Los
inspectores de la ONCE partían con una pequeña y considerable ventaja: veían.
Sin embargo él era cegato. De vez en cuando se ponía unas gafas de culo de vaso
y despistaba su ceguera con alguna sombra o punto de color difuso. Con lo que
ganaba vendiendo cupones no tenía ni para el alquiler y se sacaba un
sobresueldo pasando hachís cerca del edificio de Correos y Telégrafos. En el
barrio era un hombre muy conocido. Todos los chavales acudían a él cuando se
quedaban sin chocolate pues era, sin duda, el que mejor material tenía: grifa
de primera, de aquella que hace burbujitas al quemarla y se moldea como
plastilina. Siempre quiso tener la minusvalía total y disfrutar de todos los
beneficios de la organización pero podía ver un diez por ciento, un miserable y
ruin diez por ciento, y eso le impedía tener una paga más digna, una garita
para estar a cubierto y un montón de pequeños privilegios que le harían la vida
mucho más fácil. Estaba hasta los cojones de tener que ir de aquí para allá con
cara de dame algo. Solía desayunar en la granja de al lado del mercado donde
las abuelas tomaban churros y cafés descafeinados de sobre con sacarina todos
los días. Siempre vendía algo allí. Acostumbraba a hacer algún comentario en
voz alta sobre su miserable situación y siempre había alguna viejita que picaba
y le compraba un décimo. A pesar de que el código ético de la organización le
impedía dar pena a la hora de trabajar, él desarrollaba sus artes de pedigüeño
con cierta maestría. Después de cada venta guiñaba el ojo y deseaba suerte.
Nunca dio un premio y lo achacaba a ese guiño, el guiño del mal fario, según
él. En veinte años vendiendo cupones no se le olvidó nunca el guiño de la mala
suerte porque él era la mala suerte andante, el despiste de la fortuna, una
tira de números inservibles en la solapa. No quería oír hablar de superación.
Estaba cansado de escuchar el sermón de que si te lo propones no hay
dificultades que valgan, de que ninguna minusvalía puede vencer las ganas de
hacer tus sueños realidad y todas esas memeces que le vendía el aparato
directivo de la organización. “A la mierda, pensaba, que les jodan a todos esos
culos cuadrados de despacho. Son unos putos ciegos de mierda, ciegos de pasta.
Y me cago en Steve Wonder, en el maestro Rodrigo, en la Niña de la Puebla y en
todos los cieguitos ilustres si hace falta.” Le habían vendido un trabajo
estable, posibilidad de aumentos, festivos... Esperaba tener un sueldo digno y,
sobretodo, estar sentado en su garita con una estufa calentándole los pies en
invierno y un ventilador dándole en la cara en verano, sería el cegato más
feliz del mundo. Pero no se cumplieron sus expectativas. Gracias al trapicheo
cubría la necesidad económica pero seguía pelándose de frío, vagando por las
calles, de bar en bar, con la nariz goteante y el sempiterno tembleque en los
pies. Odiaba a su vecino de arriba, tenía garita y además estaba completamente
ciego, el muy cabrón. Era muy pelota, nadie le quería en la organización, se
había creído todo ese rollo de superación y encima practicaba el baloncesto.
Encima. Detestaba los paralímpicos, le parecían odiosos los juegos
paralímpicos, un insulto a la inteligencia y el subnormal de su vecino pensaba
que igual tenía futuro. Necio. Tenía que estar alerta con él, sospechaba que
sabía algo de sus tejemanejes con grifa y temía que se chivara al jefe. Así que
extremó la vigilancia y cambió de punto de venta. Pensó que lo único que podían
hacer era mandarle un par de inspectores pero sus jóvenes clientes ya estaban
avisados y vigilaban las bocacalles a cambio de algunos gramos más de polen.
Cuando se dio cuenta de que la vigilancia le salía muy cara, la sustituyó por
un spray de defensa personal. Una noche, de regreso a casa, después de haberse
bebido todo lo cobrado ese día, lo probó con un gato. El gato se quedó cegado,
confundido y arrancó a correr estampándose contra una pared. Sonrió mirando al
suelo. En aquel momento se le pasó algo por la cabeza y escupió. Al día
siguiente le costó levantarse de la cama. Se reencontró con las viejas, los chavales,
las miradas, las sospechas, el viento en la cara, la lluvia en la frente, la
nariz goteante y el sempiterno tembleque en los pies. Se metió en un charco que
no vio, pisó la cola de un perro que tampoco vio y se equivocó de estación
porque no hubo manera de enfocar las letras del rótulo. Se le inflaron las
venas de la frente, cogió sus gafas de culo de vaso, las tiró al suelo y las
pisó con violencia esperando romperlas pero fue inútil. La lluvia apretó de lo
lindo. Los cupones chorreaban en su solapa. Se levantó el cuello de la cazadora
y caminó decidido a la garita de su vecino el pelota. Llamó a la puerta.
“¿Quién es?”, dijo.” “Soy yo, el Juli, tu vecino. Abre un momento.” Abrió. El
Juli sacó el spray del bolsillo interior de la cazadora, roció generosamente la
garita y cerró la puerta. El vecino se estampó contra el cristal. “No veo.
¡Dios mío, no veo nada!”, gritó. Trató de abrir la puerta pero fue inútil. Juli
se encendió un canuto, entró con la calma en la garita, le echó de una patada y
se encerró. A pocos metros, un par de inspectores de la ONCE tomaron nota: lo
habían visto todo. La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
viernes, 5 de febrero de 2016
ESTUFA
Los
inspectores de la ONCE partían con una pequeña y considerable ventaja: veían.
Sin embargo él era cegato. De vez en cuando se ponía unas gafas de culo de vaso
y despistaba su ceguera con alguna sombra o punto de color difuso. Con lo que
ganaba vendiendo cupones no tenía ni para el alquiler y se sacaba un
sobresueldo pasando hachís cerca del edificio de Correos y Telégrafos. En el
barrio era un hombre muy conocido. Todos los chavales acudían a él cuando se
quedaban sin chocolate pues era, sin duda, el que mejor material tenía: grifa
de primera, de aquella que hace burbujitas al quemarla y se moldea como
plastilina. Siempre quiso tener la minusvalía total y disfrutar de todos los
beneficios de la organización pero podía ver un diez por ciento, un miserable y
ruin diez por ciento, y eso le impedía tener una paga más digna, una garita
para estar a cubierto y un montón de pequeños privilegios que le harían la vida
mucho más fácil. Estaba hasta los cojones de tener que ir de aquí para allá con
cara de dame algo. Solía desayunar en la granja de al lado del mercado donde
las abuelas tomaban churros y cafés descafeinados de sobre con sacarina todos
los días. Siempre vendía algo allí. Acostumbraba a hacer algún comentario en
voz alta sobre su miserable situación y siempre había alguna viejita que picaba
y le compraba un décimo. A pesar de que el código ético de la organización le
impedía dar pena a la hora de trabajar, él desarrollaba sus artes de pedigüeño
con cierta maestría. Después de cada venta guiñaba el ojo y deseaba suerte.
Nunca dio un premio y lo achacaba a ese guiño, el guiño del mal fario, según
él. En veinte años vendiendo cupones no se le olvidó nunca el guiño de la mala
suerte porque él era la mala suerte andante, el despiste de la fortuna, una
tira de números inservibles en la solapa. No quería oír hablar de superación.
Estaba cansado de escuchar el sermón de que si te lo propones no hay
dificultades que valgan, de que ninguna minusvalía puede vencer las ganas de
hacer tus sueños realidad y todas esas memeces que le vendía el aparato
directivo de la organización. “A la mierda, pensaba, que les jodan a todos esos
culos cuadrados de despacho. Son unos putos ciegos de mierda, ciegos de pasta.
Y me cago en Steve Wonder, en el maestro Rodrigo, en la Niña de la Puebla y en
todos los cieguitos ilustres si hace falta.” Le habían vendido un trabajo
estable, posibilidad de aumentos, festivos... Esperaba tener un sueldo digno y,
sobretodo, estar sentado en su garita con una estufa calentándole los pies en
invierno y un ventilador dándole en la cara en verano, sería el cegato más
feliz del mundo. Pero no se cumplieron sus expectativas. Gracias al trapicheo
cubría la necesidad económica pero seguía pelándose de frío, vagando por las
calles, de bar en bar, con la nariz goteante y el sempiterno tembleque en los
pies. Odiaba a su vecino de arriba, tenía garita y además estaba completamente
ciego, el muy cabrón. Era muy pelota, nadie le quería en la organización, se
había creído todo ese rollo de superación y encima practicaba el baloncesto.
Encima. Detestaba los paralímpicos, le parecían odiosos los juegos
paralímpicos, un insulto a la inteligencia y el subnormal de su vecino pensaba
que igual tenía futuro. Necio. Tenía que estar alerta con él, sospechaba que
sabía algo de sus tejemanejes con grifa y temía que se chivara al jefe. Así que
extremó la vigilancia y cambió de punto de venta. Pensó que lo único que podían
hacer era mandarle un par de inspectores pero sus jóvenes clientes ya estaban
avisados y vigilaban las bocacalles a cambio de algunos gramos más de polen.
Cuando se dio cuenta de que la vigilancia le salía muy cara, la sustituyó por
un spray de defensa personal. Una noche, de regreso a casa, después de haberse
bebido todo lo cobrado ese día, lo probó con un gato. El gato se quedó cegado,
confundido y arrancó a correr estampándose contra una pared. Sonrió mirando al
suelo. En aquel momento se le pasó algo por la cabeza y escupió. Al día
siguiente le costó levantarse de la cama. Se reencontró con las viejas, los chavales,
las miradas, las sospechas, el viento en la cara, la lluvia en la frente, la
nariz goteante y el sempiterno tembleque en los pies. Se metió en un charco que
no vio, pisó la cola de un perro que tampoco vio y se equivocó de estación
porque no hubo manera de enfocar las letras del rótulo. Se le inflaron las
venas de la frente, cogió sus gafas de culo de vaso, las tiró al suelo y las
pisó con violencia esperando romperlas pero fue inútil. La lluvia apretó de lo
lindo. Los cupones chorreaban en su solapa. Se levantó el cuello de la cazadora
y caminó decidido a la garita de su vecino el pelota. Llamó a la puerta.
“¿Quién es?”, dijo.” “Soy yo, el Juli, tu vecino. Abre un momento.” Abrió. El
Juli sacó el spray del bolsillo interior de la cazadora, roció generosamente la
garita y cerró la puerta. El vecino se estampó contra el cristal. “No veo.
¡Dios mío, no veo nada!”, gritó. Trató de abrir la puerta pero fue inútil. Juli
se encendió un canuto, entró con la calma en la garita, le echó de una patada y
se encerró. A pocos metros, un par de inspectores de la ONCE tomaron nota: lo
habían visto todo.
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