado, le avergonzaba pedírselo a Yussuf directamente,
pero nunca se lo cogió. Parecía como si se lo hubiera tragado la tierra. En
realidad se había cambiado de teléfono y por eso siempre estaba desconectado. Yussuf
le obsequió con cien euros por haber aprobado el trimestre y, junto con lo que
tenía ahorrado, se compró un IPhone de segunda mano. Su padre estaba
especialmente contento porque sus negocios empezaban a ir bien, pudo comprarse
una furgoneta más grande y con lo que daba el chaval nuevo por el alquiler de
la habitación tenía cubiertos los gastos domésticos. Quería celebrar por todo
lo alto que su hija Aasiyah ya era toda una mujer y tenía preparado su hiyab
envuelto en una caja de cristal, entre golosinas y Barbies nuevas para jugar
mientras pudiera. Fátima había hecho hojaldres de cabello de ángel para la
ocasión y había decorado con flores su habitación.
Moha
entendió que ya no tenía ninguna posibilidad de cobrar la paga, no podía volver
y se vio obligado a pagar la hospitalidad de Miguel con favores cariñosos si no
quería dormir en las calles de Tetuán. Yussuf recibió una carta manuscrita del
imán a los pocos días de que Moha recibiera la paliza. En ella agradecía de
todo corazón sus recomendaciones desde España y, como muestra de máxima
gratitud, añadía cien euros más a la comisión que tenían acordada. Cerraba la
carta ofreciendo el sacrificio de un cordero en su honor y en el de toda su
familia. Que Alá misericordioso os proteja.
Atentamente, Isa Ibn Hamman.
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