El
párroco del pueblo le recriminó al sastre su monotonía a la hora de hacer los
patrones de todos los vestidos de novia de la región. Anselmo, así se llamaba
el sastre, aseguró que esos patrones siempre fueron los mismos, idénticos, y le
venían heredados de su padre que fue sastre y de su abuelo que también lo fue.
Cuando Anselmo llegó a casa y le contó lo sucedido a su mujer, ésta se quedó
pensativa durante un buen rato. De repente, corrió al cuarto matrimonial y cogió el retrato de bodas para reforzar el argumento del
párroco. Estaba claro, hasta su mujer llevaba el mismo vestido que todas las
mujeres de toda la región. Anselmo tuvo la sensación, por un instante, de haber
fracasado en su cometido existencial. Confeccionar vestidos de novia y seguir
la tradición familiar había dejado de tener sentido; al menos de ese sentido
vital que él había tratado de conservar desde que era un aprendiz y recortaba
patrones estrafalarios escondido tras las telas y el terciopelo del viejo
taller. Le dio la espalda a su mujer y se asomó a la ventana. Tomó aire. El
trino de unos pajaritos envolvió la habitación. En ese momento a Anselmo le
sobrevino una pregunta en la cabeza: ¿cómo es posible que, después de tantos y
tantos años, nadie se haya dado cuenta antes?
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