Llevaba semanas sin dormir. La empresa le iba mal. Tenía que cerrar.
Sólo era cuestión de tiempo. Dos meses quizás. A lo sumo tres. Hacía seis meses
que no pagaba a los proveedores y los sueldos de sus empleados se retrasaban
quince días. A veces veinte. Tenía miedo de visitar la planta de producción y
aparcaba el coche dos manzanas a la redonda para que no se lo rallaran ni le reventaran las ruedas. Estaba acojonado. Lo peor era
decir la verdad. Su mujer no lo sabía y seguía tirando de Visa, estaba más
perdida que un pingüino en la selva. Su hija estudiaba en Londres. Esa era la
versión oficial. En realidad se arrastraba por las casas okupas de la ciudad
acompañada de un tal Vladimir, una especie de politoxicómano armenio aficionado
al peyote. Pero él no lo sabía, ni se lo imaginaba. A él sólo le preocupaba la
manera de decirle que ya no podía pagarle la carrera, ni el alquiler de su
apartamento en Chelsea, ni su mensualidad... Nada. No se atrevía. Sabía
perfectamente que su hija, la niña de sus ojos, se enfadaría mucho y ya no le
volvería a hablar. Era tan terca como su madre. Y cómo le iba a decir a su
madre que la niña viene de vuelta, que no puede pagar sus estudios. Es más,
cómo le iba va a decir que deje de comprar ropa, que no puede tirar más de
Visa, que nada de mariscadas ni de casinos ni de vacaciones en Punta Cana. Así
que aquel día no fue a la planta de producción y aprovechó para ir a Hacienda y
hacer la declaración de la renta. Hacía meses que prescindió de su gestor de
confianza para reducir costes y tenía que hacerla él por primera vez. Fue en
tren. Dejó el coche en el garaje porque no tenía para la autopista y le daba
respeto esa carretera nacional llena de curvas y baches. Nunca le gustó
conducir pero siempre pensó que era síntoma de respeto y elegancia llevar un
coche de gama alta. A más grande mejor. Hacía tanto que no iba en tren que ya
se había olvidado por completo de que en el tren no va sólo, de que hay mucha
gente que va y viene, de que algunos ponen la música de sus mp3 a toda castaña,
de que hay gente que pide, pide para un bocadillo, pide para un hostal, pide
para sus hijos, pide para pedir y dicen que dios se lo pague y todo eso. Llegó
a Hacienda y esperó su turno impaciente. Resopló una y mil veces. Una y mil
veces miró su reloj. Hasta que le tocó.
-Falta
un papel- Dijo la funcionaria.
-Cómo que falta un papel, mírelo bien.
-Falta el papel de la retención a cuenta del IRPF de la declaración del ejercicio de 2010.
-Cómo que falta un papel, mírelo bien.
-Falta el papel de la retención a cuenta del IRPF de la declaración del ejercicio de 2010.
-Pero
si...
-Falta un papel. Buenos días. ¿Siguiente por favor?
-Falta un papel. Buenos días. ¿Siguiente por favor?
Volvió a la estación. Estaba en un aprieto. Si ya estaba mal,
la cosa podría ir a peor si no encontraba ese papel, ese maldito papel. Pero
dónde coño podría estar. Llamó a su gestor de confianza. “¿No lo recuerdas?
¿Cómo que no lo recuerdas?” Dijo gritando por el teléfono móvil en el andén.
“¿Qué? ¿Qué te pague? Puta alimaña.” Y colgó. Un papel. Un puto papel. Él, que
siempre lo había llevado todo en regla, que nunca ha fallado en ninguna
declaración desde que fundó la empresa, que siempre presume de legalidad y los
hijos de puta de Hacienda no le dan ni una oportunidad, ni una sola, de poder
saltarse las normas, de hacer una excepción, de obviar un papel, un triste y
cochino papel. Vino el tren y se dejó caer.
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