Gerardo había sido jugador de la Damm en su
juventud. Fue un zaguero aguerrido pero no tuvo suerte. Pronto se puso a
trabajar de transportista para una empresa de congelados y dejó el fútbol. Después se casó y formó una familia que milagrosamente aún conserva; no se sabe
si por los hijos -dos niñas y el benjamín- o por el aguante de su mujer. Sus
hijas se parecen demasiado a su madre y entre todas lo tienen acorralado, sin
poder de decisión, empequeñecido en su hogar, sin el mando de la tele y sin
poder fumar. Su única evasión familiar es Curro, su hijo. A Currito le gusta cazar lagartijas y jugar a la PlayStation
con sus amigos. Está fofo y tiene papada. Gerardo detesta esa papada, le da
aprensión, pero Currito se gasta su semanada en chucherías y consume patatas
fritas a discreción. Le gustan de todas las marcas, onduladas, al jamón, de
churrería y derivados: cortezas, chicharrones, morros fritos, Doritos... No se
parece en nada a su madre, únicamente en que es ansioso. Ella pica a deshora
reprimiendo toda su sexualidad frustrada, todos esos “me duele la cabeza” que
con tanto cariño le dice a su marido a la hora en que los gatos gimen con
fuerza y la televisión está encendida como una excusa para no decir nada. El
niño come a destajo y siempre tiene los dedos pringosos. Parece endémica esa
capa de sebo en las manos. Y eso a su padre no sólo le da aprensión
sino que le pone enfermo. Currito lo sabe pero no puede evitarlo, también sabe
que su padre fuma a escondidas, juega a las tragaperras y le manda a la cama
para poder tocársela y no dice nada. Aun así se adoran, han establecido una
relación de camaradería de género, llena de guiños machotes y confidencias
necesarias, como para no volverse locos en aquella olla de grillos. Gerardo
cree que lo que a su hijo le hace falta es disciplina y está cansado de verlo en ese estado de desidia, incomprensible a su edad, así que decide, de la noche a la mañana, que
tiene que jugar al fútbol. “Así aprenderá a trabajar en equipo, a superarse y a
competir”, piensa. A Currito no le parece una buena idea, no le gusta nada el
equipo de su barrio, piensa que es un equipillo de mierda, insulso y hasta los
colores de su camiseta y sus franjas le parecen ridículos. “¿Cómo voy a
defender esos colores? ¿Los has visto?” “Los colores se defienden, hijo, sean
los que sean. Por la camiseta hay que darlo todo”. El chaval no podía entender
eso de la camiseta, a él le gusta ver los partidos por la televisión y comer
patatas fritas y refrescos azucarados, nada más; y no entendía –ni lo concebía
siquiera- una razón de ser tan llena de esfuerzo por algo tan banal como una
camiseta. Entonces Gerardo tira de batallitas de cuando jugaba en la Damm y su
hijo se muere por comerse unos ganchitos mientras trata de no bostezar para no
interrumpir la arenga de su padre a la batalla, a la victoria, a la justicia y al
honor de los colores. Como sus charlas de entrenador amateur no tienen ningún
efecto, recurre al chantaje material. “Si te apuntas al fútbol, te compro el
juego de Play que quieras”. “Papá, si quiero algún juego me lo pirateo y
punto.” Su padre se queda bloqueado unos segundos y al momento contraataca
proponiéndole una consola de nueva generación como última oferta.
Al poco
tiempo, Currito ya está inscrito en el Club Atlético Hospitalense, se sacrifica
en cada entrenamiento, lo da todo y su padre se siente orgulloso. Al fin puede
ver a su hijo convertido en el futbolista que él no pudo ser y su vida tiene
sentido de repente, todos los desplantes de su mujer, toda la hipocresía de sus
hijas, todas las obligaciones familiares, todos sus sacrificios económicos
dejan de importarle. Se centra tanto en la evolución de Currito que se proyecta
como su representante y hasta lo ve jugando en primera división. Ese amor de padre crece a cada entrenamiento. Curro siente una
presión de vértigo, pero sólo durante las primeras semanas, después se amolda a
las normas porque cree que así hace feliz a su padre y eso es lo único
importante para él, lo más importante. Gerardo aprovecha los domingos para
llevarlo a entrenar a un descampado junto a las vías del tren. Allí patean el
balón y comen pollo a la plancha con arroz blanco y agua mineral. Currito
siempre se queda con hambre y de vez en cuando se acuerda de sus ganchitos. El
régimen estricto hace que pierda diez kilos en un mes, lo que su padre estima necesario
para encarar el primer partido de la temporada. Gerardo sólo le habla de
futbolistas históricos, de copas, de finales y balones de oro, le compra cromos
de la liga diciéndole que algún día él será uno de ellos y piensa incluso en ahorrar para comprarle un futbolín en Navidad. Le habla
de la nobleza del deporte, del sacrificio, de la importancia del esfuerzo y lo
asocia con la lucha por la supervivencia, con la vida en sí misma.
Currito
llega al día clave convencido de sí mismo, se siente preparado. Calienta en la
banda minutos antes de iniciarse su primer encuentro oficial, está algo
nervioso porque nunca ha jugado en serio, con árbitro y todo. El partido
transcurre igualado, el Hospitalense pierde de un gol y el míster manda a
calentar a Currito que está de reserva. Se quita el chándal y hace algún
estiramiento. Su padre lo graba todo con su IPhone. “¡A por ellos, Currito, a
machacarlos, que no quede ni uno vivo!”, brama desde la grada. El balón sale
fuera y se efectúa el cambio. Currito se pone de central, como su padre en la
Damm. “¡Vamos, Currito, sin miedo. Eres zaguero, recuerda, o la pelota o el
tío, los dos no, los dos nunca..!”, repite sin parar con las venas del cuello
infladas como válvulas hidráulicas. Curro mira al entrenador y levanta
levemente el cuello. El míster le dice que no se mueva de ahí bajo ningún
concepto. “¿Por qué?”, pregunta el chaval. Y el entrenador le contesta: “¡Por
el fuera de juego, por el fuera de juego!
Currito no se mueve en todo el partido. La pelota va de
campo a campo y todos los alevines de su equipo, uniformados ridículamente de
un verde caqui casi gris, van detrás y el público grita y el árbitro pita no sé
qué y Curro hierático cual estatua del Partenón, pensando en lo largo que
se le está haciendo el partido y en lo aburrido e inexplicable que es el fuera de juego. De repente
ve una lagartija en la línea de cal del área. Mira al grupo de niños que vienen
en estampida como vaquillas en un encierro, todos enajenados detrás del balón.
Currito se lanza al suelo y protege la lagartija con sus manos. “¿Qué coño
hace? Este niño es tonto”, dice su padre en voz alta y tapándose los ojos avergonzado. Curro pone a la lagartija
a salvo dejándola fuera del terreno de juego y el árbitro pita el final. Cero a
once en el marcador. Todo son caras largas, todo son miradas inquisidoras al
pobre Currito, la promesa del balompié. Los chavales se acercan a la cantina
del campo a refrescarse. El utilero reparte Coca-Colas y bolsas de patatas.
“Mal partido”, dice Curro de seguido, sin mirar a los ojos de su padre, que se
interpone en su camino. Él solo piensa en las patatas que no se come desde que empezó a entrenar. Gerardo todavía tiene las venas del cuello infladas,
aún palpitan. Currito le esquiva con la cabeza gacha y se dirige a la cantina.
“¿Adónde te crees que vas? Las patatitas son para el que gana”. Ambos salen del campo. El chaval levanta
tímidamente la cabeza. Su padre le mira con desdén. “Te quedas sin consola,
gilipollas”.
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