Le puso al corriente de su
desgraciada vida laboral, le habló de su jefe y de las últimas ofertas de
seguros de la empresa. En unas pocas frases resumió su malestar y en seguida cambió
de tema porque no quería entristecerle más. Estaba de baja por depresión y
tampoco era plan de recordarle que él estaba trabajando y cobrando su paga
íntegra, así que lo siguiente que hizo fue preocuparse por su salud.
-¿Fuiste al psicólogo?
-Sí. Le dije que las pastillas
que me recetó el psiquiatra son muy fuertes y que si fuera posible que me las
rebajaran un poquito podría volver a trabajar.
-¿Estás seguro? Mira que si
abandonas el tratamiento la cosa se puede agravar. Tú relájate Manolo, ya verás
cómo en unos meses se te irá este bajón. Todos pasamos por malos momentos pero
ya verás, levantarás la cabeza.
Manolo hacía poco que se había
divorciado. Tenía tres hijos y se había ido a vivir al piso de sus padres. Tuvo
la suerte de que no lo vendieron después de mudarse definitivamente a su pueblo
natal, una aldea perdida de la provincia de Burgos. También tuvo suerte porque
entre su casa y el trabajo no había ni tres kilómetros. Ahora que no tenía que coger
el coche para ir a trabajar, se encontraba mal, le faltaba el aire, le daban
vértigos y sentía una opresión indescriptible en el pecho.
-¿Te sigue doliendo?
-Pues ya no tanto, gracias. Al
principio pensé que era de corazón pero mi psicólogo me dijo que era ansiedad.
-No te confíes, Manolo, que ya sé
de qué van estas cosas. ¿Te hicieron alguna placa?
-Sí, sí. Y todo correcto, de
verdad, nada grave. Es ansiedad.
-¿Y los niños? ¿Los ves?
-Sí, sí. Bastante.
-¿Cuánto es bastante?
-Lo normal, el régimen de visitas.
-¿Y eso es lo normal? Vamos,
hombre, no me jodas. Pide la compartida ya.
Luis no tenía la custodia compartida.
Nunca la tuvo. Es más, hacía meses que no veía a su hijo de quince años y le
daba bastante igual, pensaba que era un inepto, que nunca llegaría a nada, que
no se le parecía en absoluto y que toda la culpa (y esto era más que
recurrente) la tenía su madre por haberlo malcriado. Pero de todo esto Manolo
no sabía nada pues Luis le contaba poco de su vida personal, al menos nada que a
priori mereciera la pena contar. Para Manolo, Luis estaba felizmente casado,
sin hijos y casi todas las noches llevaba al teatro a su mujer y le invitaba de
vez en cuando a cenar a algún restaurante italiano.
-¿Qué tal Mamma Mía?
-¿Lo qué?
-El musical, se estrenó hará unos
días. Me dijiste que irías con tu mujer…
-Eeeeh… ¡Ah, sí, espectacular!
Luis abrió su maletín, sacó una
baraja de cartas y empezaron su partidita de remigio diaria. En realidad hacía
bien poco que se conocían y el encuentro fue de lo más casual. Una tarde, Luis
apareció en su casa para venderle un seguro de vida y, sin saber ni cómo ni
porqué, acabó jugando al remigio con él. A partir de ese momento no había ni
una sola tarde a la que Luis no acudiera a la cita. Y eso Manolo lo agradecía
aunque perdiera siempre; al menos en ese rato no se sentía sólo como durante el
primer año de divorcio que estuvo al borde del suicidio en más de una ocasión. Cuando terminaron la partida, Luis se aseguró
de que Manolo tomara la medicación.
-Te veo bastante mal, Manolo.
-Pues yo creo que estoy mejor.
-Eso crees pero yo te veo torpón.
Además, te tiembla el pulso, pareces una abuela con Parkinson, tío. ¿Dónde me
dijiste que trabajabas?
-En una fábrica de troquelado de
cartón.
-¿No jodas? Pues tal como estás
es hasta peligroso que vuelvas. Necesitas descansar. Sólo faltaba que te
cortaras un dedo con la máquina.
Los efectos de los ansiolíticos comenzaron
a actuar y Manolo entró en ese sopor absurdo y comenzó a balbucear cosas
ininteligibles.
-Mañana a la misma hora me das la
revancha, ¿te parece bien?
-Hasta mañana pues.- Dijo
gangoseando.
Luis marchó. Manolo puso la
televisión y a los pocos minutos se quedó dormido en el sofá. Luis llegó a su
casa cansado, cenó lo primero que cogió del frigorífico, puso el despertador a
las seis en punto y se acostó.
A la mañana siguiente se puso el
mono, aparcó frente a la fábrica y fichó a las siete en punto. Cuando terminó
la jornada, antes de ponerse el traje de vendedor de seguros que cuidadosamente
había puesto en su maletín junto a la baraja de cartas, se acercó a su
encargado con cara de falsa preocupación.
-Pedro, ¿tienes un momentito? Me
gustaría hablar contigo.
-Sí, dime.
-Nada, que es fin de mes y no sé
si mañana sigo o no.
-Sí, sí. Mañana aquí a las siete,
como siempre. Manolo sigue de baja, me han llamado esta mañana de la mutua.
Anoche se intentó cortar las venas, el desgraciado. Me da que este no vuelve.
Luis se duchó y se afeitó en los
vestuarios de la fábrica. No se pondría ese traje de mierda. Además le estaba
grande, enorme, y no había planchado la camisa. Se tomaría la tarde libre e iría
al bar a ver el futbol. A la mierda el remigio. Quería acostarse temprano,
estar fresco para rendir al día siguiente. La faena había subido en la fábrica y
había mucho cartón que troquelar. Su hijo cumplía dieciséis pero nadie le llamó
para recordárselo. Se retocó el flequillo frente al espejo y sonrió.
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