Mientras tomaba el segundo café
de la mañana delante del ordenador, recordó la tremenda discusión que tuvo con
su madre las últimas navidades, le dieron náuseas y corrió al baño. Hacía frío
y el despacho todavía no se había caldeado, los compañeros se desperezaban en
la sala de reuniones y el bostezo campaba a sus anchas por toda la oficina. Sofía
era la jefa, la ejecutiva brillante y rompedora, los tenía a todos bajo control
y su palabra era la ley. El director general tenía toda la confianza depositada
en ella y raro era el día que se pasara por la oficina porque todo iba como la
seda, le había dado todas las comodidades e incluso tenía pensado subirle el
sueldo.
Terminó el café y tiró el vaso de
plástico a la papelera, puso algo de orden en su mesa y recibió a su secretario
personal, Gonzalo, un chico diez años más joven que ella, atractivo y funcional;
le dijo que revisara los informes y repartiera la lista de los clientes
pendientes de visita a los comerciales. Los veía a través de la ventana de su
oficina, a los comerciales, bien peinados, con sus rostros delatando cansancio
y resentimiento, mirándole con el rabillo del ojo, reprochándole hasta el frío
de aquella mañana de enero. Por un momento sintió desprecio, se los imaginó
caminando descalzos por las calles de la ciudad, con las carpetas de clientes
colgando del cuello y maniatados con sus propias corbatas, sus sucias y
asquerosas corbatas tensionadas en sus gaznates recién afeitados y se le escapó
una sonrisa hipócrita.
-¿Qué pasa?
-¿Sabes por qué me miran así,
Gonzalo?
-Está nevando, supongo que no
quieren ir de visitas hoy.
-Diles que si no salen no cobran.
-Eso ya lo saben, Sofía.
-¿Pues a qué esperan? Me ponen
nerviosa. ¿Sabes lo que pasa? Lo que pasa es que no aguantan que les mande una
mujer, eso es lo que les pasa. Pero yo lo he tenido mucho más difícil, a mí
nadie me ha regalado nada, estoy aquí por méritos. ¿Qué haces esta tarde?
-Tengo que revisar informes.
-¡Ah, sí! Bueno, eso lo puedes
dejar para mañana. Quedamos a las siete en Ganduxer con Copérnico, primero
tomaremos una copa y después vamos a cenar al restaurante polinésico, tengo
mesa reservada, me encanta la comida polinésica. ¿La has probado?
-Acabaremos tarde, Sofía, no me
quiero liar.
-No te preocupes, te quedas en mi
casa.
-¿Y qué le digo a mi mujer?
-Bueno, te pago el taxi de
vuelta. Luego me dices, ¿vale?
Gonzalo se metió en su despacho.
Sofía levantó la mirada, los comerciales se habían marchado, todo estaba en
orden, descolgó el teléfono y comenzó con las llamadas corporativas de rigor.
Por la tarde Gonzalo se retrasó
un poco y Sofía ya se había tomado un par de copas en la espera. Lucía un
vestido verde ceñido y se había soltado el pelo, estaba guapísima y radiaba una
energía especial, como de niña pequeña, muy lejos del semblante de juez y parte
que tenía en el trabajo.
-Estás muy guapa.
-¿De verdad?
-Sí, pareces más joven.
Sofía separó ligeramente las
piernas. Gonzalo se acercó a ella como pidiendo permiso.
-Tú sí que eres joven, cariño.
Dame un beso.
Gonzalo la besó con una mezcla de
miedo y pasión contenida. Eso ella lo percibía con mucha claridad y le excitaba
especialmente.
-Tengo una noticia que darte.
-¿Esperamos al polinésico?
-Vale.
Sofía sacó su tarjeta de crédito
y pagó las copas.
El restaurante parecía un parque
temático, colgaban ukeleles de las ramas de árboles tropicales que salían del
suelo húmedo y un hilo musical de loros y cotorras envolvía el ambiente. Las
camareras parecían hawaianas de verdad aunque fueran todas andinas y de vez en
cuando se disparaban humidificadores por el techo y todo se llenaba de gotitas
generando un microclima tropical que obligaba a los comensales a quitarse las
chaquetas. Sentados en una mesa apartada, junto a una fuentecita cubierta de
lianas, Sofía le contó la noticia emocionada y a Gonzalo le cambió la cara.
-¿Desde cuándo lo sabes?
-Desde esta mañana.
-¿Lo vas a tener?
-¿Tú qué crees? Tengo cuarenta y
dos años, esto es un regalo, lo más bonito que me ha pasado en la vida,
Gonzalo.
-Sabes de sobra mi situación. Ahora
no me puedo separar, Sofía.
-No quieres separarte, eso es
todo, pero no te preocupes, lo tendré sola, no te necesito para nada.
Sofía aceleró el ritmo y se puso
a engullir el primer plato, una extraña sopa con tropezones flotantes, con tal
de zanjar cuanto antes la cena. De repente, se sintió indispuesta y corrió al
baño. Volvió con mala cara y se sentó con los puños cerrados sobre la mesa y los
ojos vidriosos. Era la primera vez que Gonzalo la veía frágil y sintió algo de
pena. Pasó el segundo plato como una película de los Hermanos Lumiere y en los
postres se rompió el silencio.
-¿Qué vamos a hacer ahora?
También es mi hijo y además trabajamos juntos.
-Puede que ya no, Gonzalo.
-Sofía, me cago en dios…
-Eso depende de ti. ¿Has
terminado?
Terminaron el postre y denegaron
los cafés, se pusieron los abrigos en la entrada, pagaron a medias y salieron a
la calle. El frío no cesaba y ya no soplaba el viento, caían pequeños copos de
nieve que pronto se derretían en el asfalto y un ligero tufo a biodiesel en
combustión se apoderó de sus narices un instante. Tosieron casi al unísono, un
taxi paró justo en la puerta, Gonzalo entró en él sin despedirse, el taxista
arrancó y desapareció por la calle Muntaner.
Al día siguiente el ambiente en
la oficina se enrareció más de lo normal. César, el director general, llegó
sobre las diez de la mañana y se metió en su despacho. Hacía más de un mes que
no pasaba por allí. Tenía el rostro serio, preocupado. Sofía ya había mandado a
los comerciales a patear las calles pero ni siquiera había saludado a Gonzalo. Éste bajaba
avergonzado la cabeza cada vez que se cruzaban por los pasillos. A las doce en
punto César salió de su despacho y entró en el de Gonzalo. La puerta se mantuvo
cerrada durante algo más de media hora, después salieron y tomaron un café en
la sala de reuniones. Sofía los veía por la ventana de su despacho,
gesticulaban efusivamente, reían y compadreaban. César sacó una cajetilla de
puritos y ofreció uno a Gonzalo. En ese momento pensó en lo insoportable que
podía ser trabajar con el hombre que no quiere ser el padre de tu bebé, que se
niega, que no lo quiere y llegó a la fácil conclusión de que si no lo quería
tampoco la podía querer a ella. Pensó en despedirle en ese mismo momento pero
desistió. Prefirió esperar. Sintió náuseas, bajó la persiana de láminas de su
despacho y estiró las piernas en la mesa, se acarició el vientre durante un
buen rato y fantaseó con decenas de nombres de niño y de niña que le vinieron a
la cabeza. Así, en penumbra, pasó el tiempo estirada hasta la hora de comer.
Por la tarde fue a ver a su
madre, a la que no veía desde las navidades. Seguía enfadada con ella por la
dureza de sus palabras, por su pose imperturbable, por su frialdad y por tantas
y tantas cosas que resonaban desde los tiempos del Mundial de España 82 hasta
ahora. Pero sentía la necesidad de comunicárselo, de decirle que era abuela al
fin, que lo había logrado, que había llegado a lo más alto a nivel profesional,
que era posible trabajar de directiva, ser mamá y no depender de ningún hombre.
Su madre la recibió distante y se sentó en su sillón delante de la televisión.
Estuvo sin inmutarse durante un buen rato. Sofía se sentó a su lado y pensó en
el camino más corto para decirle la verdad.
-Vas a ser abuela, mamá.
Ni se inmutó. Sofía apagó la
televisión.
-¿Me has oído?
-Sí, tienes cuarenta y dos años,
hija.
-¿Y?
-¿Quién es el padre?
-¿Qué padre? No hay padre,
olvídate.
-¿No crees que ya eres muy vieja
para ser madre? ¿Piensas tirar tú sola con todo? Tú decidiste ser
autosuficiente, renunciaste a todo para estar dónde estás, todo tiene un precio
y todo no se puede tener, hija.
Sofía se levantó, se puso la
chaqueta y se marchó sin despedirse. Tomó un taxi en la primera avenida que
encontró y llegó a casa llorando. Después de vomitar se metió en la ducha y
dejó caer el agua caliente sobre su cuerpo durante un buen rato. En aquel
momento pensó en su vida, en su trabajo y en las razones que le empujaron a
renunciar a ser madre, a tener pareja, a llevar una vida normal dentro de una
normalidad ajustada a la de sus padres. Llegó a la conclusión de que durante
todo este tiempo había escapado de todo lo que suponía ser una mujer según su
madre. Ella quería ser una mujer moderna, emancipada, no quería pasar su
juventud cambiando pañales y esperando a su marido todas las noches con la cena
puesta. Y ahora, con aquel grano de vida en su vientre, tenía sentimientos
encontrados. La vida, sin duda, le había hecho un regalo y todos sus esquemas
de productividad empresarial, de reuniones con directivos y tickets restaurant
se le habían venido abajo y dejaron, de la noche a la mañana, de tener sentido.
Al día siguiente César la
esperaba en su despacho. A Sofía se le había olvidado maquillarse, presentaba
un aspecto descuidado, muy impropio de ella en el trabajo. Eran las once de la
mañana y Gonzalo todavía no había aparecido por la oficina.
-¿Pasaste mala noche?
-No, todo bien.
-Mira Sofía, iré al grano. Me ha
dicho un pajarito que estás embarazada.
En ese momento se paró el tiempo.
Sofía pensó en Gonzalo y atando cabos entendió el motivo de su ausencia.
-Sí, estoy embarazada.
-Teníamos un pacto, Sofía. Firmaste
el contrato con todas sus cláusulas.
-Lo sé, pero eso fue hace diez
años. No esperaba que a mi edad…
-Sabes que siempre he confiado en
ti, que siempre he estado más que satisfecho con tu rendimiento, eres la
persona más cualificada de la empresa y la que más cobra…
-¿Adónde quieres llegar?
-He decidido rescindir tu
contrato, no me puedo permitir una baja tan larga y todo lo que ello supone. Además,
si lo vas a tener sola va a ser imposible que compagines el trabajo con el bebé
y todos sus cuidados. Prometo darte una indemnización ejemplar.
-¿Y quién se va a hacer cargo de
las reuniones y la contabilidad?
-Eso no tiene importancia.
-Dímelo.
-De momento Gonzalo, hasta que
encuentre a otro.
-Entiendo.
César no dejó lugar a más
réplicas, se levantó y la acompañó a la puerta. Sofía entró en su despacho y
comenzó a recoger sus cosas. Todo le parecía un chiste, una broma de mal gusto
y sintió que, pasara lo que pasara, nada le iba a impedir tener ese bebé. De
repente, miró por la ventana y vio a los comerciales bien peinados, con sus
rostros delatando satisfacción, mirándola fijamente, aplaudiéndola, riendo a
carcajadas. Por un momento sintió un frío parecido al de caminar descalza por
la nieve con una carpeta de clientes colgada al cuello y se le escapó una
sonrisa hipócrita.
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