Se sentía gorda y fea. Muy vieja. No reconocía al hombre con el que se
acostaba todas las noches. Era gordo y feo también. Más gordo y más feo si
cabe. Ya no la tocaba, se limitaba a besarle tímidamente en los labios antes de
dormir. A veces se preguntaba si se masturbaba porque ella lo hacía al menos
una vez al día. Estaba cansada de irle detrás, parecía como si le pidiera un
sacrificio, se sentía sucia. Era tal su desinterés
que la última vez se metió el dedillo junto a él en el sofá y ni se inmutó.
Ella contuvo un poquito el orgasmo por aquello de no interrumpir. Se ponía
frenético al mínimo ruido y más tratándose de la última carrera del campeonato:
Pedrosa contra Lorenzo, nada más y nada menos. Ella se corrió en la última
vuelta, justo cuando Lorenzo apuró la frenada y rebasó a Pedrosa por el
interior. Su gritito contenido coincidió con el grito de euforia de su esposo.
Éste dio un salto y tiró una bolsa de ganchitos al suelo. Ella se subió
discretamente las bragas y le puso los dedos en la nariz. “Esto es mejor que
los ganchitos, cariño”; susurró. “Calla”, dijo él. Ella miró al suelo con
desaprobación. “Luego lo recojo”, masculló apurando la cerveza. Ella se fue a
la cocina a preparar algo de comer. Él se quedó enganchado a la pantalla hasta
ver a Lorenzo haciendo el primo con una enorme botella de champagne y una
corona de laurel sobre los hombros. Después apagó la televisión, abrió El Mundo
y lo ojeó por encima, como siempre. Pero esa misma noche la vida de aquella
mujer cambiaría para siempre. Aprovechó la insatisfacción para no dormir y se
levantó de la cama y encendió el ordenador y casualmente conectó con un hombre
misterioso que se exhibía abiertamente en una página de contactos. Le puso a
mil. Había algo salvaje en él: aguileño, cejijunto y desgarbado. Tenía una
polla rara, arqueada hacia un lado y no era ni más grande ni más pequeña que la
de su marido. Aunque ésa sólo la viera flácida como los ganchitos que se comía
viendo las motos, todavía se acordaba de cómo era empalmada. Y no, no era muy
diferente pero la de aquel hombre le ponía mucho más. Estuvo ojeando fotos
suyas durante toda la noche. Se detuvo en una un instante. Su polla aparecía
perforando un diario haciéndole compañía a una foto del presidente del gobierno
junto a un titular sugerente: Rajoy anuncia brotes verdes en la economía
española para principios de 2014. Se bajó las bragas y se masturbó. El diario
que sostenía el hombre de la polla torcida era ni más ni menos que El Mundo y
eso la puso aún más cachonda. Gimió sin mesura. Le daba igual que se despertara
su marido. Cuando terminó, apagó el ordenador y se miró en un espejo. De
repente se vio sexy, atractiva y hasta morbosa. Se quitó el camisón, cogió su
teléfono móvil y empezó a fotografiarse de mil maneras y en mil posturas
diferentes. Dejó el teléfono en el escritorio y se fue desnuda a la habitación.
Por el camino, en el comedor, pisó un ganchito. Miró al suelo y resopló. Se
colocó una bata, cogió la escoba y se puso a barrer.La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
viernes, 16 de octubre de 2015
BROTES VERDES
Se sentía gorda y fea. Muy vieja. No reconocía al hombre con el que se
acostaba todas las noches. Era gordo y feo también. Más gordo y más feo si
cabe. Ya no la tocaba, se limitaba a besarle tímidamente en los labios antes de
dormir. A veces se preguntaba si se masturbaba porque ella lo hacía al menos
una vez al día. Estaba cansada de irle detrás, parecía como si le pidiera un
sacrificio, se sentía sucia. Era tal su desinterés
que la última vez se metió el dedillo junto a él en el sofá y ni se inmutó.
Ella contuvo un poquito el orgasmo por aquello de no interrumpir. Se ponía
frenético al mínimo ruido y más tratándose de la última carrera del campeonato:
Pedrosa contra Lorenzo, nada más y nada menos. Ella se corrió en la última
vuelta, justo cuando Lorenzo apuró la frenada y rebasó a Pedrosa por el
interior. Su gritito contenido coincidió con el grito de euforia de su esposo.
Éste dio un salto y tiró una bolsa de ganchitos al suelo. Ella se subió
discretamente las bragas y le puso los dedos en la nariz. “Esto es mejor que
los ganchitos, cariño”; susurró. “Calla”, dijo él. Ella miró al suelo con
desaprobación. “Luego lo recojo”, masculló apurando la cerveza. Ella se fue a
la cocina a preparar algo de comer. Él se quedó enganchado a la pantalla hasta
ver a Lorenzo haciendo el primo con una enorme botella de champagne y una
corona de laurel sobre los hombros. Después apagó la televisión, abrió El Mundo
y lo ojeó por encima, como siempre. Pero esa misma noche la vida de aquella
mujer cambiaría para siempre. Aprovechó la insatisfacción para no dormir y se
levantó de la cama y encendió el ordenador y casualmente conectó con un hombre
misterioso que se exhibía abiertamente en una página de contactos. Le puso a
mil. Había algo salvaje en él: aguileño, cejijunto y desgarbado. Tenía una
polla rara, arqueada hacia un lado y no era ni más grande ni más pequeña que la
de su marido. Aunque ésa sólo la viera flácida como los ganchitos que se comía
viendo las motos, todavía se acordaba de cómo era empalmada. Y no, no era muy
diferente pero la de aquel hombre le ponía mucho más. Estuvo ojeando fotos
suyas durante toda la noche. Se detuvo en una un instante. Su polla aparecía
perforando un diario haciéndole compañía a una foto del presidente del gobierno
junto a un titular sugerente: Rajoy anuncia brotes verdes en la economía
española para principios de 2014. Se bajó las bragas y se masturbó. El diario
que sostenía el hombre de la polla torcida era ni más ni menos que El Mundo y
eso la puso aún más cachonda. Gimió sin mesura. Le daba igual que se despertara
su marido. Cuando terminó, apagó el ordenador y se miró en un espejo. De
repente se vio sexy, atractiva y hasta morbosa. Se quitó el camisón, cogió su
teléfono móvil y empezó a fotografiarse de mil maneras y en mil posturas
diferentes. Dejó el teléfono en el escritorio y se fue desnuda a la habitación.
Por el camino, en el comedor, pisó un ganchito. Miró al suelo y resopló. Se
colocó una bata, cogió la escoba y se puso a barrer.
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