Llegó a tener una familia normal. Una mujer normal. Un
piso normal. Unos hijos normales. Vida ordinaria, ingresos mensuales, vacaciones en
la playa. Javier no tenía formación pero eso nunca le impidió salir adelante.
Informático autodidacta, montó un negocio de ordenadores que dio beneficios
durante los primeros años. Se lucró instalando chips en las primeras consolas
Play Station para que pudieran leer juegos pirateados. Lo hacía de estraperlo,
durante la noche, mientras su familia normal dormía. Le llovían los encargos y
no daba abasto. De hecho, era aquello lo que le daba dinero y no la venta de
juegos originales. Pero un día, de la noche a la mañana, su mujer le dejó de
querer. Fue así, de repente, como suceso paranormal. Javier se marchó a casa de
sus padres una temporada pensando que aquello pasaría como pasan las tormentas
de verano pero no fue así. Jamás volvería a entrar en su piso y estaría
condenado a pagar la deuda hipotecaria durante toda la vida. Ella (no podía ser
de otro modo) se quedó con la custodia de los niños. El negocio se fue a pique y lo tuvo que
cerrar. Hizo algún cursillo del INEM pensando que así conseguiría trabajo pero
no tuvo suerte. Estuvo dos años en esa situación de precariedad absoluta. No
podía pagar la manutención. Trabajó como pintor unos meses, ayudando a un
vecino con la instalación de una antena, poniendo un plato de ducha... todo en
negro. Y no llegaba. En su piso la vida seguía normal. Su ex mujer había
conocido a otro hombre normal y sus hijos normales crecían con toda normalidad. Una
tarde, en el bar, bebiendo ginebra barata con un amigo del barrio, rememoró los
pasajes de su vida normal en pareja, los castillitos de arena con sus hijos en la
Costa Brava durante las últimas vacaciones en familia, aquel carnaval en el que
se disfrazó de cavernícola y se fueron a Port Aventura, la imagen de la que fuera
su mujer en pelotas frente al tocador recogiéndose el pelo, las listas de la
compra pegadas con imanes en la nevera, las comidas interminables en casa de
sus suegros. Qué buena gente sus suegros, cuánto aprecio les tenía. Su amigo le
dijo que no bebiera más, que si seguía se marchaba. Se quedó sólo. Cerró el bar. Vagó por las calles zigzagueando, mascullando reproches,
devorando esquinas bajo una fina capa de niebla o polución o las dos cosas a la
vez. Serían las cuatro de la mañana cuando se plantó frente a la puerta de su
casa, aquella que no podía pagar, aquella en la que ya no vivía. Por un momento
se imaginó la silueta de su mujer frente al tocador meneando el trasero
distraída. Lo sabía hacer muy bien, movía el culo como sin querer y después se
echaba la cremita aquella por los pechos con la excusa de que era reafirmante y
lo único que reafirmaba era su erección. Lo hacía a posta y a él le importaba un
carajo si sus tetas caían más de la cuenta. En ese instante quiso tirar la
puerta abajo y matarla, descuartizarla y tirarla al contenedor de orgánicos.
Todo a la vista del mierda seca de su novio, al que maniataría en su cama de
matrimonio. Pero bajó la cabeza y se marchó. No pierdas el norte, Javier,
balbuceó. Sabía perfectamente que si le tocaba un pelo se buscaba la ruina y
entonces sí que no vería a sus hijos nunca, malmetiera o no, porque sabía que
ella malmetía y le repetía a los niños que era un fracasado, que no les podía
enseñar nada bueno, que era un borracho malnacido y todas esas cosas que se
dicen cuando se malmete. Al cabo de un mes recibió una carta certificada. Era
judicial. Tenía que presentarse a una vista por el asunto del pago de la
manutención o más bien por el no pago de la misma. La carta recomendaba que se
presentara pero no se presentó. A los pocos días lo detuvieron en su casa e
ingresó en prisión. Le cayeron cuatro meses que aprovechó para hacer un
cursillo de despiece de cárnicos y dominar el oficio de matarife. El último día
de condena, en el patio, dando vueltas y más vueltas, abstraído, pensó en su
mujer normal, en sus hijos normales y en sus vidas de gloriosa normalidad. Llegó a
la conclusión –le costó- de que la suya, a partir de aquel momento, dejaría de
serlo. La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
miércoles, 25 de noviembre de 2015
LO NORMAL
Llegó a tener una familia normal. Una mujer normal. Un
piso normal. Unos hijos normales. Vida ordinaria, ingresos mensuales, vacaciones en
la playa. Javier no tenía formación pero eso nunca le impidió salir adelante.
Informático autodidacta, montó un negocio de ordenadores que dio beneficios
durante los primeros años. Se lucró instalando chips en las primeras consolas
Play Station para que pudieran leer juegos pirateados. Lo hacía de estraperlo,
durante la noche, mientras su familia normal dormía. Le llovían los encargos y
no daba abasto. De hecho, era aquello lo que le daba dinero y no la venta de
juegos originales. Pero un día, de la noche a la mañana, su mujer le dejó de
querer. Fue así, de repente, como suceso paranormal. Javier se marchó a casa de
sus padres una temporada pensando que aquello pasaría como pasan las tormentas
de verano pero no fue así. Jamás volvería a entrar en su piso y estaría
condenado a pagar la deuda hipotecaria durante toda la vida. Ella (no podía ser
de otro modo) se quedó con la custodia de los niños. El negocio se fue a pique y lo tuvo que
cerrar. Hizo algún cursillo del INEM pensando que así conseguiría trabajo pero
no tuvo suerte. Estuvo dos años en esa situación de precariedad absoluta. No
podía pagar la manutención. Trabajó como pintor unos meses, ayudando a un
vecino con la instalación de una antena, poniendo un plato de ducha... todo en
negro. Y no llegaba. En su piso la vida seguía normal. Su ex mujer había
conocido a otro hombre normal y sus hijos normales crecían con toda normalidad. Una
tarde, en el bar, bebiendo ginebra barata con un amigo del barrio, rememoró los
pasajes de su vida normal en pareja, los castillitos de arena con sus hijos en la
Costa Brava durante las últimas vacaciones en familia, aquel carnaval en el que
se disfrazó de cavernícola y se fueron a Port Aventura, la imagen de la que fuera
su mujer en pelotas frente al tocador recogiéndose el pelo, las listas de la
compra pegadas con imanes en la nevera, las comidas interminables en casa de
sus suegros. Qué buena gente sus suegros, cuánto aprecio les tenía. Su amigo le
dijo que no bebiera más, que si seguía se marchaba. Se quedó sólo. Cerró el bar. Vagó por las calles zigzagueando, mascullando reproches,
devorando esquinas bajo una fina capa de niebla o polución o las dos cosas a la
vez. Serían las cuatro de la mañana cuando se plantó frente a la puerta de su
casa, aquella que no podía pagar, aquella en la que ya no vivía. Por un momento
se imaginó la silueta de su mujer frente al tocador meneando el trasero
distraída. Lo sabía hacer muy bien, movía el culo como sin querer y después se
echaba la cremita aquella por los pechos con la excusa de que era reafirmante y
lo único que reafirmaba era su erección. Lo hacía a posta y a él le importaba un
carajo si sus tetas caían más de la cuenta. En ese instante quiso tirar la
puerta abajo y matarla, descuartizarla y tirarla al contenedor de orgánicos.
Todo a la vista del mierda seca de su novio, al que maniataría en su cama de
matrimonio. Pero bajó la cabeza y se marchó. No pierdas el norte, Javier,
balbuceó. Sabía perfectamente que si le tocaba un pelo se buscaba la ruina y
entonces sí que no vería a sus hijos nunca, malmetiera o no, porque sabía que
ella malmetía y le repetía a los niños que era un fracasado, que no les podía
enseñar nada bueno, que era un borracho malnacido y todas esas cosas que se
dicen cuando se malmete. Al cabo de un mes recibió una carta certificada. Era
judicial. Tenía que presentarse a una vista por el asunto del pago de la
manutención o más bien por el no pago de la misma. La carta recomendaba que se
presentara pero no se presentó. A los pocos días lo detuvieron en su casa e
ingresó en prisión. Le cayeron cuatro meses que aprovechó para hacer un
cursillo de despiece de cárnicos y dominar el oficio de matarife. El último día
de condena, en el patio, dando vueltas y más vueltas, abstraído, pensó en su
mujer normal, en sus hijos normales y en sus vidas de gloriosa normalidad. Llegó a
la conclusión –le costó- de que la suya, a partir de aquel momento, dejaría de
serlo.
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