martes, 27 de octubre de 2015

LECTURA DRAMATIZADA



Joan Bosch era un autor reconocido. No necesitaba promociones. Cada obra que presentaba era un éxito absoluto, se traducía a cinco idiomas, se editaba, daba charlas y conferencias. Podía pasar el resto de su vida sólo con los derechos de autor. Había trabajado en cine, en televisión y hasta en publicidad. Pero él era un animal de teatro, así se definía porque así lo sentía. Estaba cansado de sí mismo y de su público y en realidad seguía en la brecha por alguna extraña sensación de ego insatisfecho. Su vida sentimental era un fracaso en un libro de familia, con firma, fotografía y sello del Estado. Su pena eran dos hijos a los que apenas conocía y una mujer que le abandonó por abandono. 

Llevaba cinco años en blanco, sin estrenar nada. En sus horas muertas llenaba papeles de textos vacíos y de giros cómicos mil veces contados. Sabía que funcionaban. Sabía perfectamente que su público de corbata y pañuelo en la solapa, de perlas y abanicos, ardía en deseos de ver otra comedia suya. En treinta años de profesión nunca había tenido esa sensación. Para él, su público lo era todo, su último resorte, la masa fiel a la que le debía su BMW, su chalet en el Garraf, su apartamento en Ibiza, su piso en l’Eixample, su yo para todos, él. Él como sustancia de ficción. Él como ese ente de sonrisa burlona. Él como la persona que triunfó. Él cansado de él. Él. 

Ya tenía fecha de estreno. Faltaban seis meses y se anunciaba como su despedida. Tenía a su disposición el teatro más importante de la ciudad y la promoción ya estaba servida. Sólo le faltaba el texto. La obra no escrita llevaba por título Adiós muy Buenas y tenía un reparto de lujo, la flor y nata de la interpretación del momento. A pesar de no tener el libreto a punto, al que era incapaz de enfrentarse, ni tan siquiera haber hecho un plan de ensayos, estaba tranquilo y confiado. Sus últimas siete obras se vendieron antes de ser obras y funcionaron. Sabía perfectamente que para hacer un churro con tres semanas tenía suficiente. Pero su ego tiraba de él como tira el hilo dental entre dos muelas. Tenía que despedirse como dios manda o no anunciarlo como un adiós porque un churro no es propio de sellar una carrera tan dilatada y exitosa. 

Fue entonces cuando se acordó de Ricardo. Tenía que contarle a alguien sus tribulaciones más íntimas. Pero no valía cualquiera, tenía que ser alguien que conociera bien los entresijos de su profesión, alguien a quien el éxito no se le subió nunca a la cabeza porque se le escapó como bocado al agua o, peor aún, porque nunca supo de su existencia. Y ese era sin duda Ricardo Hidalgo, el autor en las cloacas, su amigo del alma. 

Hacía diez años que no se veían. Discutieron por un gag que se supone había utilizado Joan para uno de sus montajes y que Ricardo reclamaba como suyo. Aquel sólo fue el detonante. En realidad se arrojaron encima toda la mierda, pesada y pasada como línea del tiempo, cuando en realidad su mutua admiración estaba escondida debajo de la mesa que compartían, entre los pliegues del mantel, por donde a veces entra algo de luz. A veces. 

Joan pensaba que le tenía envidia, que su frustración artística le impedía crear y ser feliz. Ser feliz y crear, esa era la cuestión. ¿Quién es feliz creando para ser feliz? Ninguno lo era. 

Llegó a su casa a eso de las dos de la tarde. Ricardo declamaba en su habitación, un cuchitril lleno de fardos de papel y telarañas. Hacía tanto tiempo que sus obras no se representaban que había decidido representárselas a él mismo en un alarde de heroica actitud, como aquel que sabe que le queda poco tiempo y lucha contra la muerte. Ricardo siempre quiso ser inmortal, si las palabras se comieran, la muerte no le preocuparía tanto. La puerta estaba abierta, Joan atravesó el umbral, se sentó en un pequeño taburete y le contempló serio durante toda su lectura dramatizada. Ricardo concluyó su declamación, se sentó frente a él y se mantuvo en silencio largo rato. Muy largo. Al fin, Joan intervino. “No puedo escribir nada, Ricardo. Estoy seco”. 

-Que te den por el culo, Joan.- Contestó clavando su mirada helada. 

Joan sonrió a ralentí, sus ojos brillaron de una forma especial, parecía como si hubiera dado con el misterio de su frustración y la de su amigo. Se marchó en silencio, sin nada que decir. Ricardo retomó su lectura en voz alta. Se preguntó cosas y se las respondió e hizo que lloraba e hizo que reía del que lloraba y se enfadó y sintió culpabilidades y se arrodilló e imploró y maldijo al que imploró e intrigó al que maldijo y contradijo. Se aplaudió primero poco, hizo una pausa y después mucho. Hasta se tiró una rosa. Se puso la mano en el pecho y saludó. 

Pasaron los meses, llegó la fecha esperada y Joan nunca estrenó aquella obra. Su público no se lo perdonó.

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