Oliver se dio cuenta de que tenía
un serio problema cuando su orientador profesional le dijo que tenía que destacar,
que si quería reinsertarse en el mundo laboral tenía que decir de un modo u
otro que era el puto amo, el mejor pintor de brocha gorda del distrito. Le
obligaban a ir a cursos de pintura pagados por la diputación, a clases de
riesgos laborales y a todo ese tipo de actividades para simular una búsqueda
activa de empleo. Si no iba, le quitaban la prestación.
Llevaba parado casi un año y
apenas tenía un margen de dos meses para encontrar un empleo, de lo que fuera,
le daba igual, solo quería ingresar algo de dinero para saldar deudas y que su
familia respirara en paz por unos días, con suerte semanas. Su orientador
laboral, un cara agria de barbita roja y pelo a lo cepillo, insistía en retocar
su currículum, cambiar un poquito la foto y resaltar algún trabajo estrella,
algo que pudiera ser digno de ser subrayado por excelente. Pero la única
excelencia que esa triste página escrita en Arial 12 con aquella triste cara de
perder hasta en las canicas podía tener, era un trabajo que hizo para una
exposición de coches de lujo. Viajó por toda Europa durante el verano de 2010.
Su trabajo consistía en pintar los stands de los coches top de la exposición. Estaba a las órdenes de un artista plástico de
los más renombrados del momento, solo tenía que pintar los paneles de blanco
para que él expresara su abstracción de mercadillo moderno con tintes de pop
trasnochado. El resto del día se lo pasaba visitando la ciudad y probando las
cervezas del lugar. Su orientador destacó ese trabajo en negrita pero tampoco
tenía muchas esperanzas en que consiguiera un empleo similar. De hecho, no
tenía esperanzas de que encontrara ningún empleo. Oliver tenía cuarenta y un
años y eso era una losa demasiado pesada.
Era fin de mes y las navidades
asomaban la nariz por las ventanas resquebrajadas del piso. Tenía que cambiar
toda la carpintería de aluminio, estaba despegada y el frío se colaba
maliciosamente por las rendijas. A duras penas tenía para pagar la factura de
la luz y esperaba impaciente el día de cobro para poder ir a la ferretería a
comprar silicona barata para pegar los marcos de las ventanas por enésima vez. Bajó
al supermercado a comprar un paquete de arroz y media docena de huevos cuando,
por el camino, se encontró con Matilde, la vecina del quinto segunda.
-Hace tiempo que no te veo, ¿qué
es de tu vida?
-Encontré trabajo, Oliver.
-No sabes cuánto me alegro.
¿Dónde?
-En Coaching People, una empresa
nueva con mucha proyección, estoy de secretaria. ¿Y tú, estás trabajando?
Oliver negó con la cabeza y bajó
la mirada avergonzado.
-Nosotros somos una empresa que
se dedica a entrenar al desempleado.
-¿Cómo? ¿Quieres decir que me
buscaríais trabajo?
-Olvídate de eso. Ese es el
primer error que cometéis los parados, decir que buscáis trabajo. Mal, muy mal,
Oliver, tienes que decir que vas a encontrar trabajo, es muy diferente buscar
que encontrar. Y no, nosotros no buscamos trabajo a nadie, entrenamos al
cliente para encontrarlo, es muy diferente.
-Explícame eso mejor que no lo he
entendido. ¿Quieres decir que actuáis como orientadores laborales?
-Ni por asomo, no tenemos nada
que ver con esos funcionarios de tres al cuarto. Mira, te doy una tarjeta,
pásate un día y hablas con Roger, mi jefe, ¿bien?
-No sé.
-No pierdes nada. Bueno, Oliver,
me tengo que ir, me encantó verte, saluda a tu mujer a tus niños de mi parte. Y
recuerda, sin trabajo no eres persona, ese es nuestro lema. Nadie sin trabajar,
ese es nuestro objetivo. Hasta luego.
Matilde se despidió con la mano
floja, moviendo ligeramente los dedos en el aire como dibujando una espiral y
le dedicó la mejor de sus sonrisas corporativas. Oliver se subió el cuello de
la cazadora y entró en el supermercado.
Al día siguiente, a primera hora
de una mañana infernalmente fría, ya estaba sentado en la sala de espera de las
oficinas de Coaching People con su currículum y su carta de presentación metida
en una carpeta de su hijo, llena de pegatinas de futbolistas y garabatos de
todos los colores. El moquillo goteaba insistentemente en su nariz, se había
quedado sin pañuelos así que, disimuladamente, se limpiaba una y otra vez en la
manga de la chaqueta. Junto a él esperaba una mujer ojerosa y pálida que miraba
su teléfono móvil con cara de no saber muy bien quién es ni a qué viene. En una
esquina y de pie, un hombre trajeado de unos cincuenta años se retocaba el pelo
insistentemente, tenía tics nerviosos y movía el cuello como los pavos, era
insoportable mirarlo más de un minuto seguido. Al cabo de unos cinco minutos
salió Roger y les invitó a entrar. Los puso en fila y les dijo que a partir de
ese momento era su entrenador laboral, que no aceptaba un no por respuesta y
que empezarían a considerarse seres proactivos y energéticos dispuestos a
avanzar ante todo tipo de contratiempo. Lo dijo serio y firme en su voz y sus
gestos. Oliver se quedó sin saliva, a la ojerosa le dio tembleque en las
rodillas y el hombre trajeado congeló su tic de pavo por un instante.
-Nombre y profesión.- Bramó
Roger.
-Rodrigo Meléndez. Trabajaba en
la sucursal de un banco.
-¿Trabajaba? Me parece que se
está equivocando. Rodrigo, usted no trabajaba, trabaja, ¿entiende? Eso no es
mentalidad, no es actitud, eso es una mierda lamentable, desde aquí huele a
caca. Repito: nombre y profesión.
-Rodrigo Meléndez. Trabajo en la
sucursal de un banco.
-Así me gusta. Usted, nombre y
profesión.- Le dijo a Oliver con los ojos encendidos.
-Oliver García. Soy pintor.
-Muy bien. Eso está mejor. ¿Y
usted?
-Margarita Dalmau. Soy
limpiadora, manipuladora de alimentos, camarera y operaria de cadena de
montaje.
-Fantástico, eso es proactividad,
me encanta. Ya puede ir a por una escoba. Pregúntele a la secretaria que le
dirá dónde está.
Margarita salió de la sala y
Roger, hombre de dos metros, mandíbula prominente y cuerpo de gimnasio, puso
música relajante y ordenó que se estiraran. Margarita volvió con la escoba y se
puso a barrer la sala sin que nadie se lo pidiera. Oliver y el de la sucursal
se estiraron en el suelo y Roger comenzó la terapia insertivo-laboral.
-Relájense. Imagínense por un
momento que están trabajando. Visualícenlo. Olvídense ahora de los currículums,
los currículums no existen, son cosa del pasado, ahora están conmigo, están a
salvo. Explíquenme sin miedo lo que ven.
-Veo un panel, un panel blanco.- Dijo
Oliver con la boca abierta, inspirando y expirando lentamente.
-¿Y?
-Estoy con De Felipe, el pintor
famoso. Me pide que le haga una base de ocre en el panel, que tiene el color
preparado. Por el stand ya empiezan a entrar los primeros Ferraris y tenemos
una hora para prepararlo todo. Se lo dejo todo listo y él se pone a dibujar un
cervatillo Bambi hecho a base de logotipos de marcas de coche. Lo hace rápido,
casi sin pensar.
-Bien, cierre los ojos y piense
en eso. Ese es su trabajo hoy, pensar en eso. Y usted, Rodrigo, piense en lo
que ha visualizado, ¿su sucursal bancaria quizás? ¿Sus clientes? ¿La cesta de
navidad?
-Sí. Ahora estoy pensando en la
cesta de navidad, en las acciones que perdí por no cobrarlas a su debido
tiempo, en la tristeza de mi nevera desde que me echaron.
-Con esa actitud no le puedo
ayudar, Rodrigo. Tiene que poner de su parte. Fíjese en Margarita, ella trabaja,
está trabajando. Y sin cobrar. Esta sesión no es gratis, entiéndanlo, pero no
os la cobro porque es la de prueba. Quiero que confíen en mí. Margarita, por favor,
deje de barrer y atienda un momento. Deben saber que no son un caso perdido,
que igual mañana encuentran el trabajo de sus vidas y yo y el equipo de
Coaching People lucharemos para lograr ese maravilloso objetivo.
Roger apagó la música y ordenó al
grupo que hiciera una fila.
-Recuerden, sin trabajo no eres
persona, ese es nuestro lema. Nadie sin trabajar, ese es nuestro objetivo. Buenos
días.
El grupo se dispersó y salieron
en silencio a la calle. Oliver pensó en las palabras de Roger a lo largo del
camino a casa y llegó a la conclusión de que no saldría nunca más a buscar
trabajo sino a encontrarlo. Salió del metro y la lluvia se hizo presente en el
asfalto. En aquel momento las palabras de Roger se disolvieron en el olvido. La
lluvia se intensificó. Oliver se refugió en una parada de autobús, observó cómo
rebotaban las gotas en las ventanas de las casas y, de repente, todo eran
ventanas: grandes, pequeñas, claraboyas, ventanales… Miró el reloj digital de
la parada. Pasaba de la una y media, la ferretería estaba abierta y no tenía
dinero para la silicona. Reanudó la marcha, se subió el cuello de la cazadora y
aguantó el chaparrón.
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