Salió corriendo hasta que no pudo más. En una esquina
miró lo sustraído. Poca cosa le podrían dar por esa cámara. Recuperó las
pulsaciones, miró a los lados, se la metió en la mochila y caminó tranquilo
hasta una parada de bus. Esperó no más de cinco minutos. Subió sin billete,
disimuladamente, lo tenía decidido. Si decides algo y vas, no suele haber
problema. El contingente es la duda y él lo sabe. Una expresión dubitativa es
el primer indicio de ilegalidad. Sin embargo, él siempre fue un hombre legal
hasta que las cosas se le empezaron a torcer. Hoy le salió bien el golpe y
estará unos días sin pasear por el centro, lejos de sospechas. Había que
celebrarlo. Primero se deshizo de la cámara. Le dieron setenta euros. Diez
menos de lo que esperaba. Pero le daba igual, estaba acostumbrado a regatear y
siempre acababa cediendo por pereza. Entró en un supermercado y compró una
botella de bourbon. Pensaba compartirla con Olef, un bielorruso que apareció
por el barrio sin que nadie lo esperara y acabó quedándose. Ambos vivían en un
almacén abandonado que habilitaron a su gusto. Habían recibido ya varias
órdenes de desalojo pero ellos ya estaban acostumbrados al desalojo porque ya
estaban desalojados de todo. Cuando llegó, Olef dormitaba en un viejo sofá
carcomido. Sacó la botella de la bolsa y les duró lo que dura media parte de un
partido de fútbol. Iban medio borrachos pero también medio serenos, así que
fueron al supermercado a por otra. Por el camino salió la conversación del
cenar. Era recurrente la conversación del cenar. A pesar de que no solían cenar,
siempre hablaban de lo que cenarían cuando llegara la hora de la cena.
Compraron dos botellas más y volvieron al taller. No se sabe si por tener más
alcohol o por las ansias de verse rematadamente borrachos, el bourbon
desapareció antes de lo previsto y volvieron al supermercado. Por el camino
salió de nuevo la conversación y Olef se puso tan pesado que acudieron a la
cita del contenedor. Lo hacían un par de veces por semana lo de la cita del
contenedor y solía darles bastante pereza. Pero esta vez no hubo más remedio,
cuando Olef se enfadaba había que hacerle caso o era capaz de abrirte la cabeza
como una nuez. Estuvieron hurgando en la basura de unos grandes almacenes
durante un buen rato pero solo encontraron cartones. Fueron a un Mc Donalds y
repitieron la operación. Nada. A él todavía le quedaba dinero y decidieron
gastárselo en unas litronas que compraron en un badulaque. Él sugirió ir a un
Seven Eleven del centro que sabía que no tiraban lo sobrante. Lo sabía de buena
tinta porque el gerente era muy amigo de su ex mujer y seguro que le daría
pena. Se le daba bien eso de dar pena. Tenían hambre, la cerveza empezaba a
entrar mal y quedaba mucha noche como para pasarla buscando en la basura.
Saltaron la barrera del metro y se encararon con el vigilante de seguridad.
Olef lo solucionó todo con una mirada y se plantaron allí en media hora. Él
comprobó que el amigo de su ex mujer estuviera allí pero no estaba. Le pareció
extraño porque se pasaba la vida allí dentro, lo era todo para él esa tienda y
era imposible que lo hubieran despedido.
-Olef, no está el pimpollo. ¿Qué hacemos?
Olef no quería oír eso. Se estaba pasando la hora del
cenar, no le apetecía nada volver al barrio con el estómago vacío y entró
decidido a hablar con el tipo que había al otro lado del mostrador. Él corrió
detrás de Olef y trató de tranquilizarle. Lo conocía, sabía perfectamente que
no tenía el don de la diplomacia, Olef. Así que se anticipó y preguntó al
responsable.
-Buenas noches. Mire, venimos de lejos. ¿No tendréis
algo que os sobre para cenar?
El dependiente lo miró de arriba abajo desdeñosamente.
-Por cierto, ¿David ya no trabaja aquí?
El dependiente salió del mostrador y le agarró por la
solapa.
-Fuiste tú quien me robó la cámara, hijo de puta.
Le empujó y salió corriendo. El dependiente cayó al
suelo, Olef le recogió y de un golpe seco le partió la cabeza contra el suelo.
Caminó parsimonioso hacia la puerta, bajó la persiana del local y se puso a
comer Donettes.
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