sábado, 23 de diciembre de 2017

L'ESTACA


Todas las mañanas se sentaba en la terraza y contemplaba como ondeaban sus banderas. Las tenía todas alineadas, respetando un orden: primero una estelada, después una del Barça y así sucesivamente. Tenía la barandilla más colorida de todo el vecindario, el señor Puig. Vivía en un ático en la Bonanova y se jactaba de ser un catalán de raza, de pura cepa. No podía entender, de ninguna de las maneras, la razón por la que su hijo hablaba en castellano. Pensaba que aquello era una aberración, el producto de una invasión extrajera, la consecuencia de años y años de colonización española. Lo achacaba a sus malas compañías y a que tuvo una infancia enfermiza y su madre lo protegió demasiado. Sea como fuere, no le siguió ni en el equipo de fútbol. Él, que desde que era un mocoso había mamado el ambiente del Camp Nou, socio desde los nueve años e incondicional absoluto, tenía un hijo periquito. Y no le cabía en la cabeza. Podía ser del Madrid, del Bilbao, hasta del Betis... Pero del Espanyol nunca. La única persona que hacía que se relacionaran era su mujer. Cuando no estaba ella eran como dos extraños en aquel enorme ático. Podían estar semanas sin decirse ni una sola palabra. La señora Puig, diez años más joven que su marido, era una mujer apática y algo frígida que perdió vitalidad a medida que su hijo creció. De origen manchego, era fea como un dolor, muy fea, huesuda, aguileña y miope, tanto que sus gafas de culo de vaso no servían más que de decoración. A ella le daba igual todo el asunto de la consulta soberanista. Era independentista, sí; tenía unos deseos fervientes de que su hijo se independizara. Esa era la única independencia que reclamaba al cielo. Pero Dios no la escuchaba, prefería meterse en otros asuntos más importantes como la final de la Champions o cosas así. Una tarde, después de un partido de Copa, a su regreso del Camp Nou, el señor Puig se encontró indispuesto. Sintió un dolor en su brazo izquierdo. Fue intenso. Estuvo hospitalizado unos días por conato de infarto y su hijo no fue a verle. En aquel momento, entre ecografías y calmantes varios, tuvo un pensamiento lúcido. No quería que su vástago heredara nada en el caso de que la palmara y se lo comunicó a su mujer. Quería otro hijo, alguien que no manchara el nombre de tan alta familia, un “hereu” como dios manda. 

Ni él mismo sabía el montante de su fortuna. Su padre, el señor Andreu Puig i Revellats, acumuló bienes y tierras en abundancia gracias al negocio del textil. Era el propietario de una colonia en Martorell, ahora en ruinas, y cada domingo obligaba a ir a misa a sus trabajadores. Tenía pasión por su padre, le profesaba una devoción inaudita y las paredes de su casa estaban plagadas de retratos familiares donde aparecía constantemente. Cuando salió del hospital, trató de recuperar su vida sexual pero ni sentía deseo por aquel esqueleto cegato, ni era capaz de mantener una erección. Su sueño de tener al hijo deseado, al catalán recto, puro y cristalino que pudiera hacerse cargo de sus ganancias una vez abandonara este mundo, estaba muy lejos de materializarse a pesar de que su mujer aún fuera fértil y de que aceptara hacer el amor con él, aunque solo fuera por un acto de sacrificio y de bondad. Toda esa impotencia, todo ese fracaso, fue haciendo mella en su existencia y entró en una especie de enajenación transitoria. Se encerraba en su habitación y escuchaba una y otra vez la misma canción de Lluís Llach. Era l’Estaca. L’Estaca a todas horas. L’Estaca antes de comer. L’Estaca antes de acostarse. L’Estaca, l’Estaca, l’Estaca... Hasta la extenuación. Incluso su hijo, por primera vez en mucho tiempo, se preocupó por él, pero ya era demasiado tarde para limar asperezas y recuperar todo el tiempo perdido. 

Una mañana de domingo, mientras limpiaba su flamante Jaguar en un descampado cercano a su domicilio, apareció un negro que se ofreció a echarle una mano a cambio de la voluntad. Se llamaba Butu, medía dos metros y era de Costa de Marfil. El señor Puig se quedó impresionado, era un hombre corpulento pero no fue eso lo que más le cautivó. Tenía un catalán perfecto, parecía de Vic. Se quedó alucinado y accedió a que le limpiara el coche. A cambio le dio cien euros y le invitó a su enorme ático con una condición, se la dijo al oído y Butu aceptó. Al cabo de un par de horas el negro estaba sobre la señora Puig, empujando sin parar. La tenía empotrada contra la cómoda y la empujó con violencia a la cama. Ella gimió tímidamente. Sonaba l’Estaca a todo volumen. Butu se quejó, no podía concentrarse con la música tan alta. Fue entonces cuando el señor Puig bajó el volumen del tocadiscos, apagó las luces, encendió algunas velas y tapó la cara de su mujer con una estelada. La señora Puig trató de buscar sus gafas. Su mano temblorosa palpaba a ciegas por la mesita de noche. “No veo, cariño, no veo. Parece negro, ¿no?”. 

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