miércoles, 23 de marzo de 2016

SILBATO



“Llevo tanto tiempo parado que me confundo con el paisaje urbano. A veces creo que soy una farola. Qué digo, una papelera o un banco. Eso, un banco destartalado en medio de un parque decadente entre solares que nadie va a comprar. Como éste, por ejemplo. Así me siento a veces. Bueno, en realidad, la mayoría del tiempo. Sé que no es grato oír lo que digo pero escúchame, sólo te pido eso.” El Testigo de Jehová lo miró como si escrutara su problema espiritual, como si entendiera en el fondo todo su desasosiego interior. Dejó su maletín sobre el banco y se sentó junto a él. “¿Crees en Dios?”, le preguntó. Él sonrió, abrió un diario de esos gratuitos y comenzó a leer las noticias del día. Todas tristes. Todas desoladoras. Todas nubes y tormentas y relámpagos y tempestades y terremotos impresos en papel reciclado. “Esto es Dios. Ésta es su fuerza. Éste es su equilibrio de las cosas. Y ahora dime, ¿aún crees?”, contestó. El Testigo afirmó con la cabeza, abrió su maletín y extrajo una revista divulgativa, la clásica Atalaya. Él la rechazó. “Los bancos no podemos mirar esas cosas. Somos bancos, ¿entiendes? Los bancos sirven para sentarse”. El Testigo de Jehová se rascó la cabeza y miró a su alrededor. “Hace un día precioso. Este sol es un regalo de Dios, ¿no crees?” Dijo como para cambiar de tema. “Sí. Hace un día precioso ¿Me das para un bocadillo? Sería fantástico desayunar.” Contestó protegiéndose los ojos de la luz del sol poniendo la mano como visera. “¿Sabes una cosa? Jesús era pobre pero rico de espíritu. Ten fe, seguro que tarde o temprano encontrarás un trabajo. No desesperes porque Dios es misericordioso, es Verdad, es Sentido.” “¿No me digas que no tienes algo suelto para darme? Si me das para un bocadillo me hago Testigo ahora mismo.” Una nube ensombreció el sol. Ambos se quedaron un rato en silencio. “Yo era profesor de gimnasia.” “¡Vaya, qué apasionante!”, exclamó el Testigo de Jehová. “Bueno, tampoco es para tanto. Pero me gustaba. Estuve diez años dando clases en un instituto. Todas la mañanas laborables, como ésta, ni más ni menos. Lo primero que les pedía era que corrieran quince vueltas a la pista de fútbol sala y todos me miraban con un odio indescriptible. Cómo me gustaba verles correr, era el mejor momento del día. Daba igual que lloviera o hiciera sol, ellos corrían como pollos desplumados alrededor de la pista sin motivo ni razón, sólo porque yo lo ordenaba. Era Dios de nueve a diez de la mañana y mi silbato era como un tótem, como una reliquia divina.” El Testigo de Jehová hizo una mueca de indignación con la boca. Fue sutil pero perceptible. “Dios sólo hay uno y no corre. No tiene prisa.” “¿Estás en forma?” El Testigo se quedó callado, como acomplejado. “La respuesta es no. Estás fondón. Te sobran quilos. Reconócelo.” “Puede que lleves razón.”, contestó ojeando las Atalayas de su maletín. “¿Sabes cómo me harías feliz?” El Testigo negó tímidamente con la cabeza. El tipo añadió: “Si corrieras para mí. Si dieras quince vueltas al parque y te cronometrara.” El Testigo sonrió de oreja a oreja. Quería verle feliz, aunque sólo fuera por un instante. De repente, se imaginó en el Día del Juicio Final y se vio allá, a la diestra, junto a aquel profesor de gimnasia, explicándole que llevaba razón, que Dios existía, que lo tenían allí delante y que gracias a aquel encuentro estaría salvado por los siglos de los siglos, en la hora y en la hora... (Amén). Se incorporó, se quitó la chaqueta, la dejó en el banco y comenzó a hacer ejercicios de calentamiento. “Muy bien. Te veo. Te veo. Por casualidad he traído mi silbato. Siempre va bien un poquito de jerarquía.” Silbó con fuerza y el Testigo se cuadró cual soldado raso. Volvió a silbar y salió disparado. El profesor de gimnasia se cansó de cronometrar a la segunda vuelta. Cada vez que pasaba por su lado, le gritaba: “¡Vamos gordo, vamos, vamos, vamos. No llegas al tiempo. No llegas!” El Testigo de Jehová sudaba la gota gorda. “Llevo seis. Ya llevo seis vueltas”, dijo con la respiración entrecortada; cuando no, pedía agua como un desesperado. “¡Ya te quedan menos. No hay agua. Ni una gota hasta que no termines!” Se quitó el silbato de la boca, se encendió un cigarro y soltó el humo lentamente. Cerró los ojos y se acordó de los enormes pechos de una de sus compañeras de clase, la vio corriendo torpemente con la camiseta empapada en sudor, sus tetas caidongas chocaban entre sí, oscilaban azarosamente, como obra divina, y su enorme trasero se movía trémulo como las vibraciones del cáliz en el Santo Grial. Era real. Parecía real. Y él corría junto a ella siendo un adolescente, con la cara llena de granos y un chándal de táctel rojo fosforito. Vanesa. Se llamaba Vanesa y le miraba con expresión sucia, de comérselo todo. Era real. Parecía real. Pero no podía dejar de mezclar aquella imagen con asuntos religiosos. No podía. Y lo intentaba pero siempre aparecía Jesús, el Testigo de Jehová y su puta madre al lado. Apuró el cigarro, abrió lentamente los ojos y pudo entrever la silueta del corredor tras unos arbustos. A la décima vuelta no pudo más. Se detuvo detrás del único árbol de todo el parque y se agachó para tomar aire. Se desabrochó el cinturón y vomitó durante un buen rato. Sacó un pañuelo y se limpió la boca. A su regreso el tipo había desaparecido, el maletín estaba abierto con todas las Atalayas tiradas por el suelo y su chaqueta estaba dentro de la papelera que había junto al banco. La recogió y vio en el fondo su cartera, entre pañuelos usados y latas de Coca-Cola. La abrió y la puso boca abajo. No cayó nada, ni un céntimo. Se sentó en el banco, se secó el sudor de la frente con la mano, miró al suelo y vio el silbato. Lo tuvo entre las manos durante un rato. Algo se le pasó por la cabeza, se lo puso en la boca y silbó con fuerza. 

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