viernes, 29 de abril de 2016

EL SEÑOR PÁTRIDA Y LA REBELIÓN DE LAS MASAS



El señor Pátrida se empeñó en encerrarse en sí mismo como alegato de pureza. Rechazó todo tipo de músicas y libros y gastronomías que no fueran la suya. Se convirtió en símbolo de una cultura, la propia. Salió a predicar todos los días sobre las ventajas y maravillas de los valores autóctonos, se inventó una bandera e incluso fue al ayuntamiento a proponer un nuevo ejército. Tenía a todo el pueblo convencido. Se cerraron las fronteras, se elevaron los platos típicos a insignias de la alta cocina y se quemaron todo tipo de libros que no fueran escritos en el idioma nativo. La amenaza venía del exterior pero era difusa así que el señor Pátrida buscó un país enemigo en el que poder desfogar todas las frustraciones de su pueblo. Se ajustició a todo a todo aquel que pensara diferente, a todo poeta que escribiera en la lengua del enemigo, a todo habitante que tuviera en casa cualquier objeto que se alejara de la idea de nación que el señor Pátrida había labrado. Se reescribió la historia del pueblo, se usaron como excusa cientos de años de opresión para oprimir con alevosía y premeditación. Todo le había salido bien al señor Pátrida en muy poco tiempo pero la vida de sus conciudadanos no mejoró demasiado y el odio y la xenofobia se habían apoderado de ellos sin que se dieran cuenta. Hasta que un día, por el pueblo, apareció una señorita muy linda del país enemigo que decía haberse perdido. Pátrida, por primera vez en su vida recta, de ideas rectas, de sentimientos rectos e idiosincrasia recta, se había enamorado. La gente del pueblo intentó lincharla, hacerle pagar toda la frustración acumulada, toda la opresión del pasado. Querían quemarla en la plaza mayor y así hacer justicia simbólica. Pero Pátrida le salvó la vida, la llevó a su casa y le hizo el amor. Se casó con ella, con la extranjera, con la raíz del mal. Durante años intentó nacionalizarla, limpiar sus raíces. Pero no pudo. El pueblo, su propio pueblo, le dio la espalda pero a él seguirían excitándole sus susurros en aquel idioma raro y sus movimientos de cadera cuando hacían el amor. Y eso fue la única verdad que le sostuvo hasta el día de su muerte.

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