jueves, 29 de octubre de 2015

VALDEMORO




Se quedó tocado en los noventa después de una fiesta en una discoteca de Valencia. Desde entonces cambió las pastillas de bailar toda la noche por las pastillas de dormirla. Se le quedó una risa estúpida y un tic en el ojo así como varios quistes alojados por la frente. Se los miraba, los quistes. Hacía un par de años que los oncólogos le hacían un seguimiento exhaustivo. Esos bultos no eran normales. Se lo dijo su madre. Se lo dijo su abuela, que la quería mucho. Se lo dijo hasta a su único amigo, que le acompañaba a todas las visitas. Efectivamente. Aquellos forúnculos no eran más que cocaína mal procesada o, dicho de otra manera, la no cocaína, toda aquella mierda con la que la cortan. No llegó ni a segundo de formación profesional. Se matriculó en automoción pero no fue ni a una sola clase. Cuando era un niño tenía serios problemas para relacionarse con los demás. Tartamudeaba y tenía un serio complejo de inferioridad. Pobre Javier. Su amigo se dedicaba a trapichear con hachís. En el barrio todo el mundo le conocía. Vivía con su vieja, una mujer de esas del sur, con moño en la cabeza y de luto perpetuo. Javier le tenía en muy alta estima. Se criaron juntos. Eran compañeros de festival. Salían los viernes por la noche y no volvían hasta el lunes a las ocho para ir a trabajar. Un par de puntitas y a fichar. Compartían una amiga especial. Ambos estaban perdidamente enamorados de ella. Se llamaba Julia y era de Pinto, como ellos. Ella era la que siempre llevaba el coche de regreso al pueblo después de sus farras “bakalaeras”. Desapareció de la noche a la mañana. Su rastro se perdió en un pueblo de Cuenca en el año 94, el mismo en el que Javier se quedó tocado. Una tarde, después de su visita rutinaria al especialista de los forúnculos, se paró en un bar a tomar gintonics con su amigo del alma. Cayeron más de seis. Todo fue bien. Como siempre. El amigo fardaba de la vida que desearía llevar y no lleva y Javier le guiñaba el ojo involuntariamente. Hasta que salió a relucir el nombre de Julia. Andaban muy borrachos pero no por ello menos lúcidos. Javier incluso había dejado de tartamudear. Algo quedaba pendiente. En aquel momento se dieron cuenta de que seguían viéndose por miedo a algo que tenía que ver con ella. No se fiaba el uno del otro pero no podían dejar de estar juntos. Eran como los polos opuestos de un imán. “Era una tía de puta madre”, dijo su amigo levantando el gintonic después de un silencio gélido. “Sí, sí, tío... de puta madre”, contestó Javier con su sonrisa estúpida dibujada en la boca. Y brindaron por ella.

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