viernes, 19 de febrero de 2016

UNO MÁS UNO



Él era un triste profesor de matemáticas en un triste instituto de pueblo. Ella peluquera. Muy guapa. Estaban casados y llevaban casi toda la vida de novios. Él tuvo un desliz hacía muchos años pero sólo fue por probar. Nada más. Quería saber lo que se sentía dándose un revolcón con otra y la verdad es que no fue nada satisfactorio así que volvió a los brazos de su mujer, la mujer... Ella, que siempre quiso ser actriz, payasa, chispeante, acróbata del material sensible de la vida, mataba las horas muertas leyendo Cuores, Holas, Cosmopolitans y demás revistas vacuas en el sillón reclinatorio de su peluquería. El negocio iba mal. Estaba asqueada de aquel pueblo y de aquellas viejas chismosas que venían cada dos meses a hacerse la permanente. A veces, se las imaginaba atadas a la silla con la cabeza metida en el secador de tubo durante horas y horas hasta que salía ese humillo fétido, ese aroma a pelo muerto tan parecido al del pollo quemado. Le encantaba imaginárselo. Le hacía feliz. Él la esperaba todos los días en el parque de enfrente de la peluquería. Ocho de la tarde. Siempre llegaba un poco antes porque le gustaba ver a los niños columpiarse y jugar a la pelota. A veces, se veía padre. No sabía si porque sentía que de esa manera podría reactivar su relación, aburrida de tanto letargo, o por el afán de tener una responsabilidad. La responsabilidad. Ser papá. El caso es que se lo podía imaginar. Él, ella y el niño. Una familia. Pero ella no estaba por la labor, quería reengancharse, volver a la ciudad, presentarse a castings, actuar. Quería hacer todo lo que no había hecho desde que se casó. Estuvo a punto de conseguirlo, incluso formó parte del reparto de una obra de Calixto Bieito. Siempre que tiene la oportunidad lo suelta en la peluquería y siempre le contestan lo mismo: ¿Calixto qué? Una tarde de junio, después de una semana de tensión subterránea entre los dos, él recibió la noticia poco sorprendente de su despido. Se lo esperaba. Pero aun así se puso triste. Tocaba ponerse triste aunque por dentro estuviera rebosante de felicidad por haberse librado por siempre de soportar las actitudes de aquellos pequeños delincuentes. Qué cosa el destino. Un día te levantas siendo profesor de matemáticas y te acuestas con los papeles del INEM sobre la mesita de noche. Aquella tarde paseó por el pueblo y no quiso esperarla en el parque como de costumbre. Cuando llegó a casa todo estaba en orden. Eran las nueve de la noche. La cena estaba en la nevera, la ropa del tendedero recogida... Pero solo había un plato y, doblados, calzoncillos y corbatas. La llamó al móvil. Desconectado o fuera de cobertura. Bajó a la peluquería. Quizás se ha entretenido, pensó. El parque estaba vacío. Era tarde. La persiana de la peluquería estaba cerrada y volvió a llamarla pero seguía desconectada. En la persiana, un cartel de se vende bien grande en amarillo fluorescente. Él se giró como para buscarla. Era inútil. De hecho, era inútil cualquier pensamiento en aquel momento, vía muerta, cero a la izquierda. De regreso a casa fue transformándose en un interrogante humano. Miró el parque solitario y todo él se convirtió en respuesta: uno más uno, a veces, no son dos.

1 comentario: