Nacho nació sin sombra, por eso
cuando era un niño solía jugar a proyectarlas en una pared. Lo hacía con
monigotes que fabricaba con las cosas que se iba encontrando en la basura.
Utilizaba todo tipo de quincalla, desde pilas gastadas hasta piezas de
electrodomésticos, desguazaba cualquier material y con él hacía estructuras extrañas
para sus personajes, muñecos sin forma que no cobraban vida hasta el momento de
la proyección. Para ello usaba una luz de obra que robó de una construcción muy
cercana al polígono industrial donde acostumbraba a hacer sus pequeños shows de
sombras chinas. Y así pasaba las horas muertas durante las tardes mientras sus
padres se pasaban el día entero trabajando y él se suponía que hacía los
deberes.
Ahora Nacho tiene cuarenta y dos
años y está casado. Tiene dos niños y también se pasa el día entero trabajando,
como sus padres antaño. Su hijo pequeño es el que más le preocupa, es enfermizo
y escuálido y tiene muchas crisis de ansiedad. El mayor es un adolescente
corpulento, de mirada errática y salvaje, que no encuentra su rol en la familia
e intenta suplir a su padre dentro de un hogar abandonado a su suerte, sin
autoridad, en derribo por ausencia.
Su mujer trabaja a destajo en un
taller de corte y confección y llega a casa a las once de la noche sin ganas de
nada, grita un poco para imponer algo de orden pero en seguida se mete en la
cocina y se atiborra de bollería industrial escuchando las peleas de los chavales
al otro lado de la puerta. Es fácil verla por las noches, sonámbula, caminando
errática por el pasillo.
Él suele llegar un poco más tarde
a casa, se encierra en su despachito, una pequeña habitación que no llega a
tres metros por tres, se pone delante del ordenador y escribe su novela sin fin
mientras fuma un cigarrillo tras otro y fantasea con su vida. Últimamente está
encallado, lleva varios días sin avanzar en la narración y piensa que el
trabajo le está quitando toda la energía, atribuye su falta de inspiración a
las presiones de sus jefes y al ambiente en la productora, los clientes, los
ayuntamientos, los pagos, las facturas… Compró unos tapones para los oídos en
un bazar chino para aislarse de los gritos y los golpes de sus hijos, pero ni
con esas.
Enciende un cigarrillo y se queda
un buen rato con cara de bobo mirando la pantalla del ordenador. Se rasca la
cabeza mientras hace un balance mental de todo lo ocurrido en el trabajo desde
que entró a formar parte como responsable de comunicación hasta la enésima
discusión que había tenido esa misma mañana con uno de sus jefes y se pregunta
si merece la pena ser contado. Pero no, es siempre lo mismo, un bucle infernal,
intranscendente. ¿A quién podría interesarle? Entonces cae en la cuenta de que
lo único que le hace diferente del resto, lo único que le hace ser una persona
especial es que no tiene sombra y eso es un secreto con demasiado peso como
para contarlo a sus posibles lectores. Sentía, en el fondo de su corazón, que
la primera persona que debía leer esa novela era su hijo pequeño ya que del
grande no podía esperar nada y mucho menos de su mujer que, harta de bollos, siempre,
después del late show de rigor, se queda dormida en el sofá viendo series malas
de acción americanas.
Aquella misma noche, antes de
dormir, se llevó a su hijo pequeño al despachito y decidió contarle aquello que
tenía guardado durante tanto tiempo y que sucedió una tarde de verano en el
camping donde solía pasar las vacaciones cuando era un mocoso. El chaval, que
estaba a punto de cumplir catorce años, lo miró sin inmutarse.
-Me di cuenta jugando al
escondite, tenía tu edad, más o menos. Me oculté en una viña, estaba muy
oscuro, a lo lejos podía ver las luces de las caravanas del camping. ¿Me estás
oyendo?
El niño asiente con la cabeza.
-Es muy importante lo que te
estoy contando.
-Pues yo creo que es mentira,
mira tú.- Dice el chaval rascándose la nariz.
-Te lo juro por mi vida. Escucha.
Estuve escondido durante un buen rato hasta que vi una luz de linterna que se
aproximaba. Yo permanecí allí, tuve la tentación de ocultarme detrás de otra
cepa con el fin de dar un rodeo y salir corriendo pero de golpe escuché un
ruido y me acojoné.
-Sería un grillo.
-Era una serpiente.
-Joder.
-Así que me quedé petrificado,
esperando a que se fuera.
-¿Y se fue?
-Sí, pero en ese momento Rodrigo
me descubre, me apunta con la linterna en los ojos y se da cuenta de que no hay
sombra detrás de mí.
-Mira, papá, ya no tengo edad
para el cuento de buenas noches, escríbelo, quizás algún día alguien lo lea.
-Sólo te pido que me escuches
hasta el final, nada más. ¿Es tan difícil?
-Venga, sigue.
-El caso es que después de eso,
Rodrigo, que me sacaba cinco años y una cabeza, se estuvo burlando de mí
durante todas las vacaciones. Al principio hacía bromitas con doble sentido, me
puso el mote de mala sombra y aprovechaba cuando estábamos en grupo para
descalificarme y ridiculizarme siempre que se terciaba la ocasión.
-Me suena eso.
-Pues calla y atiende. Yo andaba
enamorado de una chiquilla muy linda y él también. Se llamaba Cristina y tenía
mi misma edad. Ella se sentía más atraída por él que por mí. Rodrigo era un
chico fuerte, parecía muy seguro de sí mismo, en cambio yo no era más que un
mocoso que apenas tenía cuatro pelos en los huevos, hablando mal. Una tarde,
Cristina vino a mi caravana, había discutido con Rodrigo y supongo que quería
hablar conmigo, desahogarse, lo típico que hacen las mujeres que no quieren
nada contigo.
Nacho se enciende un cigarro y se
queda un buen rato en silencio soltando el humo lentamente, sin prisa.
-Sigue, ahora no puedes quedarte
ahí.
-Nos fuimos al río y me lo
confesó todo. Me dijo que Rodrigo le había manoseado, se había sacado lo que tú
ya sabes y se lo había intentado meter en la boca.
-¿La violó?
-No sé, supongo que sí, aunque nunca
lo sabré con certeza porque justo en ese momento llegó él en plan chulo. Se
tocaba el paquete cada dos por tres, que si por mi polla, que si por mis
cojones… Tenía los ojos descentrados, como si estuviera drogado. Mandó a
Cristina a su caravana y se quedó a solas conmigo.
En ese mismo instante, la figura
de la madre pasa por el umbral de la puerta. El chico se asoma y la ve descalza,
caminando como un zombi, sonámbula. Lleva un paquete de bizcochos de marca
blanca en las manos y emite sonidos inteligibles, como si estuviera discutiendo
con alguien.
-¿La despierto?
-No. Escucha. ¿Por dónde iba?
-Te habías quedado en que te
quedaste a solas con él en el río.
-Eso. Me dijo que no me creyera
nada, que como se me ocurriera largar cualquier cosa contaría a todo el mundo
lo de mi sombra y fue ahí donde tuve conciencia por primera vez de las
consecuencias si la gente se enterara de que no tengo sombra. Esto es serio,
muy serio, hijo. ¿Me aislarían? ¿Me estudiarían? ¿Me tomarían como un maldito,
cómo un apestado? Pero por otro lado sentía que Rodrigo era un hijo de puta y
que lo que le hizo a Cristina no podía quedar sin castigo.
-¿Y qué hiciste?
-Me encaré. Entonces él empezó a
golpearme con mucha rabia. Yo traté de defenderme pero él era mucho más fuerte
así que me quedé un rato sin ofrecer resistencia. Cuando se cansó de dar
hostias, se levantó, se sacudió la arena y se marchó hacia el camping. Yo le
seguí con sigilo, sin hacer el mínimo ruido, cogí una roca y se la estampé en
la cabeza.
Nacho se rasca la nariz,
atolondrado, con la mirada fija en la pared.
-¿Lo mataste?
-Lo tiré al río, estuvieron meses
rastreándolo con buzos y no lo encontraron. Ese mismo día volvimos a Barcelona.
Nunca más supe nada, ni tampoco de Cristina. El caso fue sonado, salió hasta en
televisión.
-Entonces, ¿por qué lo mataste,
por no tener sombra o por lo de Cristina?
-Por las dos cosas pero la más
importante de todas es esta.
Nacho apaga la luz, coge una
linterna de un cajón y la proyecta sobre el chico. Éste mira la pared
incrédulo, se mueve pero no encuentra su silueta estampada por ninguna parte.
-Compartimos secreto, hijo. Ahora
ya lo sabes, tú eres especial pero nadie debe saberlo.
Su hijo empalidece.
-¿Qué significa esto?
-Te he contado nuestro secreto,
si quieres compartir otro conmigo ahora es el momento, ya sabes que no se lo
contaré a nadie.
El niño se queda un momento
pensativo.
-¿Te tomaste la medicación?
-Sí, papá.
-Pues venga, a la cama que es
tarde.
Nacho recoge el escritorio y su
hijo sale de la habitación. No pasa ni un minuto cuando el niño regresa
confundido.
-Papá.
-Dime.
-Me gustaría dormir solo, tener
mi habitación.
-Lo sé, pero primero tengo que
desmantelar el despacho. Además, no sé si estás preparado para dormir solo. Hasta
que el psicólogo no te retire la medicación es mejor que duermas con tu
hermano, por si las moscas.
-Papá.
-Dime.
-No, nada. Buenas noches.
-Buenas noches, hijo.
Nacho pasó mala noche. A la
mañana siguiente le costó un mundo aparcar, estacionó cerca del río Besós, en
un rincón sin asfaltar junto a las vías del tren. Cuando bajó del coche se
llevó un susto de muerte, una culebrilla se retorcía en el suelo, estaba herida
y una vez calmado de su primera impresión, la contempló durante un buen rato
con la mirada fija en los ojos del reptil, en su boca abierta pidiendo
clemencia.
Por el camino a la productora fue
dándole vueltas a la idea del dolor y al aguante de lo vivo por no morir. Tenía
que haber matado a ese animal y no quedarse allí mirándole como si aquello no
fuera con él, eso era lo que le gritaba su conciencia.
Llegó diez minutos tarde y se
sentó frente al ordenador con la cara impostada de interesarle muchísimo el
balance de ganancia de la empresa. Tenía que publicitar que habían sido líderes
en la realización de eventos para grandes corporaciones pero no se le ocurría
nada que pudiera ser digno de ser público. Aquello no era más que un trámite,
podría escribir que Entremés Espectáculos SL había cumplido con las expectativas
diciendo cualquier chorrada como por ejemplo: Entremés Espectáculos no es una tabla de embutido, es un embutido con
tablas y seguidamente colocar una imagen de una gráfica con los logros
obtenidos junto a una infografía que explicara el motivo de las tablas, algo
así como las virtudes principales de la productora. Cada año hacía algo
similar, así que sacaba de sus archivos el anuncio del año anterior, le
limpiaba un poco la cara y se lo presentaba al responsable de arte. Eso hizo y
se lo volvieron a aprobar no sin antes pedirle los absurdos retoques de rigor.
Estaba hasta los huevos de los retoques, quería estar tranquilo por una vez y
no tener que imaginarse a sus jefes y compañeros muertos, colgados de hilos y
proyectados en una pared. Fantaseaba con ellos balanceándose sobre una estructura
de quincalla y neumático de camión, viendo sus sombras en la pared, haciendo de
sus voces conversaciones como en un late
night a medianoche: “¡Bienvenidos,
queridos televidentes, hoy Entremés Espectáculos SL os comunica que al
responsable de comunicación le importa una mierda comunicar nada y tampoco
quiere hacer retoques. Gracias, responsable de comunicación y gracias a todos.
Son las once y media de la noche. Empezamos!”. [Aplausos, sumario y publicidad].
Salió a almorzar a eso de las
once y media, pasó por una pastelería y le compró tocinillos de cielo a su
mujer, hacía tiempo que no tenía ningún detalle con ella y sabía perfectamente
que con eso y un poco de suerte echaría un polvo antes de que se durmiera en el
sofá. Le encantaban los tocinitos de cielo, mucho más que la pastelería
industrial, dónde va a parar.
Regresó sobre las doce y su jefe
de departamento le esperaba en la puerta. Le dijo que le habían llamado de casa
y a Nacho le extrañó bastante porque su familia raras veces llamaba a la
productora. Entonces cayó en la cuenta de que se había dejado su teléfono móvil
y vio una docena de llamadas perdidas reflejadas en la pantalla. Llamó a su
mujer y le dijo que su hijo el mayor no había ido al colegio, que lo estaban
buscando, que todavía no había llamado a la policía y no sabía qué hacer.
Nacho salió disparado. En un
principio pensó que era una gamberrada, una manera de llamar la atención. Tuvo
la sensación de que no le había prestado demasiada atención al mayor, de que siempre
había estado pendiente del pequeño, de su debilidad, de aplacar su melancolía y
se sintió un poco culpable. A la hora del late night, antes de la serie de
acción americana de todas las noches, al ver que no había llegado, salieron a
la calle a buscarlo. Su mujer se encargó de llamar una por una a las casas de sus
amigos más próximos y Nacho rastreó el barrio junto a su hijo pequeño, parque a
parque, rincón a rincón. Pasaba ya bastante de la medianoche cuando hicieron un
alto en la búsqueda. Su mujer llegó a casa sin ninguna noticia, sin ningún
indicio claro de dónde podía estar metido, estaba tan nerviosa que se zampó la
caja de tocinillos de cielo delante del teléfono, esperando un mensaje, una
llamada, algo que le hiciera respirar tranquila. Padre e hijo decidieron volver
a casa pero antes quisieron descansar, se sentaron en un banco y permanecieron
en silencio durante un buen rato. Hacía frío y una ligera bruma se levantó por
debajo de los choches. Se miraron un instante. No era necesario decir nada. Su
hijo lo sabía. Él también lo sabía. Ambos lo sabían. Se incorporaron al mismo
tiempo y al mismo tiempo se rascaron la nariz. Antes de que la niebla hubiera
alcanzado los techos de los coches, retomaron el camino a casa.
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