“Llevo tanto tiempo parado que me confundo con el
paisaje urbano. A veces creo que soy una farola. Qué digo, una papelera o un
banco. Eso, un banco destartalado en medio de un parque decadente entre solares
que nadie va a comprar. Como éste, por ejemplo. Así me siento a veces. Bueno,
en realidad, la mayoría del tiempo. Sé que no es grato oír lo que digo pero
escúchame, sólo te pido eso.” El Testigo de Jehová lo miró como si escrutara su
problema espiritual, como si entendiera en el fondo todo su desasosiego
interior. Dejó su maletín sobre el banco y se sentó junto a él. “¿Crees en
Dios?”, le preguntó. Él sonrió, abrió un diario de esos gratuitos y comenzó a
leer las noticias del día. Todas tristes. Todas desoladoras. Todas nubes y
tormentas y relámpagos y tempestades y terremotos impresos en papel reciclado.
“Esto es Dios. Ésta es su fuerza. Éste es su equilibrio de las cosas. Y ahora
dime, ¿aún crees?”, contestó. El Testigo afirmó con la cabeza, abrió su maletín
y extrajo una revista divulgativa, la clásica Atalaya. Él la rechazó. “Los
bancos no podemos mirar esas cosas. Somos bancos, ¿entiendes? Los bancos sirven
para sentarse”. El Testigo de Jehová se rascó la cabeza y miró a su alrededor.
“Hace un día precioso. Este sol es un regalo de Dios, ¿no crees?” Dijo como
para cambiar de tema. “Sí. Hace un día precioso ¿Me das para un bocadillo?
Sería fantástico desayunar.” Contestó protegiéndose los ojos de la luz del sol
poniendo la mano como visera. “¿Sabes una cosa? Jesús era pobre pero rico de
espíritu. Ten fe, seguro que tarde o temprano encontrarás un trabajo. No
desesperes porque Dios es misericordioso, es Verdad, es Sentido.” “¿No me digas
que no tienes algo suelto para darme? Si me das para un bocadillo me hago
Testigo ahora mismo.” Una nube ensombreció el sol. Ambos se quedaron un rato en
silencio. “Yo era profesor de gimnasia.” “¡Vaya, qué apasionante!”, exclamó el
Testigo de Jehová. “Bueno, tampoco es para tanto. Pero me gustaba. Estuve diez
años dando clases en un instituto. Todas la mañanas laborables, como ésta, ni
más ni menos. Lo primero que les pedía era que corrieran quince vueltas a la
pista de fútbol sala y todos me miraban con un odio indescriptible. Cómo me
gustaba verles correr, era el mejor momento del día. Daba igual que lloviera o
hiciera sol, ellos corrían como pollos desplumados alrededor de la pista sin
motivo ni razón, sólo porque yo lo ordenaba. Era Dios de nueve a diez de la mañana
y mi silbato era como un tótem, como una reliquia divina.” El Testigo de Jehová
hizo una mueca de indignación con la boca. Fue sutil pero perceptible. “Dios
sólo hay uno y no corre. No tiene prisa.” “¿Estás en forma?” El Testigo se
quedó callado, como acomplejado. “La respuesta es no. Estás fondón. Te sobran
quilos. Reconócelo.” “Puede que lleves razón.”, contestó ojeando las Atalayas
de su maletín. “¿Sabes cómo me harías feliz?” El Testigo negó tímidamente con
la cabeza. El tipo añadió: “Si corrieras para mí. Si dieras quince vueltas al
parque y te cronometrara.” El Testigo sonrió de oreja a oreja. Quería verle
feliz, aunque sólo fuera por un instante. De repente, se imaginó en el Día del
Juicio Final y se vio allá, a la diestra, junto a aquel profesor de gimnasia,
explicándole que llevaba razón, que Dios existía, que lo tenían allí delante y
que gracias a aquel encuentro estaría salvado por los siglos de los siglos, en
la hora y en la hora... (Amén). Se incorporó, se quitó la chaqueta, la dejó en
el banco y comenzó a hacer ejercicios de calentamiento. “Muy bien. Te veo. Te
veo. Por casualidad he traído mi silbato. Siempre va bien un poquito de
jerarquía.” Silbó con fuerza y el Testigo se cuadró cual soldado raso. Volvió a
silbar y salió disparado. El profesor de gimnasia se cansó de cronometrar a la
segunda vuelta. Cada vez que pasaba por su lado, le gritaba: “¡Vamos gordo,
vamos, vamos, vamos. No llegas al tiempo. No llegas!” El Testigo de Jehová
sudaba la gota gorda. “Llevo seis. Ya llevo seis vueltas”, dijo con la
respiración entrecortada; cuando no, pedía agua como un desesperado. “¡Ya te
quedan menos. No hay agua. Ni una gota hasta que no termines!” Se quitó el
silbato de la boca, se encendió un cigarro y soltó el humo lentamente. Cerró
los ojos y se acordó de los enormes pechos de una de sus compañeras de clase,
la vio corriendo torpemente con la camiseta empapada en sudor, sus tetas
caidongas chocaban entre sí, oscilaban azarosamente, como obra divina, y su
enorme trasero se movía trémulo como las vibraciones del cáliz en el Santo
Grial. Era real. Parecía real. Y él corría junto a ella siendo un adolescente,
con la cara llena de granos y un chándal de táctel rojo fosforito. Vanesa. Se
llamaba Vanesa y le miraba con expresión sucia, de comérselo todo. Era real.
Parecía real. Pero no podía dejar de mezclar aquella imagen con asuntos
religiosos. No podía. Y lo intentaba pero siempre aparecía Jesús, el Testigo de
Jehová y su puta madre al lado. Apuró el cigarro, abrió lentamente los ojos y
pudo entrever la silueta del corredor tras unos arbustos. A la décima vuelta no
pudo más. Se detuvo detrás del único árbol de todo el parque y se agachó para
tomar aire. Se desabrochó el cinturón y vomitó durante un buen rato. Sacó un
pañuelo y se limpió la boca. A su regreso el tipo había desaparecido, el
maletín estaba abierto con todas las Atalayas tiradas por el suelo y su
chaqueta estaba dentro de la papelera que había junto al banco. La recogió y
vio en el fondo su cartera, entre pañuelos usados y latas de Coca-Cola. La
abrió y la puso boca abajo. No cayó nada, ni un céntimo. Se sentó en el banco,
se secó el sudor de la frente con la mano, miró al suelo y vio el silbato. Lo
tuvo entre las manos durante un rato. Algo se le pasó por la cabeza, se lo puso
en la boca y silbó con fuerza.
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