Estaba casado con una mujer veinte años menor y
tenía dos hijos. Era muy atractiva su mujer. Solía llevarla a sus reuniones
informales en el extranjero y se jactaba de que siempre cerraba los mejores tratos
cuando le acompañaba. Subdirector de banco. Seis domicilios. Un yate. Una
Harley Davidson. Cuatro coches de gama alta y una colección de palos de golf
valorada en miles de euros. Jugaba todas las tardes, después del trabajo. Tenía
el club al lado de casa en una urbanización lujosa a las afueras de la ciudad.
Fumaba puros Partagás que le traían mensualmente de La Habana en correo
especial y los saboreaba en las sobremesas y en el porche del club después de
cada partida. Todos le sonreían y le elogiaban. El señor del Pino era el hombre
más respetado de la urbanización, posiblemente porque era el único que podía
comprarla entera, campo de golf incluido. Veraneaba en la isla de Menorca y
tenía muy buenos tratos con la cúpula política de Convergència. La sombra del
señor del Pino era muy alargada. Sus tentáculos tocaban todas las teclas del
poder. Su hijo pequeño era el asesor de comunicación de varios cargos políticos
de peso. Su hijo mayor, en un tiempo record, se hizo con la dirección de Gas
Natural y su mujer, que ni siquiera había acabado el bachiller, trabajaba como
directiva en un hospital público inmerso en las tensiones y huelgas de rigor
del personal sanitario. Del Pino ocupaba su despacho en un edificio alto y
fálico en medio de la ciudad de nueve de la mañana a tres de la tarde.
Dependiendo de su estado de ánimo cogía un coche u otro. Era un tipo jovial y
de fácil trato. En la oficina todo el mundo le sonría y le elogiaba. Cuando
llegaba a casa se quitaba la corbata y el traje y se ponía el chándal. Le
gustaba debatir con la interina después de comer, a la hora del puro. Le
preguntaba por sus hijos y por su marido. La interina era una ecuatoriana obesa
de metro cincuenta. Su marido estaba en Quito y no lo veía desde tiempos
inmemoriales. Era servicial, limpia y extremadamente discreta. Nada que saliera
de la normalidad. Pero tenía algo que la hacía diferente del resto. Ni le
elogiaba ni le sonría. Se limitaba a hacer su trabajo. A veces pensaba que no
sabía interpretar la ironía, ni los dobles sentidos, porque le tiraba los tejos
cada dos por tres y parecía que no se daba cuenta. Sus ojos indígenas se
quedaban ausentes, hacían de pantalla-espejo, incomunicativos, inertes, como de
autista. Le excitaba ese miedo endémico de la esclavitud, le proporcionaba un
placer que se alojaba en algún rincón de su psique de dueño y señor, un deseo
de dominado que durante muchos años había estado latente en su interior. Un fin
de semana, aprovechando que su mujer se había ido a una convención de
farmacéuticos en Austria, se llevó a la ecuatoriana al Gran Premio de Francia
de motociclismo. Era un gran aficionado a las motos y no se perdía ni una
carrera, fuera donde fuera. Si se celebraba en Shangai, pues allá que iba.
Fueron en la Harley. Ella aceptó porque él insistió más de la cuenta, incluso
se puso agresivo y le dijo que si no iba con él le despedía. Cuando acabó la
carrera, le compró un vestido de Dior y la invitó a cenar en uno de los
restaurantes más exclusivos de la ciudad. Una vez en el hotel ella se mantuvo
distante. Él llamó al servicio de habitaciones y pidió el mejor champagne. Se
acabaron la botella y pidió otra. A partir de la segunda el ambiente se
distendió. El señor del Pino empezó a decir estupideces sin sentido, se
desnudó, se puso a hacer el perrito y orinó sobre la alfombra. Ella reía como
una hiena, sus grandes tetas temblaban embutidas en aquel vestido de alta
costura. Se le había roto un botón justo a la altura del ombligo y éste asomaba
como una cueva oscura entre pliegues de carne prieta. Él olisqueó el suelo y
comenzó a chuparle los pies. Ella abrió con delicadeza los dedos y la lengua
del señor repasó los huecos delicadamente. “Espera, espera...”, dijo. Se
levantó, abrió su equipaje, extrajo un uniforme de requeté y juguetitos
sexuales así como esposas y consoladores gigantes con arneses incorporados.
“Quiero que te pongas esto y que me trates como a un perro, foca sudaca”. Y
agregó; “quiero que te me mees encima, gorda. ¿Has oído?” Acto seguido, abrió
su cartera y tiró un montón de billetes de quinientos sobre la cama. Ella se
vistió de requeté, boina roja incluida, se ajustó el arnés y le enculó con
furia después de orinar sobre su cara con cierto desparpajo. Su pequeño pene,
su ridículo pene, se balanceaba sin gracia al compás de las embestidas de la
gorda ecuatoriana. “¡Hazme la motito, cerdo!”, gritaba sudorosa con la camisa
desabrochada. Y él respondía inflando los mofletes y soltando el aire
torpemente, imitando el sonido de una moto tratando de arrancar. No pasaron ni
cinco minutos cuando del pene del señor del Pino salieron un par de gotitas y
se relajó. Se bañaron en el jacuzzi y no volvieron a dirigirse la palabra. El
lunes ya no apareció por casa. Su mujer preguntó por ella y él le dijo que se
tuvo que marchar urgentemente a Ecuador porque su marido estaba enfermo. A las
nueve en punto entró en su despacho entre sonrisas y elogios. Faltaban apenas
seis horas para su partidito de golf. La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
sábado, 4 de julio de 2015
REQUETÉ
Estaba casado con una mujer veinte años menor y
tenía dos hijos. Era muy atractiva su mujer. Solía llevarla a sus reuniones
informales en el extranjero y se jactaba de que siempre cerraba los mejores tratos
cuando le acompañaba. Subdirector de banco. Seis domicilios. Un yate. Una
Harley Davidson. Cuatro coches de gama alta y una colección de palos de golf
valorada en miles de euros. Jugaba todas las tardes, después del trabajo. Tenía
el club al lado de casa en una urbanización lujosa a las afueras de la ciudad.
Fumaba puros Partagás que le traían mensualmente de La Habana en correo
especial y los saboreaba en las sobremesas y en el porche del club después de
cada partida. Todos le sonreían y le elogiaban. El señor del Pino era el hombre
más respetado de la urbanización, posiblemente porque era el único que podía
comprarla entera, campo de golf incluido. Veraneaba en la isla de Menorca y
tenía muy buenos tratos con la cúpula política de Convergència. La sombra del
señor del Pino era muy alargada. Sus tentáculos tocaban todas las teclas del
poder. Su hijo pequeño era el asesor de comunicación de varios cargos políticos
de peso. Su hijo mayor, en un tiempo record, se hizo con la dirección de Gas
Natural y su mujer, que ni siquiera había acabado el bachiller, trabajaba como
directiva en un hospital público inmerso en las tensiones y huelgas de rigor
del personal sanitario. Del Pino ocupaba su despacho en un edificio alto y
fálico en medio de la ciudad de nueve de la mañana a tres de la tarde.
Dependiendo de su estado de ánimo cogía un coche u otro. Era un tipo jovial y
de fácil trato. En la oficina todo el mundo le sonría y le elogiaba. Cuando
llegaba a casa se quitaba la corbata y el traje y se ponía el chándal. Le
gustaba debatir con la interina después de comer, a la hora del puro. Le
preguntaba por sus hijos y por su marido. La interina era una ecuatoriana obesa
de metro cincuenta. Su marido estaba en Quito y no lo veía desde tiempos
inmemoriales. Era servicial, limpia y extremadamente discreta. Nada que saliera
de la normalidad. Pero tenía algo que la hacía diferente del resto. Ni le
elogiaba ni le sonría. Se limitaba a hacer su trabajo. A veces pensaba que no
sabía interpretar la ironía, ni los dobles sentidos, porque le tiraba los tejos
cada dos por tres y parecía que no se daba cuenta. Sus ojos indígenas se
quedaban ausentes, hacían de pantalla-espejo, incomunicativos, inertes, como de
autista. Le excitaba ese miedo endémico de la esclavitud, le proporcionaba un
placer que se alojaba en algún rincón de su psique de dueño y señor, un deseo
de dominado que durante muchos años había estado latente en su interior. Un fin
de semana, aprovechando que su mujer se había ido a una convención de
farmacéuticos en Austria, se llevó a la ecuatoriana al Gran Premio de Francia
de motociclismo. Era un gran aficionado a las motos y no se perdía ni una
carrera, fuera donde fuera. Si se celebraba en Shangai, pues allá que iba.
Fueron en la Harley. Ella aceptó porque él insistió más de la cuenta, incluso
se puso agresivo y le dijo que si no iba con él le despedía. Cuando acabó la
carrera, le compró un vestido de Dior y la invitó a cenar en uno de los
restaurantes más exclusivos de la ciudad. Una vez en el hotel ella se mantuvo
distante. Él llamó al servicio de habitaciones y pidió el mejor champagne. Se
acabaron la botella y pidió otra. A partir de la segunda el ambiente se
distendió. El señor del Pino empezó a decir estupideces sin sentido, se
desnudó, se puso a hacer el perrito y orinó sobre la alfombra. Ella reía como
una hiena, sus grandes tetas temblaban embutidas en aquel vestido de alta
costura. Se le había roto un botón justo a la altura del ombligo y éste asomaba
como una cueva oscura entre pliegues de carne prieta. Él olisqueó el suelo y
comenzó a chuparle los pies. Ella abrió con delicadeza los dedos y la lengua
del señor repasó los huecos delicadamente. “Espera, espera...”, dijo. Se
levantó, abrió su equipaje, extrajo un uniforme de requeté y juguetitos
sexuales así como esposas y consoladores gigantes con arneses incorporados.
“Quiero que te pongas esto y que me trates como a un perro, foca sudaca”. Y
agregó; “quiero que te me mees encima, gorda. ¿Has oído?” Acto seguido, abrió
su cartera y tiró un montón de billetes de quinientos sobre la cama. Ella se
vistió de requeté, boina roja incluida, se ajustó el arnés y le enculó con
furia después de orinar sobre su cara con cierto desparpajo. Su pequeño pene,
su ridículo pene, se balanceaba sin gracia al compás de las embestidas de la
gorda ecuatoriana. “¡Hazme la motito, cerdo!”, gritaba sudorosa con la camisa
desabrochada. Y él respondía inflando los mofletes y soltando el aire
torpemente, imitando el sonido de una moto tratando de arrancar. No pasaron ni
cinco minutos cuando del pene del señor del Pino salieron un par de gotitas y
se relajó. Se bañaron en el jacuzzi y no volvieron a dirigirse la palabra. El
lunes ya no apareció por casa. Su mujer preguntó por ella y él le dijo que se
tuvo que marchar urgentemente a Ecuador porque su marido estaba enfermo. A las
nueve en punto entró en su despacho entre sonrisas y elogios. Faltaban apenas
seis horas para su partidito de golf.
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