La puso en el bolso
junto a un ejemplar de Así habló Zaratustra. Hacía un año que había descubierto
la filosofía. Siempre leyó novelas, nunca le gustó el ensayo, pero desde que se
apuntó a unas charlas filosóficas en la universidad comenzó a empaparse de
Cioran, Marx, Schopenhauer y compañía. Tenía predilección por Nietzsche, según
ella era el que más le hacía sentir, el único que le transportaba a otras
esferas. Ese lunes se puso un vestido rojo ceñido y escotado, zapatos de tacón
de aguja negros y medias de rejilla. Estuvo más de media hora en el baño. Usó
un maquillaje poco discreto y se puso unas gotas de Channel detrás de las
orejas. Se pintó las uñas de negro y se repasó las cejas. Se aseguró de que no
le faltara nada en el bolso y salió a la calle dejando el apartamento a
oscuras. Los ojos de su gato brillaron en el sofá. Llovía. Eran las diez de la
mañana. Desplegó un paraguas negro a juego con los zapatos y el bolso y caminó
por una avenida plagada de coches y gente que corría huyendo de la lluvia hacía
alguna parte. En aquel momento tuvo la sensación de estar en un nivel superior.
Ya no le importaba su vida. Le daba igual. No sentía nada. Pensó en sus padres.
En todas las ilusiones que tenían depositadas en aquellos ahorros que el banco
se llevó. Pensó en sus hijos, en lo rápido que habían crecido, en lo poco que
podía ofrecerles, en el negro futuro que se les avecinaba. Pensó en la miseria
de manutención que le pasaba su ex marido a pesar de ser policía y de tener un
sueldo generoso, en la golfa con la que estaba, en su obsesión por las
pistolas, en el piso que tenían en común y que nunca venderían. Necesitaba
dinero. La despidieron hacía más de dos años y desde entonces no tenía
ingresos. Trabajaba media jornada de secretaria en un bufete de abogados, en la
avenida Diagonal y la indemnizaron miserablemente. Le llegó para el ordenador
de los niños y para una salida a Venecia con uno de sus amantes. Se detuvo un
momento, recogió el paraguas y se mantuvo quieta durante un buen rato,
disfrutando de la lluvia sobre su cabeza. Cerró los ojos y vio canales. Recordó
su aroma. Se estremeció. Al poco cayó en la cuenta de que su último amor fue
como el penúltimo, como el antepenúltimo, como todos los que tuvo hasta el
momento. Tipos inseguros, algo violentos, fanfarrones, de los que lo saben todo
y no les gusta que le quiten la razón. Se preguntó por qué siempre estuvo con
hombres de ese patrón. Su padre no era así, ni mucho menos. Así que tampoco
podía entender aquello de que todas las mujeres buscan algo parecido a su
progenitor. Adoraba a su padre, le dolía verlo tan menguado y con problemas de
visión. Fue soldador de primera y ganaba un buen sueldo. Ahora estaba jubilado
y sin ahorros. Lo que daría por ver a sus padres felices con todo ese dinero
(que era suyo) sobre la mesa del comedor. Lo necesitaban. Lo necesitaba. Caminó
unos metros más, entró en el banco de toda la vida, donde sus padres tenían sus
ahorros retenidos, donde se abrió la primera cuenta para ingresar su primer
sueldo como cajera en un supermercado. Había llovido desde entonces. Ahora era
su hijo mayor el que trabajaba de cajero y tenía su miserable sueldo en una
cuenta en ese mismo banco. No había ningún cliente esperando. Se acercó
lentamente al empleado: gordo, bigote cano, gafas de aumento y corbata lisa.
Ella saludó sin efusión. Él le miró el escote. “¿Con el señor Recasens, por
favor?”, dijo en tono neutro. “Está ocupado”, contestó el empleado sonriendo
como Charlie Rivel en su número del payaso triste. “No importa, esperaré aquí”.
Se sentó en la sala de espera, abrió su bolso, sacó un espejito y se retocó los
labios. Después cogió el libro de Nietzsche y se puso a leer. Al cabo de unos
minutos salió el director de la sucursal junto a un cliente. Le acompañó a la
puerta y se despidió de él con una ligera palmadita en la espalda. Tenía la
sonrisa de Miliky cuando cantaba aquello de “Vamos de paseo ¡Pi, pi, pi! En
un coche feo”. Ella metió el libro en el bolso y se acercó al director con
paso seductor. El director dejó de sonreír cuando vio la pistola apuntándole.
Sonaron dos disparos. Se giró hacía el empleado. “¿Cómo están ustedes?”, gritó
emulando a los payasos de la tele. Pero el gordo no supo o no quiso contestar.
Una pena. Una verdadera lástima. Levantó las manos pidiendo clemencia. Sonó
otro disparo y cayó al suelo con un agujero en la cabeza. Echó el pestillo a la
puerta principal y se encendió un cigarro. Soltó el humo lentamente mirando los
cadáveres desangrarse en el suelo recién pulido. Se sentó en la sala de espera
y retomó la lectura. La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
viernes, 26 de febrero de 2016
CÓMO ESTÁN USTEDES
La puso en el bolso
junto a un ejemplar de Así habló Zaratustra. Hacía un año que había descubierto
la filosofía. Siempre leyó novelas, nunca le gustó el ensayo, pero desde que se
apuntó a unas charlas filosóficas en la universidad comenzó a empaparse de
Cioran, Marx, Schopenhauer y compañía. Tenía predilección por Nietzsche, según
ella era el que más le hacía sentir, el único que le transportaba a otras
esferas. Ese lunes se puso un vestido rojo ceñido y escotado, zapatos de tacón
de aguja negros y medias de rejilla. Estuvo más de media hora en el baño. Usó
un maquillaje poco discreto y se puso unas gotas de Channel detrás de las
orejas. Se pintó las uñas de negro y se repasó las cejas. Se aseguró de que no
le faltara nada en el bolso y salió a la calle dejando el apartamento a
oscuras. Los ojos de su gato brillaron en el sofá. Llovía. Eran las diez de la
mañana. Desplegó un paraguas negro a juego con los zapatos y el bolso y caminó
por una avenida plagada de coches y gente que corría huyendo de la lluvia hacía
alguna parte. En aquel momento tuvo la sensación de estar en un nivel superior.
Ya no le importaba su vida. Le daba igual. No sentía nada. Pensó en sus padres.
En todas las ilusiones que tenían depositadas en aquellos ahorros que el banco
se llevó. Pensó en sus hijos, en lo rápido que habían crecido, en lo poco que
podía ofrecerles, en el negro futuro que se les avecinaba. Pensó en la miseria
de manutención que le pasaba su ex marido a pesar de ser policía y de tener un
sueldo generoso, en la golfa con la que estaba, en su obsesión por las
pistolas, en el piso que tenían en común y que nunca venderían. Necesitaba
dinero. La despidieron hacía más de dos años y desde entonces no tenía
ingresos. Trabajaba media jornada de secretaria en un bufete de abogados, en la
avenida Diagonal y la indemnizaron miserablemente. Le llegó para el ordenador
de los niños y para una salida a Venecia con uno de sus amantes. Se detuvo un
momento, recogió el paraguas y se mantuvo quieta durante un buen rato,
disfrutando de la lluvia sobre su cabeza. Cerró los ojos y vio canales. Recordó
su aroma. Se estremeció. Al poco cayó en la cuenta de que su último amor fue
como el penúltimo, como el antepenúltimo, como todos los que tuvo hasta el
momento. Tipos inseguros, algo violentos, fanfarrones, de los que lo saben todo
y no les gusta que le quiten la razón. Se preguntó por qué siempre estuvo con
hombres de ese patrón. Su padre no era así, ni mucho menos. Así que tampoco
podía entender aquello de que todas las mujeres buscan algo parecido a su
progenitor. Adoraba a su padre, le dolía verlo tan menguado y con problemas de
visión. Fue soldador de primera y ganaba un buen sueldo. Ahora estaba jubilado
y sin ahorros. Lo que daría por ver a sus padres felices con todo ese dinero
(que era suyo) sobre la mesa del comedor. Lo necesitaban. Lo necesitaba. Caminó
unos metros más, entró en el banco de toda la vida, donde sus padres tenían sus
ahorros retenidos, donde se abrió la primera cuenta para ingresar su primer
sueldo como cajera en un supermercado. Había llovido desde entonces. Ahora era
su hijo mayor el que trabajaba de cajero y tenía su miserable sueldo en una
cuenta en ese mismo banco. No había ningún cliente esperando. Se acercó
lentamente al empleado: gordo, bigote cano, gafas de aumento y corbata lisa.
Ella saludó sin efusión. Él le miró el escote. “¿Con el señor Recasens, por
favor?”, dijo en tono neutro. “Está ocupado”, contestó el empleado sonriendo
como Charlie Rivel en su número del payaso triste. “No importa, esperaré aquí”.
Se sentó en la sala de espera, abrió su bolso, sacó un espejito y se retocó los
labios. Después cogió el libro de Nietzsche y se puso a leer. Al cabo de unos
minutos salió el director de la sucursal junto a un cliente. Le acompañó a la
puerta y se despidió de él con una ligera palmadita en la espalda. Tenía la
sonrisa de Miliky cuando cantaba aquello de “Vamos de paseo ¡Pi, pi, pi! En
un coche feo”. Ella metió el libro en el bolso y se acercó al director con
paso seductor. El director dejó de sonreír cuando vio la pistola apuntándole.
Sonaron dos disparos. Se giró hacía el empleado. “¿Cómo están ustedes?”, gritó
emulando a los payasos de la tele. Pero el gordo no supo o no quiso contestar.
Una pena. Una verdadera lástima. Levantó las manos pidiendo clemencia. Sonó
otro disparo y cayó al suelo con un agujero en la cabeza. Echó el pestillo a la
puerta principal y se encendió un cigarro. Soltó el humo lentamente mirando los
cadáveres desangrarse en el suelo recién pulido. Se sentó en la sala de espera
y retomó la lectura.
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