El señor Pátrida se empeñó en
encerrarse en sí mismo como alegato de pureza. Rechazó todo tipo de músicas y
libros y gastronomías que no fueran la suya. Se convirtió en símbolo de una cultura, la propia. Salió a
predicar todos los días sobre las ventajas y maravillas de los valores
autóctonos, se inventó una bandera e incluso fue al ayuntamiento a proponer un
nuevo ejército. Tenía a todo el pueblo convencido. Se cerraron las fronteras,
se elevaron los platos típicos a insignias de la alta cocina y se quemaron todo
tipo de libros que no fueran escritos en el idioma nativo. La amenaza venía del
exterior pero era difusa así que el señor Pátrida buscó un país enemigo en el
que poder desfogar todas las frustraciones de su pueblo. Se ajustició a todo a
todo aquel que pensara diferente, a todo poeta que escribiera en la lengua del
enemigo, a todo habitante que tuviera en casa cualquier objeto que se alejara
de la idea de nación que el señor Pátrida había labrado. Se reescribió la
historia del pueblo, se usaron como excusa cientos de años de opresión para
oprimir con alevosía y premeditación. Todo le había salido bien al señor
Pátrida en muy poco tiempo pero la vida de sus conciudadanos no mejoró
demasiado y el odio y la xenofobia se habían apoderado de ellos sin que se
dieran cuenta. Hasta que un día, por el pueblo, apareció una señorita muy linda
del país enemigo que decía haberse perdido. Pátrida, por primera vez en su vida
recta, de ideas rectas, de sentimientos rectos e idiosincrasia recta, se había
enamorado. La gente del pueblo intentó lincharla, hacerle pagar toda la
frustración acumulada, toda la opresión del pasado. Querían quemarla en la
plaza mayor y así hacer justicia simbólica. Pero Pátrida le salvó la vida, la
llevó a su casa y le hizo el amor. Se casó con ella, con la extranjera, con la
raíz del mal. Durante años intentó nacionalizarla, limpiar sus raíces. Pero no
pudo. El pueblo, su propio pueblo, le dio la espalda pero a él seguirían
excitándole sus susurros en aquel idioma raro y sus movimientos de cadera
cuando hacían el amor. Y eso fue la única verdad que le sostuvo hasta el día de
su muerte.
La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
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