Había
visto Pretty Woman sesenta veces. Se sabía
los diálogos de memoria y tenía un ejemplar de todas las copias de todas las
distribuidoras posibles en una bonita estantería. Plastificadas. Delicadamente
ordenadas. Ediciones de coleccionista en diferentes idiomas. Y hasta una copia
original en VHS firmada por el mismísimo Richard Gere. Vestía como Julia
Roberts, incluso llevaba el mismo peinado. Era una mujer bastante mona, coqueta
y muy resuelta pero no era como Julia Roberts, ni poseía su encanto, ni el
brillo de su mirada. Trabajaba como secretaria en una empresa automovilística.
Le gustaba su jefe. Se parecía a Richard Gere. Mucho además. Pero no era como
Richard Gere, ni poseía su encanto, ni tampoco el brillo de su mirada. Ella
soltera. Él casado. Ella vivía sola en un pisito de un barrio periférico. Tuvo
un par de novios cuando era una veinteañera pero eran muy fantasmas, garrulos,
poligoneros, sin estilo. Ella aspiraba a cotas más altas, por eso estudió empresariales,
para poder estar más cerca de Richard que de Esteso. Él vivía en un chalet de
una urbanización lujosa y no carecía de nada. Le gustaba jugar al póker e
invertir en bolsa. Llevaba diez años casado y tenía una hija a la que llevaba
todos los miércoles a clases de tenis. A ella le gustaba ir a trabajar. Todos
los días ardía en deseos de que llegara la hora de la recogida del correo
interno, humedecía las bragas cada vez que se acercaba el momento en el que él,
director general del Grupo Renault en España, recogía las cartas de su bandeja
y la saludaba con su típica sonrisa de cromo de futbolista. Fantaseaba con él.
Lo hacía a cada instante. Se lo imaginaba en la sauna, nadando en su piscina,
en la ducha o recostado en su maravilloso diván de cuero leyendo las noticias
del Expansión. Siempre le han dado mucho morbo los hombres que leen, quizás
porque nunca tuvo a nadie que leyera a su alrededor. Soñaba con repetir la
escena del jacuzzi en la que Richard Gere le pide matrimonio a la pobre
cenicienta Roberts. Se veía a ella misma sumergida en un baño de espuma,
acariciando el pecho de su director general, comiendo fresones con nata,
haciendo el amor como gatos en celo. No le importaba que estuviera casado ni
que tuviera una hija. Él era el hombre, su director general, y, a pesar de que
siempre se queda cortada, algún día llegaría su oportunidad. Y llegó. Fue en un
día lluvioso de septiembre. El director general ya había cogido el correo
interno de la bandeja y ella no se lo esperaba en absoluto ya que, una vez
acababa esa acción protocolaria, no solía volverlo a ver hasta que no se
marchaba a casa. Ese día no puso la sonrisa de cromo de futbolista sino que le
guiñó un ojo y ella mantuvo esa imagen en su cabeza durante toda la jornada.
Marcaban las seis en punto en el reloj y le pareció extraño que él estuviera
todavía en su despacho. Sabía perfectamente que a su hija le tocaba tenis.
Recogió su mesa y se puso el abrigo. Sonó el teléfono. Lo descolgó, escuchó y
miró la puerta del despacho de su director general. Dijo que sí a todo y colgó.
La puerta estaba cerrada, como siempre. De hecho, en los dos años que llevaba
allí trabajando, nunca había pisado ese despacho y se puso nerviosa. Abrió el
bolso, se pintó los labios y se empolvó con premura el cutis. Tiró de su falda
de tubo hacia abajo, se recompuso la blusa y entró en el despacho. La puerta
estuvo cerrada poco menos de cinco minutos. Ella salió con la blusa por fuera y
limpiándose la boca con un pañuelo de papel. Se acercó a su mesa, tiró el
pañuelo a la papelera, abrió el bolso, se pintó de nuevo los labios y se
empolvó sin prisa el cutis. Tiró de su falda de tubo hacia abajo, se recompuso
la blusa y se marchó.
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