miércoles, 9 de noviembre de 2016

TOCINILLOS DE CIELO



Nacho nació sin sombra, por eso cuando era un niño solía jugar a proyectarlas en una pared. Lo hacía con monigotes que fabricaba con las cosas que se iba encontrando en la basura. Utilizaba todo tipo de quincalla, desde pilas gastadas hasta piezas de electrodomésticos, desguazaba cualquier material y con él hacía estructuras extrañas para sus personajes, muñecos sin forma que no cobraban vida hasta el momento de la proyección. Para ello usaba una luz de obra que robó de una construcción muy cercana al polígono industrial donde acostumbraba a hacer sus pequeños shows de sombras chinas. Y así pasaba las horas muertas durante las tardes mientras sus padres se pasaban el día entero trabajando y él se suponía que hacía los deberes.
Ahora Nacho tiene cuarenta y dos años y está casado. Tiene dos niños y también se pasa el día entero trabajando, como sus padres antaño. Su hijo pequeño es el que más le preocupa, es enfermizo y escuálido y tiene muchas crisis de ansiedad. El mayor es un adolescente corpulento, de mirada errática y salvaje, que no encuentra su rol en la familia e intenta suplir a su padre dentro de un hogar abandonado a su suerte, sin autoridad, en derribo por ausencia.
Su mujer trabaja a destajo en un taller de corte y confección y llega a casa a las once de la noche sin ganas de nada, grita un poco para imponer algo de orden pero en seguida se mete en la cocina y se atiborra de bollería industrial escuchando las peleas de los chavales al otro lado de la puerta. Es fácil verla por las noches, sonámbula, caminando errática por el pasillo.
Él suele llegar un poco más tarde a casa, se encierra en su despachito, una pequeña habitación que no llega a tres metros por tres, se pone delante del ordenador y escribe su novela sin fin mientras fuma un cigarrillo tras otro y fantasea con su vida. Últimamente está encallado, lleva varios días sin avanzar en la narración y piensa que el trabajo le está quitando toda la energía, atribuye su falta de inspiración a las presiones de sus jefes y al ambiente en la productora, los clientes, los ayuntamientos, los pagos, las facturas… Compró unos tapones para los oídos en un bazar chino para aislarse de los gritos y los golpes de sus hijos, pero ni con esas.
Enciende un cigarrillo y se queda un buen rato con cara de bobo mirando la pantalla del ordenador. Se rasca la cabeza mientras hace un balance mental de todo lo ocurrido en el trabajo desde que entró a formar parte como responsable de comunicación hasta la enésima discusión que había tenido esa misma mañana con uno de sus jefes y se pregunta si merece la pena ser contado. Pero no, es siempre lo mismo, un bucle infernal, intranscendente. ¿A quién podría interesarle? Entonces cae en la cuenta de que lo único que le hace diferente del resto, lo único que le hace ser una persona especial es que no tiene sombra y eso es un secreto con demasiado peso como para contarlo a sus posibles lectores. Sentía, en el fondo de su corazón, que la primera persona que debía leer esa novela era su hijo pequeño ya que del grande no podía esperar nada y mucho menos de su mujer que, harta de bollos, siempre, después del late show de rigor, se queda dormida en el sofá viendo series malas de acción americanas.
Aquella misma noche, antes de dormir, se llevó a su hijo pequeño al despachito y decidió contarle aquello que tenía guardado durante tanto tiempo y que sucedió una tarde de verano en el camping donde solía pasar las vacaciones cuando era un mocoso. El chaval, que estaba a punto de cumplir catorce años, lo miró sin inmutarse.
-Me di cuenta jugando al escondite, tenía tu edad, más o menos. Me oculté en una viña, estaba muy oscuro, a lo lejos podía ver las luces de las caravanas del camping. ¿Me estás oyendo?
El niño asiente con la cabeza.
-Es muy importante lo que te estoy contando.
-Pues yo creo que es mentira, mira tú.- Dice el chaval rascándose la nariz.
-Te lo juro por mi vida. Escucha. Estuve escondido durante un buen rato hasta que vi una luz de linterna que se aproximaba. Yo permanecí allí, tuve la tentación de ocultarme detrás de otra cepa con el fin de dar un rodeo y salir corriendo pero de golpe escuché un ruido y me acojoné.
-Sería un grillo.
-Era una serpiente.
-Joder.
-Así que me quedé petrificado, esperando a que se fuera.
-¿Y se fue?
-Sí, pero en ese momento Rodrigo me descubre, me apunta con la linterna en los ojos y se da cuenta de que no hay sombra detrás de mí.  
-Mira, papá, ya no tengo edad para el cuento de buenas noches, escríbelo, quizás algún día alguien lo lea.
-Sólo te pido que me escuches hasta el final, nada más. ¿Es tan difícil?
-Venga, sigue.
-El caso es que después de eso, Rodrigo, que me sacaba cinco años y una cabeza, se estuvo burlando de mí durante todas las vacaciones. Al principio hacía bromitas con doble sentido, me puso el mote de mala sombra y aprovechaba cuando estábamos en grupo para descalificarme y ridiculizarme siempre que se terciaba la ocasión.
-Me suena eso.
-Pues calla y atiende. Yo andaba enamorado de una chiquilla muy linda y él también. Se llamaba Cristina y tenía mi misma edad. Ella se sentía más atraída por él que por mí. Rodrigo era un chico fuerte, parecía muy seguro de sí mismo, en cambio yo no era más que un mocoso que apenas tenía cuatro pelos en los huevos, hablando mal. Una tarde, Cristina vino a mi caravana, había discutido con Rodrigo y supongo que quería hablar conmigo, desahogarse, lo típico que hacen las mujeres que no quieren nada contigo.
Nacho se enciende un cigarro y se queda un buen rato en silencio soltando el humo lentamente, sin prisa.
-Sigue, ahora no puedes quedarte ahí.
-Nos fuimos al río y me lo confesó todo. Me dijo que Rodrigo le había manoseado, se había sacado lo que tú ya sabes y se lo había intentado meter en la boca.
-¿La violó?
-No sé, supongo que sí, aunque nunca lo sabré con certeza porque justo en ese momento llegó él en plan chulo. Se tocaba el paquete cada dos por tres, que si por mi polla, que si por mis cojones… Tenía los ojos descentrados, como si estuviera drogado. Mandó a Cristina a su caravana y se quedó a solas conmigo.
En ese mismo instante, la figura de la madre pasa por el umbral de la puerta. El chico se asoma y la ve descalza, caminando como un zombi, sonámbula. Lleva un paquete de bizcochos de marca blanca en las manos y emite sonidos inteligibles, como si estuviera discutiendo con alguien.
-¿La despierto?
-No. Escucha. ¿Por dónde iba?
-Te habías quedado en que te quedaste a solas con él en el río.  
-Eso. Me dijo que no me creyera nada, que como se me ocurriera largar cualquier cosa contaría a todo el mundo lo de mi sombra y fue ahí donde tuve conciencia por primera vez de las consecuencias si la gente se enterara de que no tengo sombra. Esto es serio, muy serio, hijo. ¿Me aislarían? ¿Me estudiarían? ¿Me tomarían como un maldito, cómo un apestado? Pero por otro lado sentía que Rodrigo era un hijo de puta y que lo que le hizo a Cristina no podía quedar sin castigo.
-¿Y qué hiciste?
-Me encaré. Entonces él empezó a golpearme con mucha rabia. Yo traté de defenderme pero él era mucho más fuerte así que me quedé un rato sin ofrecer resistencia. Cuando se cansó de dar hostias, se levantó, se sacudió la arena y se marchó hacia el camping. Yo le seguí con sigilo, sin hacer el mínimo ruido, cogí una roca y se la estampé en la cabeza.
Nacho se rasca la nariz, atolondrado, con la mirada fija en la pared.
-¿Lo mataste?
-Lo tiré al río, estuvieron meses rastreándolo con buzos y no lo encontraron. Ese mismo día volvimos a Barcelona. Nunca más supe nada, ni tampoco de Cristina. El caso fue sonado, salió hasta en televisión.
-Entonces, ¿por qué lo mataste, por no tener sombra o por lo de Cristina?
-Por las dos cosas pero la más importante de todas es esta.
Nacho apaga la luz, coge una linterna de un cajón y la proyecta sobre el chico. Éste mira la pared incrédulo, se mueve pero no encuentra su silueta estampada por ninguna parte.
-Compartimos secreto, hijo. Ahora ya lo sabes, tú eres especial pero nadie debe saberlo.
Su hijo empalidece.
-¿Qué significa esto?
-Te he contado nuestro secreto, si quieres compartir otro conmigo ahora es el momento, ya sabes que no se lo contaré a nadie.
El niño se queda un momento pensativo.
-¿Te tomaste la medicación?
-Sí, papá.
-Pues venga, a la cama que es tarde.
Nacho recoge el escritorio y su hijo sale de la habitación. No pasa ni un minuto cuando el niño regresa confundido.
-Papá.
-Dime.
-Me gustaría dormir solo, tener mi habitación.
-Lo sé, pero primero tengo que desmantelar el despacho. Además, no sé si estás preparado para dormir solo. Hasta que el psicólogo no te retire la medicación es mejor que duermas con tu hermano, por si las moscas.
-Papá.
-Dime.
-No, nada. Buenas noches.
-Buenas noches, hijo.
Nacho pasó mala noche. A la mañana siguiente le costó un mundo aparcar, estacionó cerca del río Besós, en un rincón sin asfaltar junto a las vías del tren. Cuando bajó del coche se llevó un susto de muerte, una culebrilla se retorcía en el suelo, estaba herida y una vez calmado de su primera impresión, la contempló durante un buen rato con la mirada fija en los ojos del reptil, en su boca abierta pidiendo clemencia.  
Por el camino a la productora fue dándole vueltas a la idea del dolor y al aguante de lo vivo por no morir. Tenía que haber matado a ese animal y no quedarse allí mirándole como si aquello no fuera con él, eso era lo que le gritaba su conciencia.
Llegó diez minutos tarde y se sentó frente al ordenador con la cara impostada de interesarle muchísimo el balance de ganancia de la empresa. Tenía que publicitar que habían sido líderes en la realización de eventos para grandes corporaciones pero no se le ocurría nada que pudiera ser digno de ser público. Aquello no era más que un trámite, podría escribir que Entremés Espectáculos SL había cumplido con las expectativas diciendo cualquier chorrada como por ejemplo: Entremés Espectáculos no es una tabla de embutido, es un embutido con tablas y seguidamente colocar una imagen de una gráfica con los logros obtenidos junto a una infografía que explicara el motivo de las tablas, algo así como las virtudes principales de la productora. Cada año hacía algo similar, así que sacaba de sus archivos el anuncio del año anterior, le limpiaba un poco la cara y se lo presentaba al responsable de arte. Eso hizo y se lo volvieron a aprobar no sin antes pedirle los absurdos retoques de rigor. Estaba hasta los huevos de los retoques, quería estar tranquilo por una vez y no tener que imaginarse a sus jefes y compañeros muertos, colgados de hilos y proyectados en una pared. Fantaseaba con ellos balanceándose sobre una estructura de quincalla y neumático de camión, viendo sus sombras en la pared, haciendo de sus voces conversaciones como en un late night a medianoche: “¡Bienvenidos, queridos televidentes, hoy Entremés Espectáculos SL os comunica que al responsable de comunicación le importa una mierda comunicar nada y tampoco quiere hacer retoques. Gracias, responsable de comunicación y gracias a todos. Son las once y media de la noche. Empezamos!”. [Aplausos, sumario y publicidad].   
Salió a almorzar a eso de las once y media, pasó por una pastelería y le compró tocinillos de cielo a su mujer, hacía tiempo que no tenía ningún detalle con ella y sabía perfectamente que con eso y un poco de suerte echaría un polvo antes de que se durmiera en el sofá. Le encantaban los tocinitos de cielo, mucho más que la pastelería industrial, dónde va a parar.
Regresó sobre las doce y su jefe de departamento le esperaba en la puerta. Le dijo que le habían llamado de casa y a Nacho le extrañó bastante porque su familia raras veces llamaba a la productora. Entonces cayó en la cuenta de que se había dejado su teléfono móvil y vio una docena de llamadas perdidas reflejadas en la pantalla. Llamó a su mujer y le dijo que su hijo el mayor no había ido al colegio, que lo estaban buscando, que todavía no había llamado a la policía y no sabía qué hacer.
Nacho salió disparado. En un principio pensó que era una gamberrada, una manera de llamar la atención. Tuvo la sensación de que no le había prestado demasiada atención al mayor, de que siempre había estado pendiente del pequeño, de su debilidad, de aplacar su melancolía y se sintió un poco culpable. A la hora del late night, antes de la serie de acción americana de todas las noches, al ver que no había llegado, salieron a la calle a buscarlo. Su mujer se encargó de llamar una por una a las casas de sus amigos más próximos y Nacho rastreó el barrio junto a su hijo pequeño, parque a parque, rincón a rincón. Pasaba ya bastante de la medianoche cuando hicieron un alto en la búsqueda. Su mujer llegó a casa sin ninguna noticia, sin ningún indicio claro de dónde podía estar metido, estaba tan nerviosa que se zampó la caja de tocinillos de cielo delante del teléfono, esperando un mensaje, una llamada, algo que le hiciera respirar tranquila. Padre e hijo decidieron volver a casa pero antes quisieron descansar, se sentaron en un banco y permanecieron en silencio durante un buen rato. Hacía frío y una ligera bruma se levantó por debajo de los choches. Se miraron un instante. No era necesario decir nada. Su hijo lo sabía. Él también lo sabía. Ambos lo sabían. Se incorporaron al mismo tiempo y al mismo tiempo se rascaron la nariz. Antes de que la niebla hubiera alcanzado los techos de los coches, retomaron el camino a casa.   

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