miércoles, 8 de noviembre de 2017

LAGARTIJAS


Gerardo había sido jugador de la Damm en su juventud. Fue un zaguero aguerrido pero no tuvo suerte. Pronto se puso a trabajar de transportista para una empresa de congelados y dejó el fútbol. Después se casó y formó una familia que milagrosamente aún conserva; no se sabe si por los hijos -dos niñas y el benjamín- o por el aguante de su mujer. Sus hijas se parecen demasiado a su madre y entre todas lo tienen acorralado, sin poder de decisión, empequeñecido en su hogar, sin el mando de la tele y sin poder fumar. Su única evasión familiar es Curro, su hijo. A Currito le gusta cazar lagartijas y jugar a la PlayStation con sus amigos. Está fofo y tiene papada. Gerardo detesta esa papada, le da aprensión, pero Currito se gasta su semanada en chucherías y consume patatas fritas a discreción. Le gustan de todas las marcas, onduladas, al jamón, de churrería y derivados: cortezas, chicharrones, morros fritos, Doritos... No se parece en nada a su madre, únicamente en que es ansioso. Ella pica a deshora reprimiendo toda su sexualidad frustrada, todos esos “me duele la cabeza” que con tanto cariño le dice a su marido a la hora en que los gatos gimen con fuerza y la televisión está encendida como una excusa para no decir nada. El niño come a destajo y siempre tiene los dedos pringosos. Parece endémica esa capa de sebo en las manos. Y eso a su padre no sólo le da aprensión sino que le pone enfermo. Currito lo sabe pero no puede evitarlo, también sabe que su padre fuma a escondidas, juega a las tragaperras y le manda a la cama para poder tocársela y no dice nada. Aun así se adoran, han establecido una relación de camaradería de género, llena de guiños machotes y confidencias necesarias, como para no volverse locos en aquella olla de grillos. Gerardo cree que lo que a su hijo le hace falta es disciplina y está cansado de verlo en ese estado de desidia, incomprensible a su edad, así que decide, de la noche a la mañana, que tiene que jugar al fútbol. “Así aprenderá a trabajar en equipo, a superarse y a competir”, piensa. A Currito no le parece una buena idea, no le gusta nada el equipo de su barrio, piensa que es un equipillo de mierda, insulso y hasta los colores de su camiseta y sus franjas le parecen ridículos. “¿Cómo voy a defender esos colores? ¿Los has visto?” “Los colores se defienden, hijo, sean los que sean. Por la camiseta hay que darlo todo”. El chaval no podía entender eso de la camiseta, a él le gusta ver los partidos por la televisión y comer patatas fritas y refrescos azucarados, nada más; y no entendía –ni lo concebía siquiera- una razón de ser tan llena de esfuerzo por algo tan banal como una camiseta. Entonces Gerardo tira de batallitas de cuando jugaba en la Damm y su hijo se muere por comerse unos ganchitos mientras trata de no bostezar para no interrumpir la arenga de su padre a la batalla, a la victoria, a la justicia y al honor de los colores. Como sus charlas de entrenador amateur no tienen ningún efecto, recurre al chantaje material. “Si te apuntas al fútbol, te compro el juego de Play que quieras”. “Papá, si quiero algún juego me lo pirateo y punto.” Su padre se queda bloqueado unos segundos y al momento contraataca proponiéndole una consola de nueva generación como última oferta. 

Al poco tiempo, Currito ya está inscrito en el Club Atlético Hospitalense, se sacrifica en cada entrenamiento, lo da todo y su padre se siente orgulloso. Al fin puede ver a su hijo convertido en el futbolista que él no pudo ser y su vida tiene sentido de repente, todos los desplantes de su mujer, toda la hipocresía de sus hijas, todas las obligaciones familiares, todos sus sacrificios económicos dejan de importarle. Se centra tanto en la evolución de Currito que se proyecta como su representante y hasta lo ve jugando en primera división. Ese amor de padre crece a cada entrenamiento. Curro siente una presión de vértigo, pero sólo durante las primeras semanas, después se amolda a las normas porque cree que así hace feliz a su padre y eso es lo único importante para él, lo más importante. Gerardo aprovecha los domingos para llevarlo a entrenar a un descampado junto a las vías del tren. Allí patean el balón y comen pollo a la plancha con arroz blanco y agua mineral. Currito siempre se queda con hambre y de vez en cuando se acuerda de sus ganchitos. El régimen estricto hace que pierda diez kilos en un mes, lo que su padre estima necesario para encarar el primer partido de la temporada. Gerardo sólo le habla de futbolistas históricos, de copas, de finales y balones de oro, le compra cromos de la liga diciéndole que algún día él será uno de ellos y piensa incluso en ahorrar para comprarle un futbolín en Navidad. Le habla de la nobleza del deporte, del sacrificio, de la importancia del esfuerzo y lo asocia con la lucha por la supervivencia, con la vida en sí misma. 

Currito llega al día clave convencido de sí mismo, se siente preparado. Calienta en la banda minutos antes de iniciarse su primer encuentro oficial, está algo nervioso porque nunca ha jugado en serio, con árbitro y todo. El partido transcurre igualado, el Hospitalense pierde de un gol y el míster manda a calentar a Currito que está de reserva. Se quita el chándal y hace algún estiramiento. Su padre lo graba todo con su IPhone. “¡A por ellos, Currito, a machacarlos, que no quede ni uno vivo!”, brama desde la grada. El balón sale fuera y se efectúa el cambio. Currito se pone de central, como su padre en la Damm. “¡Vamos, Currito, sin miedo. Eres zaguero, recuerda, o la pelota o el tío, los dos no, los dos nunca..!”, repite sin parar con las venas del cuello infladas como válvulas hidráulicas. Curro mira al entrenador y levanta levemente el cuello. El míster le dice que no se mueva de ahí bajo ningún concepto. “¿Por qué?”, pregunta el chaval. Y el entrenador le contesta: “¡Por el fuera de juego, por el fuera de juego! 

Currito no se mueve en todo el partido. La pelota va de campo a campo y todos los alevines de su equipo, uniformados ridículamente de un verde caqui casi gris, van detrás y el público grita y el árbitro pita no sé qué y Curro hierático cual estatua del Partenón, pensando en lo largo que se le está haciendo el partido y en lo aburrido e inexplicable que es el fuera de juego. De repente ve una lagartija en la línea de cal del área. Mira al grupo de niños que vienen en estampida como vaquillas en un encierro, todos enajenados detrás del balón. Currito se lanza al suelo y protege la lagartija con sus manos. “¿Qué coño hace? Este niño es tonto”, dice su padre en voz alta y tapándose los ojos avergonzado. Curro pone a la lagartija a salvo dejándola fuera del terreno de juego y el árbitro pita el final. Cero a once en el marcador. Todo son caras largas, todo son miradas inquisidoras al pobre Currito, la promesa del balompié. Los chavales se acercan a la cantina del campo a refrescarse. El utilero reparte Coca-Colas y bolsas de patatas. “Mal partido”, dice Curro de seguido, sin mirar a los ojos de su padre, que se interpone en su camino. Él solo piensa en las patatas que no se come desde que empezó a entrenar. Gerardo todavía tiene las venas del cuello infladas, aún palpitan. Currito le esquiva con la cabeza gacha y se dirige a la cantina. “¿Adónde te crees que vas? Las patatitas son para el que gana”. Ambos salen del campo. El chaval levanta tímidamente la cabeza. Su padre le mira con desdén. “Te quedas sin consola, gilipollas”.   

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