miércoles, 25 de noviembre de 2015

LO NORMAL



Llegó a tener una familia normal. Una mujer normal. Un piso normal. Unos hijos normales. Vida ordinaria, ingresos mensuales, vacaciones en la playa. Javier no tenía formación pero eso nunca le impidió salir adelante. Informático autodidacta, montó un negocio de ordenadores que dio beneficios durante los primeros años. Se lucró instalando chips en las primeras consolas Play Station para que pudieran leer juegos pirateados. Lo hacía de estraperlo, durante la noche, mientras su familia normal dormía. Le llovían los encargos y no daba abasto. De hecho, era aquello lo que le daba dinero y no la venta de juegos originales. Pero un día, de la noche a la mañana, su mujer le dejó de querer. Fue así, de repente, como suceso paranormal. Javier se marchó a casa de sus padres una temporada pensando que aquello pasaría como pasan las tormentas de verano pero no fue así. Jamás volvería a entrar en su piso y estaría condenado a pagar la deuda hipotecaria durante toda la vida. Ella (no podía ser de otro modo) se quedó con la custodia de los niños. El negocio se fue a pique y lo tuvo que cerrar. Hizo algún cursillo del INEM pensando que así conseguiría trabajo pero no tuvo suerte. Estuvo dos años en esa situación de precariedad absoluta. No podía pagar la manutención. Trabajó como pintor unos meses, ayudando a un vecino con la instalación de una antena, poniendo un plato de ducha... todo en negro. Y no llegaba. En su piso la vida seguía normal. Su ex mujer había conocido a otro hombre normal y sus hijos normales crecían con toda normalidad. Una tarde, en el bar, bebiendo ginebra barata con un amigo del barrio, rememoró los pasajes de su vida normal en pareja, los castillitos de arena con sus hijos en la Costa Brava durante las últimas vacaciones en familia, aquel carnaval en el que se disfrazó de cavernícola y se fueron a Port Aventura, la imagen de la que fuera su mujer en pelotas frente al tocador recogiéndose el pelo, las listas de la compra pegadas con imanes en la nevera, las comidas interminables en casa de sus suegros. Qué buena gente sus suegros, cuánto aprecio les tenía. Su amigo le dijo que no bebiera más, que si seguía se marchaba. Se quedó sólo. Cerró el bar. Vagó por las calles zigzagueando, mascullando reproches, devorando esquinas bajo una fina capa de niebla o polución o las dos cosas a la vez. Serían las cuatro de la mañana cuando se plantó frente a la puerta de su casa, aquella que no podía pagar, aquella en la que ya no vivía. Por un momento se imaginó la silueta de su mujer frente al tocador meneando el trasero distraída. Lo sabía hacer muy bien, movía el culo como sin querer y después se echaba la cremita aquella por los pechos con la excusa de que era reafirmante y lo único que reafirmaba era su erección. Lo hacía a posta y a él le importaba un carajo si sus tetas caían más de la cuenta. En ese instante quiso tirar la puerta abajo y matarla, descuartizarla y tirarla al contenedor de orgánicos. Todo a la vista del mierda seca de su novio, al que maniataría en su cama de matrimonio. Pero bajó la cabeza y se marchó. No pierdas el norte, Javier, balbuceó. Sabía perfectamente que si le tocaba un pelo se buscaba la ruina y entonces sí que no vería a sus hijos nunca, malmetiera o no, porque sabía que ella malmetía y le repetía a los niños que era un fracasado, que no les podía enseñar nada bueno, que era un borracho malnacido y todas esas cosas que se dicen cuando se malmete. Al cabo de un mes recibió una carta certificada. Era judicial. Tenía que presentarse a una vista por el asunto del pago de la manutención o más bien por el no pago de la misma. La carta recomendaba que se presentara pero no se presentó. A los pocos días lo detuvieron en su casa e ingresó en prisión. Le cayeron cuatro meses que aprovechó para hacer un cursillo de despiece de cárnicos y dominar el oficio de matarife. El último día de condena, en el patio, dando vueltas y más vueltas, abstraído, pensó en su mujer normal, en sus hijos normales y en sus vidas de gloriosa normalidad. Llegó a la conclusión –le costó- de que la suya, a partir de aquel momento, dejaría de serlo.

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