Se quedó tocado en los noventa después de una fiesta
en una discoteca de Valencia. Desde entonces cambió las pastillas de bailar
toda la noche por las pastillas de dormirla. Se le quedó una risa estúpida y un
tic en el ojo así como varios quistes alojados por la frente. Se los miraba,
los quistes. Hacía un par de años que los oncólogos le hacían un seguimiento
exhaustivo. Esos bultos no eran normales. Se lo dijo su madre. Se lo dijo su
abuela, que la quería mucho. Se lo dijo hasta a su único amigo, que le
acompañaba a todas las visitas. Efectivamente. Aquellos forúnculos no eran más
que cocaína mal procesada o, dicho de otra manera, la no cocaína, toda aquella
mierda con la que la cortan. No llegó ni a segundo de formación profesional. Se
matriculó en automoción pero no fue ni a una sola clase. Cuando era un niño
tenía serios problemas para relacionarse con los demás. Tartamudeaba y tenía un
serio complejo de inferioridad. Pobre Javier. Su amigo se dedicaba a trapichear
con hachís. En el barrio todo el mundo le conocía. Vivía con su vieja, una
mujer de esas del sur, con moño en la cabeza y de luto perpetuo. Javier le
tenía en muy alta estima. Se criaron juntos. Eran compañeros de festival.
Salían los viernes por la noche y no volvían hasta el lunes a las ocho para ir
a trabajar. Un par de puntitas y a fichar. Compartían una amiga especial. Ambos
estaban perdidamente enamorados de ella. Se llamaba Julia y era de Pinto, como
ellos. Ella era la que siempre llevaba el coche de regreso al pueblo después de
sus farras “bakalaeras”. Desapareció de la noche a la mañana. Su rastro se
perdió en un pueblo de Cuenca en el año 94, el mismo en el que Javier se quedó
tocado. Una tarde, después de su visita rutinaria al especialista de los
forúnculos, se paró en un bar a tomar gintonics con su amigo del alma. Cayeron
más de seis. Todo fue bien. Como siempre. El amigo fardaba de la vida que
desearía llevar y no lleva y Javier le guiñaba el ojo involuntariamente. Hasta
que salió a relucir el nombre de Julia. Andaban muy borrachos pero no por ello
menos lúcidos. Javier incluso había dejado de tartamudear. Algo quedaba
pendiente. En aquel momento se dieron cuenta de que seguían viéndose por miedo
a algo que tenía que ver con ella. No se fiaba el uno del otro pero no podían
dejar de estar juntos. Eran como los polos opuestos de un imán. “Era una tía de
puta madre”, dijo su amigo levantando el gintonic después de un silencio
gélido. “Sí, sí, tío... de puta madre”, contestó Javier con su sonrisa estúpida
dibujada en la boca. Y brindaron por ella. La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
jueves, 29 de octubre de 2015
VALDEMORO
Se quedó tocado en los noventa después de una fiesta
en una discoteca de Valencia. Desde entonces cambió las pastillas de bailar
toda la noche por las pastillas de dormirla. Se le quedó una risa estúpida y un
tic en el ojo así como varios quistes alojados por la frente. Se los miraba,
los quistes. Hacía un par de años que los oncólogos le hacían un seguimiento
exhaustivo. Esos bultos no eran normales. Se lo dijo su madre. Se lo dijo su
abuela, que la quería mucho. Se lo dijo hasta a su único amigo, que le
acompañaba a todas las visitas. Efectivamente. Aquellos forúnculos no eran más
que cocaína mal procesada o, dicho de otra manera, la no cocaína, toda aquella
mierda con la que la cortan. No llegó ni a segundo de formación profesional. Se
matriculó en automoción pero no fue ni a una sola clase. Cuando era un niño
tenía serios problemas para relacionarse con los demás. Tartamudeaba y tenía un
serio complejo de inferioridad. Pobre Javier. Su amigo se dedicaba a trapichear
con hachís. En el barrio todo el mundo le conocía. Vivía con su vieja, una
mujer de esas del sur, con moño en la cabeza y de luto perpetuo. Javier le
tenía en muy alta estima. Se criaron juntos. Eran compañeros de festival.
Salían los viernes por la noche y no volvían hasta el lunes a las ocho para ir
a trabajar. Un par de puntitas y a fichar. Compartían una amiga especial. Ambos
estaban perdidamente enamorados de ella. Se llamaba Julia y era de Pinto, como
ellos. Ella era la que siempre llevaba el coche de regreso al pueblo después de
sus farras “bakalaeras”. Desapareció de la noche a la mañana. Su rastro se
perdió en un pueblo de Cuenca en el año 94, el mismo en el que Javier se quedó
tocado. Una tarde, después de su visita rutinaria al especialista de los
forúnculos, se paró en un bar a tomar gintonics con su amigo del alma. Cayeron
más de seis. Todo fue bien. Como siempre. El amigo fardaba de la vida que
desearía llevar y no lleva y Javier le guiñaba el ojo involuntariamente. Hasta
que salió a relucir el nombre de Julia. Andaban muy borrachos pero no por ello
menos lúcidos. Javier incluso había dejado de tartamudear. Algo quedaba
pendiente. En aquel momento se dieron cuenta de que seguían viéndose por miedo
a algo que tenía que ver con ella. No se fiaba el uno del otro pero no podían
dejar de estar juntos. Eran como los polos opuestos de un imán. “Era una tía de
puta madre”, dijo su amigo levantando el gintonic después de un silencio
gélido. “Sí, sí, tío... de puta madre”, contestó Javier con su sonrisa estúpida
dibujada en la boca. Y brindaron por ella.
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