jueves, 6 de abril de 2017

PAVANA PARA UNA INFANTA DIFUNTA



Mucho antes de tener a su hijo tomó la decisión de perseguir el sueño de su vida: dedicarse por completo a tocar el piano. Dejó su trabajo de administrativo en una empresa de logística de la Zona Franca y empezó a cursar clases de solfeo avanzado. A su mujer no le pareció una mala decisión. Ella lo único que quería era que el hombre de su vida fuera feliz y, en aquel momento, no lo era. Así que le apoyó sin mesura a pesar de que era consciente de que tendría que hacerse cargo de la economía doméstica durante algún tiempo. Al menos hasta que su marido levantara cabeza.
Los primeros meses fueron muy duros para él. Acostumbrado a su vida gris de oficinista, no veía la forma de salir de un tedio extraño, de una vida de costumbre remunerada. Fueron días depresivos, de miedo, de rabieta de niño pequeño que pone en línea sus juguetes y alguien le cambia uno de posición. Su mujer entendió que le faltaba el juguete principal. Así que, el día de su trigésimo cumpleaños, le regaló un hermoso piano electrónico. En un primer momento, su intención fue comprarle uno de cola pero el piso en el que estaban era tan pequeñito que si colocaba el piano en el salón tenían que comer en el pasillo. Y así sucedieron los años, uno tras otro, entre ensayos y repeticiones y prácticas y pentagramas y ritmos inacabados. Su mujer solía llegar cansada a casa y sentarse en el sofá. Él siempre tenía preparada la cena, los platos limpios, la lavadora tendida y el comedor recogido. No había nada que no pudiera compaginar con sus ocho horas diarias de piano. Siempre cenaban juntos escuchando algún disco de música barroca o antigua o sinfónica. A ella le encantaba la Pavana para una Infanta Difunta, de Ravel, y le pedía que se la tocara al piano antes de dormir. Decía que le relajaba, que le transportaba a otra vida, aquella melodía, a una vida que estaba totalmente segura de haber vivido. Una vida, quién sabe, de cortesana en algún palacio de Oc, entre trovadores y arlequines saltarines. En el transcurso de ocho años, él se había convertido en un virtuoso del piano e intentó ganarse la vida tocando pero, salvo alguna clase particular aislada, poco más consiguió para aportar en casa. Así que, toda aquella felicidad, toda aquella catarsis que experimentó la vez que tocó el piano aquel día de su trigésimo cumpleaños, se convirtió en frustración. Su música se volvió fea, oscura, tenebrosa, cacofónica. Ya no tocaba la Pavana igual, lo hacía con desprecio, con cierta altanería. Aquel administrativo de una empresa de logística de la Zona Franca, que lo dejó todo para cumplir su sueño, se había convertido, de la noche a la mañana, en un hombre elitista y retraído, en un minusválido sentimental. Entretanto, ella se fue distanciando cada vez más. Empezó por evitar las cenas compartidas. Aquellos momentos de asueto en compañía de Bach y Albéniz, entregados a la dulce y gratificante monotonía de existir, pasaron a la historia. Una historia que ya no era la de ellos juntos, sino más bien todo lo contrario. Era, en ese preciso momento, la historia de dos islas de archipiélagos opuestos, dos yo caminando a tientas por el filo de un barranco. Él, una corchea en un pentagrama. Ella, la clave de sol. Pero no hubo caída sino más bien resorte y de un momento sexual aislado vino al mundo David con tres kilos ochocientos gramos un día frío de enero. Al día siguiente, ella tuvo la sensación de ver en su marido aquella sonrisa que le robó el corazón diez años antes, una tarde de primavera, justo a la salida de un concierto en una sala que el tiempo, injustamente, convirtió en supermercado.
David dio sus primeros pasos en medio del caos y el desorden. El pianista papá era más pianista que papá y el piso era una presa a punto de desbordarse. Su mujer dejó de achicar agua y él se entregó a la desidia y la amargura. De nuevo. Desidia y amargura.
Papá no podía con todo. Papá ya no fregaba los platos, papá ya no tendía lavadoras, papá ya no recogía el salón y todo le olía a mierda, a pañal mojado, a moco reseco. A ella le traicionó el insomnio y el bruxismo le desgastó las muelas en un absurdo intento de frenada en seco, como si algo dentro de ella le dijera: para, déjalo, llévate al niño. Pero no quería tomar la decisión. Le daba miedo, la decisión. A él ni se le pasaba por la cabeza. Tampoco era consciente de nada. Quizás, si encontrara otro trabajo, podría pagar una guardería y no tener que pasar todo el día con el pequeño. Quizás, si quisiera volver a aquella oficina de la Zona Franca, le reservarían un puesto, aunque solo fuera de jornada partida. Quizás, si se dignara a vender su trabajo de pianista, a cambiar sus composiciones crípticas e introvertidas por estribillos coloridos y comerciales, podría entrar en ese círculo del que tanto renegaba. Pero nada de eso pasó, él se limitó a sellar las grietas de la presa y de vez en cuando cocinaba algo para tener a su mujer contenta. Cuando llegaba la última semana de mes ya no tenía ni un céntimo y pedía prestado y su mujer le daba y se lo anotaba en una libretita y sumaba y seguía sumando en una cuenta que con el tiempo se volvió kilométrica.
Ella no podía soportar que se pasara todas las noches tocando el piano, no podía dormir y el niño tampoco podía dormir y era insoportable no poder dormir. Quería quitarse la vida, no respirar, volver a nacer, bailar junto a un noble en la corte de un palacio en Occitania. Eso quería porque eso vivió y para eso estaba predestinada.
Cuando el pequeño David cumplió tres años no hubo fiesta. Su madre no vino a casa ese día. Ni el siguiente. Ni el otro. No cogía el teléfono. Sus padres no sabían nada. Su hermana tampoco. Él pasó los días esperando su regreso, escuchando a su hijo golpear el pianito que le regaló el triste día de su cumpleaños, oliendo a mierda, a pañal mojado, a moco reseco, entre vinilos tirados por el suelo y pentagramas pintarrajeados de Plastidecor. De repente, se le había quedado cara de bobo, una expresión apologética extraña y las comisuras de su boca se inclinaron hacia abajo como si cedieran por el peso de una tristeza inevitable. Se olvidó de él, de su higiene, de su piano, de su vida.
A la semana llegó una carta sin remite. Reconoció la letra de inmediato. “Cariño, no volveré. Cuida de David. Aquí te dejo su regalo de cumpleaños” Y debajo, una cifra, una abominable cifra junto a un número de cuenta. La carta cayó al suelo en ralentí. El niño la cogió, extrajo algo de dentro y lo miró indiferente. “¿Qué es esto, papá?”, preguntó con el objeto en la mano. “Nada hijo, nada”, contestó papá con los ojos vidriosos. El niño dejó su regalo de cumpleaños sobre la mesa del comedor: dos tapones de silicona rojos para los oídos como los que usan los campeones de natación.

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