Por la mañana su marido
le había regalado una American Express. Estaba contenta aunque sólo fuera una
sensación transitoria, sin más. Desde que se casaron, siempre que discutían acababa
obsequiándola con alguna cosa, así que se acostumbró a la disputa mensual.
Follaban poco, lo mínimo. Pero eso le daba igual porque a sus cuarenta y cinco
estaba de muy buen ver y nunca le faltaban pretendientes. Solía aprovechar los
viajes de negocios de su marido para tener sus aventurillas. Así las llamaba.
Aquel día no había hecho absolutamente nada salvo ir a la peluquería y
recriminar a su asistenta que no planchara bien la ropa. Después de comer se
entretuvo leyendo una revista de interiorismo y cayó en la cuenta de que
llegaba tarde a recoger a su hijo del colegio. Dudó a la hora de escoger coche.
Al final se decantó por el todoterreno. Se sentía protegida al volante de aquel
armatoste con ruedas y estaba en uno de esos días sensibles en los que tenía
que hacerse respetar. A pesar de que era ella la que provocaba la mayoría de
las discusiones con su marido, luego se sentía mal, aunque solo fuera de manera
transitoria. Por el camino, se encendió un cigarro en cada atasco y los apagó a
medias en el cenicero. Siempre odió ese colegio por el hecho de ser público y
nunca escondió su disconformidad pero, como su marido se empeñó, ella accedió a
regañadientes. Le molestaban enormemente sus ramalazos progres, no podía
entenderlos. Pensaba que era un hipócrita, que de cara a la galería todo eran
buenas palabras e intenciones pero que en casa, de puertas adentro, era un
déspota y un acomplejado. Cuando llegó a la puerta del colegio ya no había
nadie salvo su hijo que esperaba sentado en un banco jugando con un Ipad. Ella
tocó el claxon. El chaval se incorporó y subió al todoterreno sin dejar de
jugar. “Siento llegar tarde. Me entretuve”. El chaval levantó la vista del Ipad
unos segundos y siguió con la partida. “¿Y ese collar?”, dijo con los ojos
pegados a la pantalla. “Me lo regaló tu padre el mes pasado. ¿Te gusta?” Pero
su hijo ni asintió ni negó. Ella arrancó y se incorporó a la vía. “Tienes
piano, ¿verdad?” “Sí, mamá. Y después informática.” “Vaya, hoy tienes la tarde
movidita”, dijo encendiéndose un cigarro. “Dime, ¿qué has hecho hoy en la
escuela?” “Mamá, ya no tengo cinco años”. Ella expulsó el humo por la
ventanilla. Paró en un semáforo en rojo y le miró fijamente. En aquel momento
tuvo la sensación de que su hijo era igual que su padre. Igual de terco, igual
de incomunicativo. Y le odió. Fue una sensación transitoria, sin más. Se le
pasó cuando el semáforo cambió de color y
se acordó del polvo que echó con Enrique, el socio de su esposo. Había
pasado más de un mes pero lo recordaba con toda claridad. Le pidió que le
penetrara por el culo. Era la primera vez que hacía algo así. Y le gustó.
Rememoró aquel momento mientras su hijo se enfadaba con su Ipad porque perdía
la partida. “¡Mierda!”, dijo. Después miró a su madre. Arqueó las cejas. “Mamá,
¿por qué estás con papá?” Ella tiró el cigarrillo a medias por la ventana y,
cuando quiso meter la cajetilla de Marlboro en la guantera, se dio cuenta de
que estaba húmeda. “¿Por qué dices eso, cielo? Qué cosas tienes.” Aparcó en
doble fila frente a la academia de música. Él se despidió tímidamente con la
mano y salió del coche. En ese preciso instante se acordó de que había quedado
con una amiga, activó el manos libres de su teléfono móvil y marcó un número.
Contestó una voz femenina, algo lacia y aguda, “¿Sí? Oye, querida, te estoy
esperando”. “Llego en diez minutos”, dijo ella quitándose disimuladamente las
bragas por debajo de la falda. Las metió en el bolso y colgó. En poco más de
diez minutos llegó a la cita. Miró de arriba abajo a su amiga y por primera vez
tuvo la sensación de que era vulgar, mediocre, poco atractiva. La conocía desde
hacía más de quince años y el tiempo le había ajado el cutis. Ya no le parecía
una mujer interesante. Poco le podía aportar salvo alguna anécdota aislada de
cuando trabajaba en la moda y encima se las sabía todas de memoria. La besó sin
mucho contacto y miró al frente. El Paseo de Gracia se abría delante de ella.
Aquella imagen hizo que se olvidara de la decadencia de su amiga. Fue una
sensación transitoria. Sin más. “¿Llevas cash?” “No, querida, llevo Visa”. Y se
perdieron por el boulevard. La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
jueves, 22 de octubre de 2015
SENSACIÓN TRANSITORIA
Por la mañana su marido
le había regalado una American Express. Estaba contenta aunque sólo fuera una
sensación transitoria, sin más. Desde que se casaron, siempre que discutían acababa
obsequiándola con alguna cosa, así que se acostumbró a la disputa mensual.
Follaban poco, lo mínimo. Pero eso le daba igual porque a sus cuarenta y cinco
estaba de muy buen ver y nunca le faltaban pretendientes. Solía aprovechar los
viajes de negocios de su marido para tener sus aventurillas. Así las llamaba.
Aquel día no había hecho absolutamente nada salvo ir a la peluquería y
recriminar a su asistenta que no planchara bien la ropa. Después de comer se
entretuvo leyendo una revista de interiorismo y cayó en la cuenta de que
llegaba tarde a recoger a su hijo del colegio. Dudó a la hora de escoger coche.
Al final se decantó por el todoterreno. Se sentía protegida al volante de aquel
armatoste con ruedas y estaba en uno de esos días sensibles en los que tenía
que hacerse respetar. A pesar de que era ella la que provocaba la mayoría de
las discusiones con su marido, luego se sentía mal, aunque solo fuera de manera
transitoria. Por el camino, se encendió un cigarro en cada atasco y los apagó a
medias en el cenicero. Siempre odió ese colegio por el hecho de ser público y
nunca escondió su disconformidad pero, como su marido se empeñó, ella accedió a
regañadientes. Le molestaban enormemente sus ramalazos progres, no podía
entenderlos. Pensaba que era un hipócrita, que de cara a la galería todo eran
buenas palabras e intenciones pero que en casa, de puertas adentro, era un
déspota y un acomplejado. Cuando llegó a la puerta del colegio ya no había
nadie salvo su hijo que esperaba sentado en un banco jugando con un Ipad. Ella
tocó el claxon. El chaval se incorporó y subió al todoterreno sin dejar de
jugar. “Siento llegar tarde. Me entretuve”. El chaval levantó la vista del Ipad
unos segundos y siguió con la partida. “¿Y ese collar?”, dijo con los ojos
pegados a la pantalla. “Me lo regaló tu padre el mes pasado. ¿Te gusta?” Pero
su hijo ni asintió ni negó. Ella arrancó y se incorporó a la vía. “Tienes
piano, ¿verdad?” “Sí, mamá. Y después informática.” “Vaya, hoy tienes la tarde
movidita”, dijo encendiéndose un cigarro. “Dime, ¿qué has hecho hoy en la
escuela?” “Mamá, ya no tengo cinco años”. Ella expulsó el humo por la
ventanilla. Paró en un semáforo en rojo y le miró fijamente. En aquel momento
tuvo la sensación de que su hijo era igual que su padre. Igual de terco, igual
de incomunicativo. Y le odió. Fue una sensación transitoria, sin más. Se le
pasó cuando el semáforo cambió de color y
se acordó del polvo que echó con Enrique, el socio de su esposo. Había
pasado más de un mes pero lo recordaba con toda claridad. Le pidió que le
penetrara por el culo. Era la primera vez que hacía algo así. Y le gustó.
Rememoró aquel momento mientras su hijo se enfadaba con su Ipad porque perdía
la partida. “¡Mierda!”, dijo. Después miró a su madre. Arqueó las cejas. “Mamá,
¿por qué estás con papá?” Ella tiró el cigarrillo a medias por la ventana y,
cuando quiso meter la cajetilla de Marlboro en la guantera, se dio cuenta de
que estaba húmeda. “¿Por qué dices eso, cielo? Qué cosas tienes.” Aparcó en
doble fila frente a la academia de música. Él se despidió tímidamente con la
mano y salió del coche. En ese preciso instante se acordó de que había quedado
con una amiga, activó el manos libres de su teléfono móvil y marcó un número.
Contestó una voz femenina, algo lacia y aguda, “¿Sí? Oye, querida, te estoy
esperando”. “Llego en diez minutos”, dijo ella quitándose disimuladamente las
bragas por debajo de la falda. Las metió en el bolso y colgó. En poco más de
diez minutos llegó a la cita. Miró de arriba abajo a su amiga y por primera vez
tuvo la sensación de que era vulgar, mediocre, poco atractiva. La conocía desde
hacía más de quince años y el tiempo le había ajado el cutis. Ya no le parecía
una mujer interesante. Poco le podía aportar salvo alguna anécdota aislada de
cuando trabajaba en la moda y encima se las sabía todas de memoria. La besó sin
mucho contacto y miró al frente. El Paseo de Gracia se abría delante de ella.
Aquella imagen hizo que se olvidara de la decadencia de su amiga. Fue una
sensación transitoria. Sin más. “¿Llevas cash?” “No, querida, llevo Visa”. Y se
perdieron por el boulevard.
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