Se levantó como siempre, a las ocho. La mañana estaba nublada y su mujer
no quería levantarse de la cama. Abrió la persiana del cuarto y apenas entró
luz. Una niebla densa impedía ver la ciudad. Ese mismo día se cumplían dos años
de la mudanza. Se instalaron allá por el hastío del centro, los coches, la
inseguridad y el frenesí de peatones y sirenas de ambulancia. Desde que fue ascendido
en su trabajo y formó parte del grupo de elegidos,
todo fue como él esperaba, se compró ese inmenso chalet a las afueras como él
quería, para asomarse al balcón y ver la ciudad a sus pies, justo lo que
siempre había soñado. Se compró ese todo terreno que siempre quiso tener y
mandó a su hija a estudiar a los EEUU para evitar el fracaso que su propia
ciudad le tenía preparado. En el baño se afeitó meticulosamente y se limpió los
dientes. En la cocina, mientras desayunaba, hojeó su agenda tranquilamente y
miró a su alrededor satisfecho. Hoy le esperaba un día complicado, tenía que
despedir a quince trabajadores. Le sabía mal. Muy mal. Pero tenía que hacerlo o
se quedaría sin su maravillosa cocina, sin su chalet y sin su todo terreno. A
veces, tenía dudas de si quería más a su mujer o a su coche. Esa mujer de la
que se enamoró como sin darse cuenta, aquel amor de fogón de llama azul, se
extinguió sin remedio a partir del día de la mudanza. Sabe que a ella nunca le
gustó ese chalet. Tiene humedad. Detesta la humedad. No hay tiendas cerca.
Ella, que adora comprar. Ahora toma pastillas para dormir y va al gimnasio sólo
para observar a los jóvenes levantando pesas. Le excita. Por eso va, lo demás
son excusas, sabe que está gorda pero eso le da igual. De vez en cuando, cuando
su marido le deja el todo terreno, se escapa con su mejor amiga y se van de
compras. Él sabe perfectamente que ella nunca le va a dejar, sea como sea, pase
lo que pase, por eso le tira la caña a la jefa de redacción de la cadena. Él es
director de contenidos y algo más. Pero ella pasa totalmente de él, es más, le
da asco pero lo disimula bien. Terminó el desayuno y recogió la mesa. “Cariño -gritó desde la cocina-, levanta, son las ocho y media.” Pero ella no contestó.
Prefirió remolonear. “¿No tenía que venir la de la limpieza?” Ella se levantó
de la cama y se presentó en la cocina en camisón, con los pelos revueltos y los
ojos inflados como los de un sapo. “¿No ha venido?”, dijo con la boca pastosa.
“No puede ser, tenía que venir.” Él se encendió un puro y ella empezó a toser.
“Apaga eso, por favor.” Pero él siguió fumando y mientras miraba el humo
fantaseaba con la jefa de redacción. Se la imaginaba con la boca abierta frente
a su miembro por debajo de la mesa de la oficina. “No puede ser, dijo
preocupada, ella es puntual, siempre lo ha sido. Además, siempre que ocurre
algo, llama. ¿Me oyes? Te estoy hablando.” Él despertó de su abstracción. “Hay
niebla”, dijo por decir algo. “Pues vale, contestó ella. ¿No vino el
jardinero?” “No, tampoco vino”, contestó exhalando el humo en su cara. Ella
tosió. Qué raro, pensó. Él atravesó el salón y salió a la terraza. Ella abrió
las ventanas de la cocina y encendió el extractor. “¡Cariño, ven, esto es
increíble, no te lo vas a creer, Dios mío!” Gritó desde la terraza. Ella se
puso una bata, se atusó el pelo y fue tras él asustada. Ambos se quedaron
petrificados. Su coche ardía, los coches ardían. Puntos amarillos sobre gris en
el horizonte. Todo ardía. Se recluyeron en la cocina, cerraron persianas,
apagaron luces y esperaron a que llegara el servicio.La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
martes, 7 de julio de 2015
NIEBLA
Se levantó como siempre, a las ocho. La mañana estaba nublada y su mujer
no quería levantarse de la cama. Abrió la persiana del cuarto y apenas entró
luz. Una niebla densa impedía ver la ciudad. Ese mismo día se cumplían dos años
de la mudanza. Se instalaron allá por el hastío del centro, los coches, la
inseguridad y el frenesí de peatones y sirenas de ambulancia. Desde que fue ascendido
en su trabajo y formó parte del grupo de elegidos,
todo fue como él esperaba, se compró ese inmenso chalet a las afueras como él
quería, para asomarse al balcón y ver la ciudad a sus pies, justo lo que
siempre había soñado. Se compró ese todo terreno que siempre quiso tener y
mandó a su hija a estudiar a los EEUU para evitar el fracaso que su propia
ciudad le tenía preparado. En el baño se afeitó meticulosamente y se limpió los
dientes. En la cocina, mientras desayunaba, hojeó su agenda tranquilamente y
miró a su alrededor satisfecho. Hoy le esperaba un día complicado, tenía que
despedir a quince trabajadores. Le sabía mal. Muy mal. Pero tenía que hacerlo o
se quedaría sin su maravillosa cocina, sin su chalet y sin su todo terreno. A
veces, tenía dudas de si quería más a su mujer o a su coche. Esa mujer de la
que se enamoró como sin darse cuenta, aquel amor de fogón de llama azul, se
extinguió sin remedio a partir del día de la mudanza. Sabe que a ella nunca le
gustó ese chalet. Tiene humedad. Detesta la humedad. No hay tiendas cerca.
Ella, que adora comprar. Ahora toma pastillas para dormir y va al gimnasio sólo
para observar a los jóvenes levantando pesas. Le excita. Por eso va, lo demás
son excusas, sabe que está gorda pero eso le da igual. De vez en cuando, cuando
su marido le deja el todo terreno, se escapa con su mejor amiga y se van de
compras. Él sabe perfectamente que ella nunca le va a dejar, sea como sea, pase
lo que pase, por eso le tira la caña a la jefa de redacción de la cadena. Él es
director de contenidos y algo más. Pero ella pasa totalmente de él, es más, le
da asco pero lo disimula bien. Terminó el desayuno y recogió la mesa. “Cariño -gritó desde la cocina-, levanta, son las ocho y media.” Pero ella no contestó.
Prefirió remolonear. “¿No tenía que venir la de la limpieza?” Ella se levantó
de la cama y se presentó en la cocina en camisón, con los pelos revueltos y los
ojos inflados como los de un sapo. “¿No ha venido?”, dijo con la boca pastosa.
“No puede ser, tenía que venir.” Él se encendió un puro y ella empezó a toser.
“Apaga eso, por favor.” Pero él siguió fumando y mientras miraba el humo
fantaseaba con la jefa de redacción. Se la imaginaba con la boca abierta frente
a su miembro por debajo de la mesa de la oficina. “No puede ser, dijo
preocupada, ella es puntual, siempre lo ha sido. Además, siempre que ocurre
algo, llama. ¿Me oyes? Te estoy hablando.” Él despertó de su abstracción. “Hay
niebla”, dijo por decir algo. “Pues vale, contestó ella. ¿No vino el
jardinero?” “No, tampoco vino”, contestó exhalando el humo en su cara. Ella
tosió. Qué raro, pensó. Él atravesó el salón y salió a la terraza. Ella abrió
las ventanas de la cocina y encendió el extractor. “¡Cariño, ven, esto es
increíble, no te lo vas a creer, Dios mío!” Gritó desde la terraza. Ella se
puso una bata, se atusó el pelo y fue tras él asustada. Ambos se quedaron
petrificados. Su coche ardía, los coches ardían. Puntos amarillos sobre gris en
el horizonte. Todo ardía. Se recluyeron en la cocina, cerraron persianas,
apagaron luces y esperaron a que llegara el servicio.
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