Desde que le dejó su mujer, estuvo buscando inútilmente la manera de
rehacer su vida. Pensó que hacer algún tipo de actividad le serviría para
centrarse en otra cosa que no fuera pensar y pensar y echarse la culpa de todo.
Ya pasó la fase de echarle la culpa a ella y muy posiblemente de echársela a
él. Pero aún seguía preguntándose los porques de todo. Veía a su hija dos fines
de semana al mes y un día alterno a la semana. Así
lo pactó con el abogado. Un tipo simpático, el abogado. Siempre le animaba.
Era, posiblemente, la persona más optimista que conocía: sonrisa afable, buenos
modales... La frase que le definía era: tranquilo, hombre, verás como todo va a
salir bien. Pero su vida se había convertido en una gran mierda llena de
compromisos absurdos, vacía, sin sentido. Cuando estaba con su hija intentaba
buscar complicidad pero no la conocía, no la entendía. Sentía que se había
hecho mayor a tanta velocidad que nunca le dio tiempo a saber quien era, ni tan
siquiera se reconocía en ella. Sabía que estaba en la edad del pavo. Pero esa
edad le quedaba tan lejos en su recorrido vital que nunca se planteó regresar
en el tiempo, hacer memoria. Él simplemente quería que le acompañara, se sentía
solo y tampoco quería renunciar a sus pequeños caprichos. Ella detestaba
complacerle y mucho menos acompañarle a ver como disparaba contra una diana de plástico.
Hacía unas semanas que había descubierto el tiro y parecía que esa nueva
actividad le gustaba. Además, podía compaginarlo con su trabajo y ascender un
poquito en la empresa. Sabía que con arma de fuego y licencia chuparía menos
guardias y haría los cuadrantes de horarios de sus compañeros. Ella se sentaba
lejos de su radio de acción y se ponía el MP3 a volumen máximo para no escuchar
los disparos. Él vaciaba cargadores enteros. Su cara se transformaba y, aunque
a ella no le diera miedo, la imagen era terrorífica. A veces, cuando él entraba
en su habitación y veía los posters de aquel cantante que tanto le gustaba,
sentía que había dejado de ser un referente para su hija, que ya no era
necesario, que ya no podía aportarle nada. Además, ya no le escuchaba nunca.
Sólo quería estar con el niñato ese de voz de pito, peinado a lo cepillo y
sonrisa angelical. Aparecía en todos los sitios, hasta en el edredón. En una
ocasión, le tocó acompañarla a un evento donde el susodicho cantante firmaba
autógrafos a todas sus fans. Era un martes o un miércoles cualquiera. Llovía.
Padre e hija se pusieron en la cola. Él se sintió orgulloso de complacer a su
hija, de acompañarla. Ella resoplaba. Le avergonzaba ir con su padre a ver a su
ídolo. Pensaba que él, Justin Bieber nada más y nada menos, sentiría pena al
verla acompañada por aquel ogro: su padre. Y varios otros que esperaban como él
en aquella inmensa cola calándose hasta los huesos y preguntándose: ¿qué coño
hago aquí? En poco tiempo, la calle se llenó de adolescentes: gritos, desmayos
y hormonas. Al cabo de las dos horas, su hija llegó a la mesa, miró a Justin un
instante a los ojos y se quedó petrificada. Niña, va, dile algo, dijo su padre.
Justin Bieber miró su reloj, se levantó y le dijo algo al organizador al oído.
El organizador cogió un megáfono y dijo, alto y claro: “chicas, lo sentimos,
Justin Bieber está cansado, se clausura el evento. Muchísimas gracias a todas
por vuestra fidelidad y amor. Buenas tardes.” Ella se puso a temblar.
Tranquila, cariño, verás como todo va a salir bien, dijo secándole las lágrimas
con la yema de los dedos. Sacó la pistola y disparó.La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
viernes, 3 de julio de 2015
JUSTIN BIEBER
Desde que le dejó su mujer, estuvo buscando inútilmente la manera de
rehacer su vida. Pensó que hacer algún tipo de actividad le serviría para
centrarse en otra cosa que no fuera pensar y pensar y echarse la culpa de todo.
Ya pasó la fase de echarle la culpa a ella y muy posiblemente de echársela a
él. Pero aún seguía preguntándose los porques de todo. Veía a su hija dos fines
de semana al mes y un día alterno a la semana. Así
lo pactó con el abogado. Un tipo simpático, el abogado. Siempre le animaba.
Era, posiblemente, la persona más optimista que conocía: sonrisa afable, buenos
modales... La frase que le definía era: tranquilo, hombre, verás como todo va a
salir bien. Pero su vida se había convertido en una gran mierda llena de
compromisos absurdos, vacía, sin sentido. Cuando estaba con su hija intentaba
buscar complicidad pero no la conocía, no la entendía. Sentía que se había
hecho mayor a tanta velocidad que nunca le dio tiempo a saber quien era, ni tan
siquiera se reconocía en ella. Sabía que estaba en la edad del pavo. Pero esa
edad le quedaba tan lejos en su recorrido vital que nunca se planteó regresar
en el tiempo, hacer memoria. Él simplemente quería que le acompañara, se sentía
solo y tampoco quería renunciar a sus pequeños caprichos. Ella detestaba
complacerle y mucho menos acompañarle a ver como disparaba contra una diana de plástico.
Hacía unas semanas que había descubierto el tiro y parecía que esa nueva
actividad le gustaba. Además, podía compaginarlo con su trabajo y ascender un
poquito en la empresa. Sabía que con arma de fuego y licencia chuparía menos
guardias y haría los cuadrantes de horarios de sus compañeros. Ella se sentaba
lejos de su radio de acción y se ponía el MP3 a volumen máximo para no escuchar
los disparos. Él vaciaba cargadores enteros. Su cara se transformaba y, aunque
a ella no le diera miedo, la imagen era terrorífica. A veces, cuando él entraba
en su habitación y veía los posters de aquel cantante que tanto le gustaba,
sentía que había dejado de ser un referente para su hija, que ya no era
necesario, que ya no podía aportarle nada. Además, ya no le escuchaba nunca.
Sólo quería estar con el niñato ese de voz de pito, peinado a lo cepillo y
sonrisa angelical. Aparecía en todos los sitios, hasta en el edredón. En una
ocasión, le tocó acompañarla a un evento donde el susodicho cantante firmaba
autógrafos a todas sus fans. Era un martes o un miércoles cualquiera. Llovía.
Padre e hija se pusieron en la cola. Él se sintió orgulloso de complacer a su
hija, de acompañarla. Ella resoplaba. Le avergonzaba ir con su padre a ver a su
ídolo. Pensaba que él, Justin Bieber nada más y nada menos, sentiría pena al
verla acompañada por aquel ogro: su padre. Y varios otros que esperaban como él
en aquella inmensa cola calándose hasta los huesos y preguntándose: ¿qué coño
hago aquí? En poco tiempo, la calle se llenó de adolescentes: gritos, desmayos
y hormonas. Al cabo de las dos horas, su hija llegó a la mesa, miró a Justin un
instante a los ojos y se quedó petrificada. Niña, va, dile algo, dijo su padre.
Justin Bieber miró su reloj, se levantó y le dijo algo al organizador al oído.
El organizador cogió un megáfono y dijo, alto y claro: “chicas, lo sentimos,
Justin Bieber está cansado, se clausura el evento. Muchísimas gracias a todas
por vuestra fidelidad y amor. Buenas tardes.” Ella se puso a temblar.
Tranquila, cariño, verás como todo va a salir bien, dijo secándole las lágrimas
con la yema de los dedos. Sacó la pistola y disparó.
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