jueves, 27 de octubre de 2016

VÍNCULOS



Emilio pasea a su perro de seis a ocho de la tarde todos los días. Es su momento favorito, dos maravillosas horas donde poder sociabilizar con la gente de su barrio mientras su perrito huele algunos culos y hace sus necesidades más primarias. Emilio, cincuentón, vive solo y todo lo que no discute con él, lo discute con el perro, un Boston terrier regordete y baboso llamado Taxi. Taxi es una mascota en toda regla, está tan humanizado que sólo le falta hablar para pedir el desayuno todas las mañanas. Antes de irse a la oficina le deja preparado un buen cuenco de pienso y cuando acaba su jornada sale disparado para sacarlo a pasear. Conoce todos los pipicanes del barrio y tiene fichadas a las mejores dueñas de perros a la redonda. Sabe todo sobre sus mascotas. Sabe que Belinda, dueña de un pastor alemán, está muy preocupada por su alimentación últimamente y que Martina está a punto de llevar a operar a su podenca de una uña. Las dos conservan cierto atractivo y rondan los cincuenta. Belinda fuma un cigarro tras otro, es delgada pero con mucha cadera, pecho pequeño y caído y piel seca, cetrina. Martina come pipas porque dice que está dejando de fumar, es gorda y culona, de piel tersa, pecho generoso y piernas cortas.  A Taxi le encanta jugar con Waters, el pastor alemán, pero discute mucho con Cicuta, la podenca. Cicuta es demasiado asustadiza para sus juegos y se pega a la pierna de Martina con el rabo entre las patas. Y así pasan el tiempo, observándoles, sin apenas decir nada hasta que llega el momento de irse a casa.
Emilio se encuentra con ellas en el parque, como casi cada día. Se acerca tímidamente y se arregla un poco el pelo disimulando su calva. Esta vez va bien aseado y estrena un sombrero de copa chata que no le favorece en absoluto. Ellas se quedan calladas como si se hubiera interrumpido una importantísima conversación. Emilio, al fin, después de los habituales titubeos previos, rompe el hielo preocupándose por el estado de salud de sus respectivos perros.
-Waters bien, ya hace las cacas más duras.
-Me alegro. ¿Y Cicuta?
-Cicuta bien, mañana la operan. Cojea un poquito pero se está tomando el antibiótico.
-El tema es que no le duela, Martina. Si tiene que tomar antibióticos…
-Lo sé, Emilio, pero no sé si sabes que soy antifármacos, yo todo natural.
La respuesta es borde, secante, y Emilio comienza a percibir que tanto Belinda como Martina no pueden sentir más que cierta desconfianza por él y, si no fuera por el detalle de que es el dueño de un perro más del vecindario, no lo hubieran conocido en la vida. Sabe que Taxi es un perro ansioso y a veces desagradable pero es, al fin y al cabo, un perro. Sin embargo, él no llega ni a la categoría de can, no es más que un pobre hombre de poco más de metro sesenta, medio calvo, gordo y desaliñado. A pesar de todo, Emilio quiere intimar con ellas, se dio cuenta de que después de tanto tiempo no sabía nada de sus vidas y todo, absolutamente todo, de la de sus perros. Anhelaba llenar ese vacío. A veces, se las imaginaba en situaciones banales: haciendo una tortilla de patatas, duchándose, yendo a trabajar… ¿En qué trabajarían? ¿A qué podían dedicar sus ratos libres? Todas esas actividades rutinarias y anodinas le llenaban de curiosidad. Lo cierto es que sus perros estaban bien cuidados, no les faltaba amor y él adoraba a su perro, eso era una gran verdad, la verdad suprema que generaba el vínculo. El primer paso ya estaba superado, el asunto perros funcionaba pero, ¿eran solteras o divorciadas? Con ese amor tan incondicional a sus mascotas dudaba que estuvieran casadas, o eran lesbianas o separadas, de eso no tenía la menor duda y con algo de iniciativa, una de las dos, tenía que caer.
-¿Qué hacéis este fin de semana?
-¿Cómo?- Contesta Belinda haciéndose la despistada.
-Bueno, yo me voy.- Dice Martina en seco, sin dar lugar a negociaciones.
Y Emilio, “¿adónde?”. Martina le mira con algo de compasión y le contesta que a casa, que es tarde y que tiene muchas cosas que hacer. En poco menos de dos minutos a Belinda se le ocurrió que también tenía que hacer muchas cosas y se esfumó dejando a Emilio sólo, con cara de idiota y con su sombrero de ala corta puesto sin ninguna gracia en su enorme cabezota. Caminó de vuelta a casa por la ruta más larga, cabizbajo. Taxi seguía sus pasos caminando con dificultad y emitiendo esos pitiditos por la nariz, como si se estuviera asfixiando, tan propios de los perros de su raza.
-¡Taxi, ven aquí!
El perro se detiene obediente y se sienta frente a él.
-Estás castigado.
Taxi le mira con cara de porqué.
-¡Puto perro! Si llego a saber que das tanto asco te dejo en la protectora de animales.
La noche anterior, mientras cenaba sardinas en conserva delante del televisor, llegó a la conclusión –le costó los tres años que tenía su perro- de que no era precisamente él el centro de atención en el parque, sino Taxi, que a pesar de su cuerpo amorfo, lleno de pliegues y babas, se llevaba todos los piropos, los mimos y las caricias de Belinda y Martina. En aquel momento se puso celoso, castigó a Taxi sin cena por primera vez en mucho tiempo y, lo peor de todo, sin el cuento de buenas noches que acostumbraba a leerle en su camita después de las noticias de las nueve. Taxi se quedó dormido con un hueso de juguete en la boca y a Emilio le vinieron unos tremendos deseos de mejorar su imagen. Abrió el armario y puso toda su ropa sobre la cama. Fue combinando todas las prendas con la intención de elegir algo que tuviera un color especial pero nada salía del negro o de diferentes tonalidades de marrón, puro aburrimiento monocromático. Abrió un cajón que hacía años que no abría y apareció el sombrero de copa chata y ala corta de color burdeos algo deformado. Se lo puso en la cabeza, se miró al espejo y se dio cuenta de que había engordado mucho, tenía la cara hinchada, algo de papada, y el sombrero no se ajustaba demasiado bien a su perfil. Revisó las prendas que había seleccionado y consideró que el color del sombrero reforzaría una vaga idea de jovialidad y eso le podría dar un aire excéntrico interesante, así que lo cepilló un poco y lo reservó. Escribió en su agenda que tenía que afeitarse (llevaba semanas sin hacerlo), limpiarse los zapatos, cortarse las uñas de los pies e ir a la peluquería. Aquella misma noche soñó que Belinda y Martina vagaban desnudas por el bosque; una de ellas, no recuerda bien quién, orinaba subida a una roca y la otra hacía hoyos con las manos mientras olisqueaba algo en la tierra removida.
Terminan las noticias de las nueve y Taxi se tumba en su camita. Emilio no puede dormir, no deja de pensar en la espantada del parque; algo hizo mal, quizás el sombrero, quizás la rapidez de la propuesta… El caso es que quedó como un tipo que anda sólo, un pesado que busca compañía con la excusa de tener un perro y nada más. Pero se habían quedado en lo superficial porque Emilio sabía perfectamente que era un hombre sensible, culto y que tenía mucho que ofrecer así que no se dio por vencido. Si el vínculo eran los perros, conocía perfectamente a Waters y a Cicuta, los adoraba. Despertó a Taxi y le llenó un cuenco con su pienso favorito, se recostó junto a él y le leyó unos versos de Las Metamorfosis de Ovidio, su libro favorito, hasta que se quedaron profundamente dormidos.
Al día siguiente estuvo preparando el encuentro durante toda su jornada laboral. Tenía claro que debía vencer su timidez, contemporizar más sus intervenciones y sobretodo ser fresco y original. Salió media hora antes del trabajo y por el camino decidió no ponerse el sombrero rojo creyendo que caería de nuevo en el error de ser alguien que no era, alguien que fue en su momento, hace años, y cambió por una corbata y un puesto fijo en la administración.
A Taxi le costó salir de casa, estaba perezoso y a Emilio no le supuso demasiado esfuerzo ponerle el collar. Faltaban cinco minutos para las seis de la tarde. Caminaron por la ruta más corta hasta llegar al parque. Allí estaban Belinda y Martina, sentadas en un banco, fumando y comiendo pipas respectivamente. Emilio soltó a Taxi pero éste, extrañamente, no fue a saludar a Waters ni a Cicuta que corrían en círculo por el césped como de costumbre. Emilio se acercó discretamente y ellas acariciaron a Taxi y le dijeron piropos y le dieron besos y todo eso que solían hacer cada vez que lo veían. Taxi se dejó hacer y se estiró boca arriba para que le rascaran la tripa.
-Hola, veo que Cicuta salió bien de la operación.- Dijo Emilio en tono seguro, sin titubear.
-¿No lo ves? Mira cómo corre. Ahora le cambié el pienso y le noté mucha mejoría, sus uñas están más fuertes e incluso el pelo le brilla más.
-Es cierto, no me había dado cuenta.- Dijo Belinda.
-Me lo recomendó su veterinario. Es un poco más caro pero vale la pena.
-Pues mi Waters ha vuelto a recaer, parece que no se le cura esa gastroenteritis.
-Es normal, Cicuta también tuvo una el año pasado y lo pasó fatal, la tuve que llevar de urgencias porque pensaba que se moría.- Hizo una pausa y prosiguió. -¿Y Taxi cómo está?
Ambas se dieron cuenta de que Emilio había desaparecido pero tampoco se molestaron demasiado en buscarlo. Taxi se sentó junto a ellas en el extremo del banco y de repente vio a su dueño saliendo de detrás de unos matorrales, desnudo y a cuatro patas. Jugueteaba con Waters y Cicuta, con las rodillas y las manos llenas de verdolaga y un hilillo de baba colgando de su papada. Taxi ladró varias veces y Emilio acudió a su llamada.
-¡Pero qué perrito más lindo!- Gritó Belinda llena de emoción.
Emilio se puso boca arriba y ellas empezaron a acariciarle la tripa. A Martina le pareció buena idea obsequiarle con una golosina perruna pero antes le propuso un juego. Estuvieron lanzándole una pelotita de goma durante un buen rato y Emilio la devolvía una y otra vez. Taxi apoyó la cabeza en el respaldo del banco, estaba satisfecho; su dueño había traspasado la frontera en su viaje más allá del vínculo. Le pidió un cigarrillo a Belinda en un gesto simple con la patita. Ella le limpió cuidadosamente las babas con un pañuelo, se lo puso en la boca y se lo encendió. Mientras Taxi soltaba el humo lentamente, Emilio se proyectó en el bosque revolcándose en los charcos junto a sus cánidas amigas. Amado al fin, olisqueó la tierra húmeda, meó en un arbusto levantando la pata, dejó la pelotita junto al banco y se tumbó en el césped. Martina sacó la golosina del bolso y la lanzó al aire. Emilio la cazó al vuelo y emitió sus primeros ladridos de amor.   

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