Pablo sale todas las mañanas a hacer footing. Es una costumbre. Lo hace
para estar en forma, para invertir el tiempo en algo y, de paso, para
impresionar a su mujer. Desde que se enteró de que coqueteaba con un chaval por
Internet, empezó a tener la necesidad de rebajar sus michelines y esos
desagradables pectorales. Mis tetillas, los llama ella con cariño de
fotonovela. Ahora se fija en sus tetas, quién lo iba a decir. Diez años de casados y lo único que
le había preocupado era el complejo de tabla de planchar de su mujer. Dos mil
euros le costó cada teta, cada implante de silicona, voluminoso y duro como
guante de boxeo, que ahora apenas si le deja tocar. Antes, cuando trabajaba en
la inmobiliaria, iba en coche a todos lados. Cada trimestre lo cambiaba por
otro gracias a una oferta irrechazable del concesionario. No le iba mal del
todo. Fardaba de lo lindo en las reuniones familiares, siempre tocaba el claxon
y bajaba las ventanillas para que se oyera la música de su mp3, rumba fast food
con toques de tecno trasnochado. Solía salir del coche con la cabeza bien alta
y tocaba las palmas torpemente como si supiera, imitando lo que él creía que
era ser un flamenco de postín. Eso le daba un aire de gamberrete barriobajero
que era precisamente lo que más atraía a su mujer antes de que se casaran y
tuvieran hijos. Lo sabía. Sabía que eso le ponía mucho y por eso lo repetía
sistemáticamente, como mono que repite gestos para que le den un cacahuete.
Después se ajustaba la corbata y se sacudía la americana en un forzado gesto de
elegancia. Siempre pensó que tenía estilo. Aún lo piensa. Porque Pablo es un
ganador. Él no fracasa nunca. Él no coopera, compite. Tiene tan buenos
recuerdos de aquella época. Aún se emociona cuando recuerda su luna de miel en
Australia y ya casi ha olvidado el crédito que el banco le concedió para poder
hacer aquel sueño realidad. Ya no hay créditos, grita a cada rato, se acabó el
crédito, le dice a su mujer, dame crédito, le exige a su madre. Pero lo que le
preocupa ahora a su mujer es su culo. Lo tiene blandengue. Al parir por primera
vez le cayó como de repente. Hizo bluf y colgó. Sin más. Por eso piensa que si encontrara un trabajo, aunque sea de media jornada y con un esfuerzo
adicional de ahorro, ella podría volver a ponerse en las manos de ese maravilloso
cirujano para que le hiciera una liposucción. Y él no hace más que correr y
correr y, por las tardes, pone a punto su coche teledirigido, afición por la
que ha perdido el norte desde que perdió su empleo. Sigue teniendo un bonito
coche pero en el garaje, le sale por un ojo de la cara moverlo así que, a unas
malas, le queda el consuelo de llevar uno ni que sea por control remoto. Ella
pronto se cansará de esperar. De hecho, aprovechará una de las sesiones de
footing de su marido para ir a visitar a ese chaval que conoció por Internet.
Es publicista. Un joven talento. Y no gana mal. Pronto tendrá su maravilloso
culo liposuccionado. Lo hará en secreto, mientras Pablo corra elegantemente por
las calles de un barrio del que nunca quiso irse. Pablo lo sabrá porque no es
tonto, pero se hará el sueco. Sus hijos fracasaran en la escuela o quizás
alguno llegue a algo si se va lo antes posible de casa. Quizás. Corre, Pablo,
tú corre, prepárate para el mañana.
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