jueves, 9 de julio de 2015

VOZ



La cogieron por su voz. Nada más. Porque era fea como un dolor y la radio no entiende de caras. Había más de cien periodistas, locutoras y musicólogas haciendo cola. Pero la cogieron a ella porque ella era la voz, la armonía, la magia que andaban buscando. Tenía que llenar un espacio radiofónico de dos horas de duración. Todas las mañanas. De lunes a viernes. De seis a ocho. Se llamaba Al Alba y era de música clásica. La anterior locutora murió de un síncope en el mismo estudio, al compás de una sinfonía de Mahler. Llevaba tiempo enferma. Tenía depresión y se medicaba. Durante los primeros días al frente del programa, le pidieron que lo revitalizara con algunas novedades. Ella aceptó muy gustosamente las directrices de la cadena y propuso un espacio telefónico. Lo hizo no para revitalizar el programa en sí, sino más bien para no aburrirse. Los temas que ponía eran larguísimos y, a veces, se quedaba dormida. La música clásica era su pasión pero cuando le apetecía, no todos los días a la misma hora. La última vez se le olvidó poner el despertador justo en la Suite nº 2 para violonchelo de Bach y tuvo que avisarle el técnico de sonido. Lo tenía todo controlado, llegaba, ponía una sinfonía, cualquiera, calculaba el tiempo y ponía el despertador del móvil para que le avisara un minuto antes de que acabara. Pero ese día se le olvidó y tuvo suerte de que el técnico no se durmiera tampoco porque normalmente se abstenía, dejaba todo en orden y si no se pegaba una cabezadita, se marchaba a charlar con las administrativas. Pero la propuesta del espacio telefónico, que pretendía ser un espacio de peticiones musicales de los oyentes, no terminaba de funcionar. No llamaba mucha gente, la verdad. En realidad no llamaba nadie. Nunca. La cadena lo achacó al horario. Un horario en el que los oyentes duermen o se desperezan mientras toman café no es muy apropiado para las llamadas telefónicas y mucho menos para peticiones musicales: hola buenos días, me llamo Jesús Gutiérrez, llamo de Pamplona, me acabo de levantar y quiero El anillo del Nibelungo de Wagner, gracias. No. Pero ella insistía. Todos las mañanas hacía el mismo llamamiento: ya saben, queridos oyentes, que la linea de Al Alba siempre está abierta a vuestras peticiones y sugerencias. Y daba el teléfono. Lo repetía varias veces, enlazando los números de dos en dos, de tres en tres y de uno en uno; muy lentamente para que diera el tiempo suficiente de anotar. Cuando acababa el programa regresaba a casa y se hacía la comida. Vivía sola. Nunca tuvo pareja. Sabía que era fea y tenía ese complejo extraño que tienen los feos cuando no son graciosos. Porque no era graciosa, ni tampoco avispada. Así que apenas salía ni se arreglaba. Su única amiga era una solterona de cincuenta y seis años con la que de vez en cuando iba al Liceo a ver ópera italiana. Por las noches, antes de dormir, solía asaltarle la imagen de la antigua locutora de Al Alba. La imaginaba muerta con los cascos puestos, con los labios apretados y los ojos abiertos mirando al techo. Se sentía desgraciada, atrapada en un programa que a nadie le interesaba una mierda y se proyectaba en una profunda apatía. Entendía, ahora, por fin, la muerte de aquella mujer, su depresión, la ingesta de pastillas... Así pasaban los días hasta que una mañana, a las seis en punto, entró una llamada. A ella le cogió por sorpresa. Una llamada. Todavía no se había acomodado en la mesa cuando le había entrado una llamada. Increíble. Era una voz armoniosa y varonil. 

-Buenos días, Elena. Me llamo Javier Cobos y llamo desde Huertezuelas de Calatrava. 

-Buenos días, Javier. Y bien, ¿cuál es tu petición? 

-Mira, pues petición, lo que se dice petición, no tengo ninguna. Llamo simplemente para decirte que me gusta tu voz. Te oigo todas las mañanas. Estoy enamorado de tu voz, en serio. 

Elena se ruborizó. 

-¿De veras? Bueno, Al Alba es un espacio musical. ¿Sólo llamas por eso? Gracias. 

-¿Dónde vives? 

-En Barcelona. 

-Sí, pero eso es muy general. ¿Dónde? ¿En qué barrio? 

-Te lo diré si me dices cual es tu petición musical. 

-Vale, vale, de acuerdo. Pues te voy a pedir a Gurdjieff, la Melodía Hindú. 

-¿Gurdjieff? ¡Me fascina Gurdjieff!

-Es fascinante, lo sé. Como tu voz. Y ahora dime, ¿dónde vives? ¿Qué haces cuando tienes frío? ¿Y cuándo estás sola? ¿Qué haces cuando estás sola? 

-Cuando estoy sola pienso en ti. Y me abrigas y hablamos de Gurdjieff y de la tercera vía y del amor. 

-La tercera vía, los gnósticos y el piano... 

Y así estuvieron hasta las ocho de la mañana y siguieron fuera de micro. La Melodía
Hindú nunca llegó a sonar.

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