Se encontraron tres amigos para tomar unas cervezas. No
había nada que celebrar pero hacía tiempo que no se veían y se supone que a más
tiempo pasa que no ves a una persona, más tienes de lo que hablar con ella.
Pero en este caso no había nada nuevo que mereciera la pena explicar. A las
pocas horas ya se lo contaron todo porque en
apenas un año no les había sucedido nada trascendente. Antonio seguía
con su mujer, trabajando en la fábrica de botellas y entregado por completo a
la jardinería, su afición enfermiza. A veces follaba y todo. Una vez al mes, su
mujer le dejaba salir con sus amigos a tomar algo, por eso se alegraron tanto
al verlo entrar por la cervecería. Pedro se la pelaba como un mono. Vivía con
sus padres en un piso de renta antigua y fumaba porros a escondidas en su
habitación. Acababa de cumplir cuarenta años. Era el mayor del grupo y el que
más veces se divorció. Tuvo tres hijos, uno con cada mujer, y se declaró
insolvente. Soldador de primera, en cuanto llegó la crisis se quedó sin
trabajo. El último encuentro con su abogado fue algo así como el corcho que te
sueltan cuando estás a punto de ahogarte en alta mar. Le dijo que la deuda con
sus mujeres no iría a más siempre y cuando tuviera voluntad de pago. Así que
pagó diez euros por denuncia y aletargó el juicio. Sonreía cada vez que hablaba
del tema, le parecía gracioso. Voluntad de pago, decía. Voluntad de pago, ¿qué
te parece? Voluntad de pago, ¿tiene guasa o no tiene guasa la cosa? Voluntad de
pago.
Brindaron. Juan, el más pequeño de los tres, fue a la
barra y pidió unas bravas. Tenía poco más de treinta años y hacía de comercial
para una famosa marca de cemento adhesivo. A partir de la segunda cerveza se
puso muy pesadito. Parecía que si no hablaba de la importancia del cemento
adhesivo para su uso doméstico, no terminaba de sentirse cómodo. Era como si
ensayara una y otra vez el discurso de venta. Sentía la necesidad de introducir
nuevas técnicas de maketing y el resto le seguía el juego con un qué
interesante o un, ¿de verdad? Pero en realidad pensaban en sus cosas y poco
más. Después de un matrimonio destructivo, se casó con la mujer que le hacía la
casa una vez por semana. Ahora, ya casados, ella se agarró al evangelismo y
todo lo ve como por gracia divina e incluso antes de metérsela en la boca hace
la señal de la santa cruz. La primera vez le pareció morboso el gesto. Es más,
se la imaginó tan grande como para que su mujer se santiguara al verla. Después
le pareció absurdo. Ahora le da igual, se la chupa tan poco que prefiere
masturbarse viendo las fotos íntimas que se hicieron durante la luna de miel.
Ella sin bragas vestida de novia. Ella agachada cogiendo una copa del suelo.
Ella abriéndose el coño con el velo puesto. Ella blanca. Ella pura, amorrada a
una botella de Moët Chandon.
Tomaron hasta que se les acabó el efectivo. De camino al
cajero se sentaron en un banco a fumarse un canuto a petición de Pedro; andaba
ansioso por perder un poco el control. Pasó poco más de media hora cuando
apareció un tipo trajeado. Les pidió fuego. Estaba nervioso, alterado. En poco
tiempo se fumó dos cigarrillos. Dijo estar hasta la polla de todo, que lo único
que quería era disfrutar y no le dejaban, nadie le dejaba, el mundo había hecho
un complot contra él. Los tres amigos estaban totalmente de acuerdo. Era el
mundo, sin duda, el que tenía algo contra ellos. Le hicieron hueco en el banco
y el tipo se presentó. Se llamaba Oscar y era asesor financiero. No negó en
ningún momento que iba puesto de cocaína y les invitó a unas rallas. La arenga
de Oscar al mal hizo su efecto y se empolvaron un poco la nariz. “¿Qué tal si
hacemos un bukake?” Soltó el tipo como el que no quiere la cosa. “Por diez
euros por barba nos la chupa una chinita muy limpia. Palabra”. “Los chinos son
muy guarros”, contestó Pedro apurando el canuto. “Los chinos puede ser, pero
las chinas...” repuso Antonio con los ojos saltones. Sacaron dinero, caminaron
algunas manzanas y llegaron al antro. Era una peluquería pero pronto bajaron al
sótano y la cosa cambió de color. Parecía que la chinita les estuviera
esperando. Al primero que le bajó la cremallera fue a Oscar. Se conocían. Los
billetes de diez cayeron sobre la ropa de la chinita planeando como avioncitos
de papel. El sótano estaba lleno de mugre y la china era fea como un dolor,
pero ellos sacaron las churras como si de una modelo se tratara. En un cuarto
de hora hizo los deberes, recogió los cuarenta euros y se limpió la boca.
Cuando salieron de la peluquería ya era de día. Oscar tomó un taxi. Los tres
amigos caminaron largo rato en silencio, pensando en la excusa, en la mentira,
en el motivo que les iba a llevar a volver a casa tan tarde. Antonio pensó en
un posible robo y su posterior denuncia en la comisaría de policía y Pedro en
acompañarle en ese momento tan complicado. Hubo un largo silencio. Antonio
entró en una floristería y compró guano para el jardín. El hedor de la mierda
de pingüino embriagó el camino de vuelta. El sol rallaba ya el mediodía. Pedro
se lió un canuto. “Con voluntad de pago al fin del mundo”, sentenció. Juan
rompió a reír como un energúmeno, se apartó a una esquina y orinó. “¿Sabéis
cuál es la utilidad más curiosa del cemento adhesivo?”, dijo de cara a la
pared. Ninguno respondió. Juan se la sacudió y se incorporó al grupo. De
repente, una brisa gélida se apoderó de la ciudad. Un autobús escolar paró a
pocos metros de los tres amigos.
-¿Tapa la mierda?- Preguntó Pedro.
-¿Cómo?- Dijo Juan subiéndose el cuello de la chaqueta.
-El cemento adhesivo, si tapa la mierda, digo, porque no
hay suficiente cemento adhesivo en la tierra para tapar tanta mierda.
El autobús reaunudó su marcha. Por la ventanilla
trasera, un niño con cara de sueño les saludó con la manita. Antonio le sonrió
con ese vacío con el que sonríen los payasos tristes. Llegaron a la boca del
metro y bajaron hasta perderse en la oscuridad. Pasaron unos segundos y el olor
a mierda de pingüino ascendió escaleras arriba como si se tratara de un indicio
o una premonición.
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