“Tú
y yo tenemos que ser amigos hasta el final”, le dijo mientras mojaba pan en la
ensaladilla rusa. Él asintió con la cabeza pero en realidad sabía que no podían
ser amigos porque aún la quería y se preguntaba cómo era posible que ella le
dejara de querer así, tan bruscamente, de la noche a la mañana. Sabía,
perfectamente, que cuando una mujer decía eso no había nada que hacer. El bar
estaba lleno. Volaban las tapas de mesa en mesa y la gente gritaba sin ninguna
justificación. Él contuvo las lágrimas. Ella trató de insuflar optimismo a la
situación pero cuanto más lo intentaba más tensión había. Él cogió una
servilleta de papel y comenzó a doblarla en pliegues pequeñitos. “Está bien,
pero yo quiero estar contigo. No llevamos ni tres meses juntos, no me conoces,
no te entiendo”, dijo. Ella le contestó que eso daba igual mientras miraba de
reojo la puerta. Quedaba un poquito de ensaladilla en el plato. “Termínatela,
está buenísima y ni la has probado”. “No tengo hambre”, contestó seco. Ella
apuró el plato, fue a la barra y pagó. Él se acercó a ella y le dio su abrigo.
Salieron del local. Hacía frío fuera. El viento azotaba con fuerza y los
plataneros silbaban sordos como si emitieran una interjección de silencio todo
el mundo. Y eso hicieron, estuvieron callados durante todo el paseo a la playa.
Cuando llegaron al mar él quiso agarrarla de la cintura pero ella hizo una
finta de jugador de rugby. Él se sentó junto a ella y le puso el brazo por
encima. “Se acabó”, dijo ella. Sonó hueco. Sonó punzante. Sonó como si no
sonara. Él se incorporó y se alejó hasta perderse por las calles que morían en
el paseo marítimo. Desde entonces la llama a todas horas y ella se dedica a
hundirle, a humillarle, a decirle que es un frustrado y un desgraciado y todas
esas cosas que se dicen para conseguir que te odien por la vía rápida. Y él
insiste. A veces cruza la ciudad de punta a punta para esperarla en la puerta
de su casa. La sigue sin que ella se dé cuenta y le pone notas de amor en su
buzón. Y ella goza. Se regodea en el desprecio. Un día él decidió no llamarla,
desconectó el teléfono, se desconectó de Internet y salió a buscarla. Estaba
desmejorado, no dormía bien, tenía ojeras y le salió joroba como de repente.
Llevaba una barba tupida y las mangas de su abrigo eran ya del color de la
mugre. Se apresuró al metro. Era un día frío de primavera. Ella esperaba su llamada
telefónica de rigor, quería decirle que era un mierda, para variar, y que
acababa de conocer a un hombre mucho más joven, más divertido y hasta con un
catamarán atracado en el puerto. Al ver que no llamaba, miró si estaba
conectado. Se indignó. “No puede ser, pensó, el muy cabrón está con otra.
Seguro.” Él llegó a la puerta de su casa y vio por accidente su reflejo en los
cristales ahumados de un coche. Era él viejo. Él acabado. Él. Ella bajó
desconcertada y él se ocultó tras el coche. Ella vestía exactamente igual que
el día de la ruptura. Caminó unos metros y se metió en un taxi. “¿Adónde coño
irá? La muy zorra está con otro. Seguro.”, pensó. Estuvo deambulando por la
ciudad durante horas. Paraba en todos los sitios que solían frecuentar, se
tomaba una copa y se marchaba. Después de varias vueltas zigzagueando sin
sentido, se acordó de aquella tarde en la que comieron ensaladilla rusa y se
acercó hasta allí. Una vez en la puerta no se atrevió a entrar. Allí estaba.
Sentada. Comiendo ensaladilla rusa junto a un hombre que era él. Él sin barba.
Él sin ojeras. Él sin joroba. Él. Los miró descaradamente por la cristalera.
Ella apuró el plato, fue a la barra y pagó. Salieron del bar abrigados. Él les
siguió durante su paseo hacia al mar. Estuvieron en silencio. El viento azotaba
con fuerza y los plataneros silbaban sordos como si emitieran una interjección
de silencio todo el mundo. Llegaron a la playa. Las olas rompían con fuerza en
el espigón. Eran amigos, sin duda. Amigos hasta el final. La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
viernes, 30 de octubre de 2015
ENSALADILLA
“Tú
y yo tenemos que ser amigos hasta el final”, le dijo mientras mojaba pan en la
ensaladilla rusa. Él asintió con la cabeza pero en realidad sabía que no podían
ser amigos porque aún la quería y se preguntaba cómo era posible que ella le
dejara de querer así, tan bruscamente, de la noche a la mañana. Sabía,
perfectamente, que cuando una mujer decía eso no había nada que hacer. El bar
estaba lleno. Volaban las tapas de mesa en mesa y la gente gritaba sin ninguna
justificación. Él contuvo las lágrimas. Ella trató de insuflar optimismo a la
situación pero cuanto más lo intentaba más tensión había. Él cogió una
servilleta de papel y comenzó a doblarla en pliegues pequeñitos. “Está bien,
pero yo quiero estar contigo. No llevamos ni tres meses juntos, no me conoces,
no te entiendo”, dijo. Ella le contestó que eso daba igual mientras miraba de
reojo la puerta. Quedaba un poquito de ensaladilla en el plato. “Termínatela,
está buenísima y ni la has probado”. “No tengo hambre”, contestó seco. Ella
apuró el plato, fue a la barra y pagó. Él se acercó a ella y le dio su abrigo.
Salieron del local. Hacía frío fuera. El viento azotaba con fuerza y los
plataneros silbaban sordos como si emitieran una interjección de silencio todo
el mundo. Y eso hicieron, estuvieron callados durante todo el paseo a la playa.
Cuando llegaron al mar él quiso agarrarla de la cintura pero ella hizo una
finta de jugador de rugby. Él se sentó junto a ella y le puso el brazo por
encima. “Se acabó”, dijo ella. Sonó hueco. Sonó punzante. Sonó como si no
sonara. Él se incorporó y se alejó hasta perderse por las calles que morían en
el paseo marítimo. Desde entonces la llama a todas horas y ella se dedica a
hundirle, a humillarle, a decirle que es un frustrado y un desgraciado y todas
esas cosas que se dicen para conseguir que te odien por la vía rápida. Y él
insiste. A veces cruza la ciudad de punta a punta para esperarla en la puerta
de su casa. La sigue sin que ella se dé cuenta y le pone notas de amor en su
buzón. Y ella goza. Se regodea en el desprecio. Un día él decidió no llamarla,
desconectó el teléfono, se desconectó de Internet y salió a buscarla. Estaba
desmejorado, no dormía bien, tenía ojeras y le salió joroba como de repente.
Llevaba una barba tupida y las mangas de su abrigo eran ya del color de la
mugre. Se apresuró al metro. Era un día frío de primavera. Ella esperaba su llamada
telefónica de rigor, quería decirle que era un mierda, para variar, y que
acababa de conocer a un hombre mucho más joven, más divertido y hasta con un
catamarán atracado en el puerto. Al ver que no llamaba, miró si estaba
conectado. Se indignó. “No puede ser, pensó, el muy cabrón está con otra.
Seguro.” Él llegó a la puerta de su casa y vio por accidente su reflejo en los
cristales ahumados de un coche. Era él viejo. Él acabado. Él. Ella bajó
desconcertada y él se ocultó tras el coche. Ella vestía exactamente igual que
el día de la ruptura. Caminó unos metros y se metió en un taxi. “¿Adónde coño
irá? La muy zorra está con otro. Seguro.”, pensó. Estuvo deambulando por la
ciudad durante horas. Paraba en todos los sitios que solían frecuentar, se
tomaba una copa y se marchaba. Después de varias vueltas zigzagueando sin
sentido, se acordó de aquella tarde en la que comieron ensaladilla rusa y se
acercó hasta allí. Una vez en la puerta no se atrevió a entrar. Allí estaba.
Sentada. Comiendo ensaladilla rusa junto a un hombre que era él. Él sin barba.
Él sin ojeras. Él sin joroba. Él. Los miró descaradamente por la cristalera.
Ella apuró el plato, fue a la barra y pagó. Salieron del bar abrigados. Él les
siguió durante su paseo hacia al mar. Estuvieron en silencio. El viento azotaba
con fuerza y los plataneros silbaban sordos como si emitieran una interjección
de silencio todo el mundo. Llegaron a la playa. Las olas rompían con fuerza en
el espigón. Eran amigos, sin duda. Amigos hasta el final.
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