Mientras se afeita frente al espejo escucha las noticias de la radio. Se
siente afortunado por el simple hecho de ir a trabajar. Lo que hace algunos
años era lo más parecido a una tortura ahora se había convertido en un momento
místico, singular, más allá del bien y del mal. Antes se dejaba la barba en un
acto absurdo de rebeldía, descuidaba su imagen con la fe de que algún día, su
jefe, le recriminara
su falta de higiene y le pudiera despedir pagándole una suculenta
indemnización. Sabía que por eso no le iban a echar así que bajó su rendimiento
para que pudiera sumar con su pequeño acto subversivo. Pero no. Nunca sucedió.
Soñó con ese dinero, con la posibilidad de irse al Caribe con su mujer y montar
un negocio de tapas españolas. Sería un éxito. Tenía que serlo. Pero tuvieron
su primer hijo y entonces la quimera de la nueva vida en el Caribe se esfumó y
la substituyó por un chalet en primera línea de mar que nunca tuvo, con garaje,
piscina y jardín. Ver a su hijo correr por el césped, el sol dorando los
jazmines de la entrada, el mar... No pudo ser. El afeitado debe ser apurado,
las patillas se tienen que repasar, los rincones del cuello y maxilares se
pasan a contrapelo, la cara se hidrata bien antes de poner la espuma y el after
shave debe ser meloso a la nariz. Apaga la radio. Se peina ocultando su
alopecia. Le da un beso a su mujer y le dice que llegará tarde porque han
reducido personal y tiene que doblar turno. El trabajo como momento místico,
singular, más allá del bien y del mal, le ha convertido en un héroe de la
estupidez. Lo sabe. Pero la resignación es cómoda y siempre queda el consuelo
de que tiene trabajo, no como muchos otros que andan de bar en bar, sumidos en
la desesperación. Ya no tiene edad. No. Antes de empezar su jornada, entrará en
un supermercado y comprará cuchillas, serán Wilkinson de triple hoja. Las
mejores para un afeitado perfecto.
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