En quince años de
monitor de piscina no había tenido nunca ningún percance. Era un trabajador
modélico, puntual, impecable. Hasta que un misterioso dolor, un pinzamiento
agudo en la zona lumbar, empezó a manchar su historial de bajas prolongadas y
recaídas. Era un dolor molesto, insistente. Cuando le daba se quedaba clavado.
A veces iba acompañado de mareos y fuertes dolores de cabeza. Era como si se
quedara muñequito, no podía ni pensar con claridad. Se pasaba todo el día
empotrado en el sillón viendo documentales de Jacques Cousteau. Estaba
fascinado por el mundo submarino. A veces se imaginaba bajo el agua, a cientos
de metros de profundidad, contemplando extraños seres que apenas conocían la
luz del sol. Se preguntaba cómo era posible que vivieran en esas condiciones.
¿Serían felices? Suponía que sí, mucho más que él. Se sentía inútil. La piscina
era su vida y no paraba de darle vueltas a la idea de que lo sustituyeran por
otro monitor mucho más joven que él. Pero, mientras lloraba en silencio en el
salón de su casa, con las persianas bajadas y la luz apagada, un chico hacía su
trabajo con mucho más empeño, con más gracia y efectividad. La última baja se
estaba haciendo eterna para la empresa. Su jefe, un tipo huraño y poco
agraciado, había tenido mucha paciencia con él. Era el único empleado de
aquella vieja plantilla con la que inició su negocio y le tenía bastante
aprecio. Pero la cosa cambió cuando empezó a tener relaciones esporádicas con
la secretaria. Infelizmente casada, con un hijo sin oficio ni beneficio, se
dedicaba a buscarle la churra por debajo de la mesa de su despacho y jugar con
ella cual gusanito que se ensarta en el cebo de una caña de pescar. Y picó.
Ofreció a su hijo el puesto de monitor y desde entonces no encontraba la manera
de despedir a su empleado modélico, puntual e impecable. Entretanto, el monitor
de baja, empezó a medicarse con ansiolíticos y se recluyó aún más. Nadie le
llamaba. Pasaban los días y las noches sin que saliera a ningún sitio a pesar
de que su psicólogo se lo había recomendado. Había encontrado en el alcohol un
soporte extraño, un estado de letargo que, junto con las pastillas, le
provocaba insólitas reacciones. Se compró un traje de neopreno por Ibay, con
todo el equipo. Sentía la necesidad de bucear con Cousteau, de sentir el peso
de su bombona de oxígeno, las respiraciones, la presión... Preparaba el dvd, se
colocaba el traje y abría el oxígeno de la bombona justo en el momento en que
Cousteau se sumergía. Su cerebro se hiperoxigenaba y alcanzaba leves estados de
conciencia psicotrópica. Eran pequeños subidones que mitigaban sus dolores
lumbares. Repitió tanto el experimento que ya no le provocaba el efecto deseado
y terminó por guardar el traje en la buhardilla. En la piscina todo seguía
igual. Su ausencia no se notaba. Su jefe despidió al sustituto y empezó a
formar al hijo de la secretaria para que asumiera el cargo de monitor. Le daba
igual que fuera un muchacho apocado y mal nadador siempre y cuando su madre
jugara con su cosita por debajo de la mesa. Llamó a la mutua y ordenó que acosaran
al viejo empleado. Se le envió una carta de citación para una revisión de
urgencia pero él nunca la recibió porque no salía de casa ni para mirar el
buzón. Pasaron los meses y aquella omisión de respuesta tuvo repercusiones
legales serias. Su jefe vio el campo abierto para lograr su objetivo y mandó un
recurso para citarle con un tribunal médico, todo ello a través de la mutua y
su delicada sensibilidad para esos casos. No quería problemas. Se consideraba
un hombre con estilo. Al fin y al cabo, el denunciado fue durante muchos años
su mano derecha en la piscina. A las nueve en punto sonó el teléfono. El
monitor accidentado se había quedado dormido en el sillón con el dvd en
funcionamiento. Jacques Cousteau hablaba sobre la importancia de la
conservación de los fondos marinos sentado en la proa de su catamarán. Se
desperezó con cuidado de no romperse la espalda, bajó el volumen de la
televisión y contestó a la llamada.
-Buenos días. ¿Con el
señor Alejandro Botía?
-Buenos días. Sí. Soy
yo.
-Le llamo de la mutua
Asepeyo. Lleva usted casi seis meses de baja, ¿no es así?
-Sí, sí... Supongo.
-¿Y cómo se encuentra?
Se levantó del sillón y
abrió la persiana. La luz del sol inundó el salón. De repente, sintió una
felicidad sin precedentes. Apagó la televisión y sonrió un poco.
-Tengo dolor pero voy
mejorando. Gracias, señorita...
- ...Lucía. Lucía
Martínez.
-Lucía, qué nombre más
bonito. ¿Sabe que es la primera persona que me llama en todo este tiempo para
preocuparse por mí? Tiene una voz preciosa, ¿no se lo habían dicho nunca?
Lucía le dio la
citación para el tribunal médico con asertividad y colgó el teléfono. Él se vio
en el fondo del mar con ella cogida de la mano tras una estela de burbujas y
haces de luz refractados.
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