Aquella noche lo prepararon todo
para que fuera lo más especial posible. Alicia sacó del cajón de su mesita de
noche la lencería que Marcos le compró como regalo de aniversario. Sólo se la
había puesto un par de veces, en la boda de su hermana y en un arrebato de
pasión después de un concierto de Pablo Alborán. Le gustaba Pablo Alborán.
Marcos consiguió dos entradas vip para uno de sus conciertos gracias a un spot
que hizo el cantante para el Banco Santander en el que tocaba el piano mientras
dos rubias recitaban con voz melosa las ventajas de comprar acciones de la
compañía. Él mismo colaboró haciendo de figurante, tenía que abanicar, junto a
dos compañeros, a Pablo Alborán con un paipay, sin camiseta y en pantalones
cortos.
Se puso su mejor traje y cuando
hizo un recuento de las cosas que le faltaban, pensó en los condones. Tenía dos
pero ya estaban caducados. Alicia salió del baño en braguitas y Marcos la miró
como si no fuera su mujer, como si aquella imagen fuera la de una cuarentona
morbosa con ganas de zumbarse al primero que se pusiera a tiro. Se excitó.
Todavía no había pisado el local y ya se le había puesto morcillona. Alicia era
una mujer tremendamente atractiva y cuando se arreglaba un poco se quitaba años
de encima. A su marido, cuando se vestía de corto los domingos por la mañana
para jugar al tenis, le aparecían lorzas por debajo de la gomilla del pantalón.
No estaba excesivamente gordo, más bien tenía la grasa mal repartida y si no
fuera por los trajes a medida no podría disimularla.
-Cariño, voy a por condones, no
hay ninguno.- Dijo mirándola de arriba abajo.
Se puso la chaqueta y se marchó.
A su regreso ella le esperaba en la puerta del parking fumando un cigarrillo y
mirando su teléfono móvil. Esa misma mañana había ido a la peluquería, se había
teñido el pelo de un cobrizo intenso y compró la revista Cosmopolitan con el
fin de empaparse de los últimos trucos de belleza del mercado. La llevaba en el
bolso por si en el coche se aburría, cosa que solía pasar ya que Marcos
acostumbraba a no darle conversación. Estaba harta de hablar con la pared,
cansada de un hombre tan poco comunicativo como imaginativo, tanto en la cama
como en la rutina diaria. Apuró el cigarrillo y se acordó de las palabras de su
madre justo antes de casarse. Le dijo que no tenían nada en común, que era un
hombre soso, descolorido por dentro y por fuera y que sólo tenía dinero. Pero
era esa la razón por la que estaban juntos. La única razón.
Al principio salían a cenar o a
tomar unas copas de vez en cuando pero eso acabó cuando a Marcos le dio la vena
de ser padre y a ella no le hizo ninguna
ilusión. No se veía llamando a una canguro para poder ir a sus sesiones de
yoga, ni yendo todos los fines de semana a casa de sus suegros para que vieran
a los niños. A veces sentía que era una egoísta por esa misma razón pero cuando
veía a su chihuahua tumbado en su sillón con su lacito rojo en la cabeza se le
quitaba el sentimiento de culpabilidad y se hacía a la idea de que también
podía ser mamá, de que también era capaz de cuidar y de dar mimos. De hecho,
Rufi, el chihuahua, tenía ya diez años y lo trataba como a un bebé.
En cuanto llegó, ella refunfuñó
un poquito, lo de costumbre, y subió al coche con el rostro en mute,
silencioso, distante. Él, por su parte, se mostró locuaz y chistoso, cosa rara.
-¿Qué te preocupa? Lo vamos a
pasar bien. Ya verás, es sólo una experiencia. Déjate llevar, cariño. Sonríe.
¿No te parece gracioso? Tú y yo en una de estas. Quién nos lo iba a decir.
En ese momento pensó que era
tonto del culo y precisamente ahí, en el culo, era donde tenía lo gracioso. Se atusó el pelo
y se retocó los labios. Marcos se encendió un cigarrillo. Alicia le miró un
instante y se lo imaginó desnudo, con su barriguita desparramada bajo el
cinturón de seguridad. Sonrió y le dijo que sí, que se lo pasarían muy bien. A
Marcos le cambió el rictus.
-¿Qué te preocupa?
-¿A mí? Nada.
Aparcó en el parking del club y
cuando habían llegado justo a la puerta, Alicia se detuvo y le agarró del
brazo.
-Cariño, prométeme que todo lo
que pase ahí dentro se quedará ahí dentro.
De repente, notaron una tremenda
inseguridad, ninguno se sentía absolutamente convencido de hacer nada, igual se
limitarían a mirar y ya, pero no fue así.
El regreso a casa fue un voto de
silencio, algo casi fúnebre. Alicia abrió la Cosmopolitan y la ojeó por hacer
algo. Estaba satisfecha. Cansada pero satisfecha. No podía quitarse de la
cabeza aquel miembro penetrándola por detrás y deseaba llegar a casa cuanto
antes para poder quitarse las bragas mojadas y tomar un baño. Marcos no
entendía qué le había pasado, se acomplejó, estuvo tan nervioso que apenas pudo
aguantar la erección cinco minutos y se corrió inesperadamente. El resto fue
contemplar el gozo de su mujer completamente entregada, las embestidas de aquel
tipo de polla monstruosa y como su compañera, que se había quedado a medias, le
lamía las pelotas con tanto afán. Era una mujer ajada, con poco pecho y de
nariz puntiaguda pero tenía una lengua prodigiosa, nunca se la habían comido de
aquella manera.
Detuvo el coche en un semáforo y
la miró de arriba abajo.
-¿Cómo decías que se llamaba?
-¿Te interesa?-Dijo sin levantar
la mirada de la revista.
-Sí.
-Wenceslao.
-¿Y su pareja?
-No sé.
Llegaron a casa y ella corrió al
baño y se encerró. Marcos quiso entrar pero Alicia no se lo permitió. Sin
embargo dejó entrar al chihuahua. “Ese sí”, dijo él entre dientes apoyado en el
quicio de la puerta.
-Cariño, tenemos que hablar.
-Me lo prometiste, Marcos. Lo que
pasó allí se queda allí.
Abrió el grifo de la ducha y se
puso a hablar con el perro. Fue una conversación interesante. Ella le explicaba
lo cansada que estaba en tono de niña tonta y Rufi le contestaba con ladridos
minúsculos de aprobación. Marcos fue a la cocina y se abrió una cerveza. Se
sentó en el salón y se quedó un buen rato mirando con cara de gilipollas su
reflejo en la pantalla negra del televisor. Quería explicarle que le excitó
verla gozar de aquella manera pero se veía inferior, pequeño, y sentía que no
la podría satisfacer nunca más. Nunca llegaría a la altura. Apuró la cerveza y
se abrió otra. Alicia apareció una hora después con Rufi en los brazos y fumando
un cigarrillo. Se sentó a su lado y le miró de arriba abajo.
-Cariño, tenemos que hablar.
-¿Ahora?
-Sí- Contestó seca.
Marcos se levantó y fue a por
otra cerveza.
-Lo pasaste bien, ¿no?-Dijo
sentándose en el sofá.
-¿Quieres saberlo?
-Mejor no me lo digas.
-Pues sí.
-Pero si era un chulo de
gimnasio, con ese no puedes hablar ni una sola palabra. ¿No viste que no sabía
ni articular una frase? ¿No te diste cuenta?
-Y qué. Tenía un pollón, Marcos.
Además, tú tampoco hablas mucho que digamos.
Alicia apuró el cigarrillo y le
miró de arriba abajo con una sonrisa desdeñosa.
-Mira cariño, te lo voy a decir
bien clarito. Es cuestión de sentirse llena, ¿entiendes? Si eso baila, si
pruebas a hacer más posturas y se sale o si no la notas en todo el perímetro
del coño, decepciona. No sé si me explico. Hay que rellenar todo el agujero.
-Así que a ti te da igual estar
con un mono que no sabe ni hablar.
-Déjate de historias. Aquí y en Japón,
un pollón es un pollón. Tíos hay muchos, Marcos. Si quiero hablar me voy con
Enrique, el profesor de yoga, si quiero bailar me voy con Miguel que tiene una
pluma exagerada y me lleva a la disco de vez en cuando, pero para follar…
-Vale, vale. Me ha quedado claro.
Vamos a dejarlo aquí.
Marcos estaba excitado. Recordó
con toda claridad el vaivén de las tetas de su mujer al compás de las embestidas
de Wenceslao. Le daban morbo aquellas tetas, las tenía algo caídas y cuando se
ponía a cuatro patas colgaban lo justo para poder agarrárselas por detrás. Lo
hizo Wenceslao, ya no era algo exclusivo que sólo podía hacer él. Y le dio
rabia. De repente, tuvo ganas de follársela ahí mismo y se acercó con el fin de
tocarle los pechos pero ella retiró cuidadosamente sus manos y los ocultó bajo
la bata.
-Estoy cansada.
Marcos se retiró al cuarto, apagó
la luz y se masturbó en silencio. En poco más de cinco minutos ya había
acabado, se limpió y trató de dormir. Alicia, exhausta, se quedó dormida en el
sofá con Rufi en brazos.
A la noche siguiente, después de
un día sin hablarse, Alicia acudió a su cita con Wenceslao. Él no la esperaba
pero ella sabía que estaría allí, en el club. Y así fue. Tomaron una copa y
charlaron de sus vidas. Alicia le miraba de abajo a arriba, como si fuera un
dios griego, contemplando su torso bien definido, sus piernas fornidas y sus
brazos amplios, fuertes, potentes. Sonreía a todo, todo lo que decía le parecía
fantástico. Él, por su parte, se mostraba seguro, el mejor.
-¿A qué te dedicas?-Dijo
mirándole discretamente la silueta de sus pectorales que se dibujaban en su
camisa ceñida.
-Trapicheos, nena. ¿Vamos al
baño?
Fueron al baño y se metieron un
par de rallas. Alicia no tomaba desde la boda de su hermana y en seguida lo
notó. En un reservado del club, donde la gente baila y charla en los momentos
previos a la orgía, siguieron contándose sus vidas. Ella se interesó por la
otra, la que suponía que era su pareja y él le dijo que era una amiga viciosa,
que iba con él por lo que iba pero que no tenía ninguna relación seria con ella
ni con nadie. A Alicia se le despertaron entonces sus más bajos instintos de
posesión y marcó el territorio.
-Entonces, eres todo mío, ¿no?
Wenceslao sonrió, detuvo a una
camarera que pasaba por ahí, le pidió dos daikiris,
sacó de la cartera un billete de cien y lo dejó en la mesa. Alicia le miró de
arriba abajo sorprendida. Le gustó ver ese billete de cien e intuyó que tenía
más. En ese momento se atusó el pelo y se hizo la distraída. Se hacía la
interesante pero en realidad no tenía mucho de lo que hablar con él, prefería
escuchar sus batallitas de ajustes de cuentas, de tablas de ejercicios de
musculación y del maravilloso mundo de la compraventa de coches de segunda
mano, afición a la que profesaba una absurda veneración.
-Ahora tengo un Audi A3.
Kilómetro 0. Una máquina.
-Sí, sí…
Pero ella ya se había montado su
propia película. Sonó una canción de Pablo Alborán y desconectó. Se proyectó
con Wenceslao paseando por una playa de arena fina, desnudos y cogidos de la
mano. Solos los dos, sin más sonido que el de las olas del mar y susurros de
amor al oído.
-¿Bailamos?
La cogió de la mano y bailaron
pegados toda la canción.
-¿Dónde vives?
-Aquí al lado, en el número 32.
Es una casa. Tengo piscina. Luego vamos, si quieres.
-No traje bikini.
Wenceslao rompió a reír y ella le
acompañó con una sonrisita tonta.
-Me gusta mucho Pablo Alborán.
-A mí también me gusta bailar.-
Dijo con voz áspera y mirando hacia otro lado.
Le gustaba bailar. Ya no tendría
que llamar a su amigo el marica para que la llevara a la disco de vez en
cuando. Wenceslao tenía un pollón, estaba bueno, tenía dinero y además le gustaba
bailar. Lo tenía todo y ella ya había mojado las bragas. Wenceslao hacía tiempo
que se había dado cuenta y al cabo de unos minutos se pusieron a follar. Lo
hicieron en uno de los descansillos del club. Un tipo se detuvo y se masturbó
sentado en un sillón justo al lado de ellos, babeando por los ojos.
-Quiero que me metas esa polla
hasta la garganta, cabrón.-Dijo extasiada.
Wenceslao sacó su miembro y ella
se lo metió en la boca con ansia, como si no hubiera comido en dos días.
A esa misma hora, Marcos vagaba
por las calles paseando a Rufi. Se preguntaba porque Alicia ya no se la chupaba
nunca cuando él siempre estaba presto a comerle el coño. Era tarde, una noche muy
calurosa de julio y aún quedaba algún niño en el parque. De repente, todas las
ilusiones de crear una familia se le vinieron abajo. Alicia ya no le quería, eso
era evidente y creyó que había llegado el momento de tomar decisiones
importantes.
Cuando Alicia regresó, tenía las
maletas en la calle. Trató de abrir pero la puerta estaba cerrada por dentro.
Se puso a golpearla como una energúmena y no obtuvo respuesta así que, pasados
los segundos de histeria correspondientes, le llamó por teléfono.
-Marcos, cariño. ¿Qué pasa?
-Hemos terminado, Alicia.
Márchate.
-¿Y Rufi?
-El perro es mío y se queda
conmigo.
-Eso no, hijo de puta. No me
puedes hacer eso.
Rufi ladró tímidamente al otro
lado de la puerta.
-Suelta a Rufi, cabrón.
-No me sale de la polla.
-¿Polla? ¿Qué polla? Si tú no
tienes polla, imbécil. ¿A eso le llamas polla? Te voy a denunciar, quiero la
custodia de Rufi, cerdo.
Marcos colgó el teléfono. Alicia
le llamó unas veinticinco veces seguidas pero no le contestó, cogió las maletas
y se marchó. Aquella noche durmió en casa de sus padres. A la mañana siguiente fue
a la peluquería y cambió de color de pelo. Ahora, de rubia platino, se sentía
más segura. Cambio de aspecto, cambio de vida, pensó. Llegó a la puerta de la
casa de Wenceslao, se atusó un poco el pelo, se perfiló los labios y llamó al
timbre. Él la recibió cubierto con una toalla minúscula que apenas ocultaba su
sexo y mostraba las formas bien contorneadas de su bajo vientre. La invitó a
pasar con una sonrisa plácida, de anuncio, y fueron a la piscina. Él se quitó
la toalla y balanceó el cipote de un lado a otro, como un streaper profesional. Tres jovencitas en pelotas, llenas de
tatuajes y piercings, fumaban un canuto sentadas en el borde, mojando sus pies
y, al ver el show de Wenceslao, se pusieron a bailar junto a él, a sobarle y a
darle de fumar. Sonaba Bob Marley en un pequeño reproductor mp3, se lo estaban
pasando muy bien y todavía quedaba mojito en el cuenco junto a varios gramos de
cocaína dispersos en una bandeja de cristal.
-¿Un mojito?
Alicia negó con la cabeza. Estaba
cortada, no sabía qué pintaba allí con aquellas niñas de carnes prietas y tetas
perfectas. Se imaginó a Wenceslao cabalgándolas en el agua y se excitó. Miró de
abajo arriba a las chicas y se sentó en el borde de una tumbona. Juntó sus
rodillas y ocultó sus manos debajo de sus muslos. Se veía inferior, pequeña, y
sentía que no le podría satisfacer nunca. Nunca llegaría a la altura.
Marcos apagó el móvil, no quería más llamadas, se abrió
una cerveza y se quedó un buen rato mirando con cara de gilipollas su reflejo
en la pantalla negra del televisor. Las caquitas de Rufi se amontonaban en los
rincones, las latas vacías poblaban la mesa y el cenicero hablaba por sí solo.
Un amigo le llamó para el partidito de tenis dominical pero no había preparado
ni las raquetas y sus pantaloncitos cortos estaban para lavar. Puso la
televisión por hacer algo y se encontró con el spot del Banco Santander. Se le
quedó una mueca estúpida. Allí estaba él, sin camiseta y en pantalones cortos,
abanicando a ese mamón. Qué sindiós.

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