viernes, 3 de julio de 2015

PABLO ALBORÁN



Alicia conoció a Wenceslao en un local de intercambio de parejas. Fue con Marcos, su marido, un empleado del Banco Santander siete años mayor. Al principio era reacio a ese tipo de locales pero desde que un compañero de trabajo le explicó sus aventuras con su mujer, no pudo evitar que le picara la curiosidad. Alicia aceptó encantada. En un primer momento no quiso decirle que estaba aburrida de su vida sexual llena de masturbaciones ocultas entre las sábanas. Pensó que lo más apropiado era mentirle, decirle que no lo necesitaba, que se sentía llena y satisfecha. Marcos no se lo creyó. Le costó casi un año confesarle que quería experimentar eso del intercambio, que por probar no pasaría nada. Lo que no se esperaba era que Alicia aceptara tan de buena gana y a la primera. Eso le pareció fantástico, algo verdaderamente sorpresivo, como un avistamiento ovni en medio de un centro comercial. 

Aquella noche lo prepararon todo para que fuera lo más especial posible. Alicia sacó del cajón de su mesita de noche la lencería que Marcos le compró como regalo de aniversario. Sólo se la había puesto un par de veces, en la boda de su hermana y en un arrebato de pasión después de un concierto de Pablo Alborán. Le gustaba Pablo Alborán. Marcos consiguió dos entradas vip para uno de sus conciertos gracias a un spot que hizo el cantante para el Banco Santander en el que tocaba el piano mientras dos rubias recitaban con voz melosa las ventajas de comprar acciones de la compañía. Él mismo colaboró haciendo de figurante, tenía que abanicar, junto a dos compañeros, a Pablo Alborán con un paipay, sin camiseta y en pantalones cortos.
Se puso su mejor traje y cuando hizo un recuento de las cosas que le faltaban, pensó en los condones. Tenía dos pero ya estaban caducados. Alicia salió del baño en braguitas y Marcos la miró como si no fuera su mujer, como si aquella imagen fuera la de una cuarentona morbosa con ganas de zumbarse al primero que se pusiera a tiro. Se excitó. Todavía no había pisado el local y ya se le había puesto morcillona. Alicia era una mujer tremendamente atractiva y cuando se arreglaba un poco se quitaba años de encima. A su marido, cuando se vestía de corto los domingos por la mañana para jugar al tenis, le aparecían lorzas por debajo de la gomilla del pantalón. No estaba excesivamente gordo, más bien tenía la grasa mal repartida y si no fuera por los trajes a medida no podría disimularla. 
 
-Cariño, voy a por condones, no hay ninguno.- Dijo mirándola de arriba abajo.

Se puso la chaqueta y se marchó. A su regreso ella le esperaba en la puerta del parking fumando un cigarrillo y mirando su teléfono móvil. Esa misma mañana había ido a la peluquería, se había teñido el pelo de un cobrizo intenso y compró la revista Cosmopolitan con el fin de empaparse de los últimos trucos de belleza del mercado. La llevaba en el bolso por si en el coche se aburría, cosa que solía pasar ya que Marcos acostumbraba a no darle conversación. Estaba harta de hablar con la pared, cansada de un hombre tan poco comunicativo como imaginativo, tanto en la cama como en la rutina diaria. Apuró el cigarrillo y se acordó de las palabras de su madre justo antes de casarse. Le dijo que no tenían nada en común, que era un hombre soso, descolorido por dentro y por fuera y que sólo tenía dinero. Pero era esa la razón por la que estaban juntos. La única razón. 

Al principio salían a cenar o a tomar unas copas de vez en cuando pero eso acabó cuando a Marcos le dio la vena de ser padre y  a ella no le hizo ninguna ilusión. No se veía llamando a una canguro para poder ir a sus sesiones de yoga, ni yendo todos los fines de semana a casa de sus suegros para que vieran a los niños. A veces sentía que era una egoísta por esa misma razón pero cuando veía a su chihuahua tumbado en su sillón con su lacito rojo en la cabeza se le quitaba el sentimiento de culpabilidad y se hacía a la idea de que también podía ser mamá, de que también era capaz de cuidar y de dar mimos. De hecho, Rufi, el chihuahua, tenía ya diez años y lo trataba como a un bebé. 

En cuanto llegó, ella refunfuñó un poquito, lo de costumbre, y subió al coche con el rostro en mute, silencioso, distante. Él, por su parte, se mostró locuaz y chistoso, cosa rara. 

-¿Qué te preocupa? Lo vamos a pasar bien. Ya verás, es sólo una experiencia. Déjate llevar, cariño. Sonríe. ¿No te parece gracioso? Tú y yo en una de estas. Quién nos lo iba a decir.

En ese momento pensó que era tonto del culo y precisamente ahí, en el culo,  era donde tenía lo gracioso. Se atusó el pelo y se retocó los labios. Marcos se encendió un cigarrillo. Alicia le miró un instante y se lo imaginó desnudo, con su barriguita desparramada bajo el cinturón de seguridad. Sonrió y le dijo que sí, que se lo pasarían muy bien. A Marcos le cambió el rictus. 

-¿Qué te preocupa?
 -¿A mí? Nada. 

Aparcó en el parking del club y cuando habían llegado justo a la puerta, Alicia se detuvo y le agarró del brazo.

-Cariño, prométeme que todo lo que pase ahí dentro se quedará ahí dentro.

De repente, notaron una tremenda inseguridad, ninguno se sentía absolutamente convencido de hacer nada, igual se limitarían a mirar y ya, pero no fue así.  

El regreso a casa fue un voto de silencio, algo casi fúnebre. Alicia abrió la Cosmopolitan y la ojeó por hacer algo. Estaba satisfecha. Cansada pero satisfecha. No podía quitarse de la cabeza aquel miembro penetrándola por detrás y deseaba llegar a casa cuanto antes para poder quitarse las bragas mojadas y tomar un baño. Marcos no entendía qué le había pasado, se acomplejó, estuvo tan nervioso que apenas pudo aguantar la erección cinco minutos y se corrió inesperadamente. El resto fue contemplar el gozo de su mujer completamente entregada, las embestidas de aquel tipo de polla monstruosa y como su compañera, que se había quedado a medias, le lamía las pelotas con tanto afán. Era una mujer ajada, con poco pecho y de nariz puntiaguda pero tenía una lengua prodigiosa, nunca se la habían comido de aquella manera. 

Detuvo el coche en un semáforo y la miró de arriba abajo. 

-¿Cómo decías que se llamaba?
-¿Te interesa?-Dijo sin levantar la mirada de la revista.  
-Sí.
-Wenceslao.
-¿Y su pareja?
-No sé. 

Llegaron a casa y ella corrió al baño y se encerró. Marcos quiso entrar pero Alicia no se lo permitió. Sin embargo dejó entrar al chihuahua. “Ese sí”, dijo él entre dientes apoyado en el quicio de la puerta.  

-Cariño, tenemos que hablar. 
-Me lo prometiste, Marcos. Lo que pasó allí se queda allí.  

Abrió el grifo de la ducha y se puso a hablar con el perro. Fue una conversación interesante. Ella le explicaba lo cansada que estaba en tono de niña tonta y Rufi le contestaba con ladridos minúsculos de aprobación. Marcos fue a la cocina y se abrió una cerveza. Se sentó en el salón y se quedó un buen rato mirando con cara de gilipollas su reflejo en la pantalla negra del televisor. Quería explicarle que le excitó verla gozar de aquella manera pero se veía inferior, pequeño, y sentía que no la podría satisfacer nunca más. Nunca llegaría a la altura. Apuró la cerveza y se abrió otra. Alicia apareció una hora después con Rufi en los brazos y fumando un cigarrillo. Se sentó a su lado y le miró de arriba abajo. 

-Cariño, tenemos que hablar.
-¿Ahora?
-Sí- Contestó seca. 

Marcos se levantó y fue a por otra cerveza. 

-Lo pasaste bien, ¿no?-Dijo sentándose en el sofá.
-¿Quieres saberlo?
-Mejor no me lo digas.
-Pues sí.
-Pero si era un chulo de gimnasio, con ese no puedes hablar ni una sola palabra. ¿No viste que no sabía ni articular una frase? ¿No te diste cuenta?
-Y qué. Tenía un pollón, Marcos. Además, tú tampoco hablas mucho que digamos. 

Alicia apuró el cigarrillo y le miró de arriba abajo con una sonrisa desdeñosa. 

-Mira cariño, te lo voy a decir bien clarito. Es cuestión de sentirse llena, ¿entiendes? Si eso baila, si pruebas a hacer más posturas y se sale o si no la notas en todo el perímetro del coño, decepciona. No sé si me explico. Hay que rellenar todo el agujero.
-Así que a ti te da igual estar con un mono que no sabe ni hablar.
-Déjate de historias. Aquí y en Japón, un pollón es un pollón. Tíos hay muchos, Marcos. Si quiero hablar me voy con Enrique, el profesor de yoga, si quiero bailar me voy con Miguel que tiene una pluma exagerada y me lleva a la disco de vez en cuando, pero para follar…
-Vale, vale. Me ha quedado claro. Vamos a dejarlo aquí.  

Marcos estaba excitado. Recordó con toda claridad el vaivén de las tetas de su mujer al compás de las embestidas de Wenceslao. Le daban morbo aquellas tetas, las tenía algo caídas y cuando se ponía a cuatro patas colgaban lo justo para poder agarrárselas por detrás. Lo hizo Wenceslao, ya no era algo exclusivo que sólo podía hacer él. Y le dio rabia. De repente, tuvo ganas de follársela ahí mismo y se acercó con el fin de tocarle los pechos pero ella retiró cuidadosamente sus manos y los ocultó bajo la bata. 

-Estoy cansada. 

Marcos se retiró al cuarto, apagó la luz y se masturbó en silencio. En poco más de cinco minutos ya había acabado, se limpió y trató de dormir. Alicia, exhausta, se quedó dormida en el sofá con Rufi en brazos. 

A la noche siguiente, después de un día sin hablarse, Alicia acudió a su cita con Wenceslao. Él no la esperaba pero ella sabía que estaría allí, en el club. Y así fue. Tomaron una copa y charlaron de sus vidas. Alicia le miraba de abajo a arriba, como si fuera un dios griego, contemplando su torso bien definido, sus piernas fornidas y sus brazos amplios, fuertes, potentes. Sonreía a todo, todo lo que decía le parecía fantástico. Él, por su parte, se mostraba seguro, el mejor. 

-¿A qué te dedicas?-Dijo mirándole discretamente  la silueta de sus pectorales que se dibujaban en su camisa ceñida.
-Trapicheos, nena. ¿Vamos al baño? 

Fueron al baño y se metieron un par de rallas. Alicia no tomaba desde la boda de su hermana y en seguida lo notó. En un reservado del club, donde la gente baila y charla en los momentos previos a la orgía, siguieron contándose sus vidas. Ella se interesó por la otra, la que suponía que era su pareja y él le dijo que era una amiga viciosa, que iba con él por lo que iba pero que no tenía ninguna relación seria con ella ni con nadie. A Alicia se le despertaron entonces sus más bajos instintos de posesión y marcó el territorio. 

-Entonces, eres todo mío, ¿no?

Wenceslao sonrió, detuvo a una camarera que pasaba por ahí, le pidió dos daikiris, sacó de la cartera un billete de cien y lo dejó en la mesa. Alicia le miró de arriba abajo sorprendida. Le gustó ver ese billete de cien e intuyó que tenía más. En ese momento se atusó el pelo y se hizo la distraída. Se hacía la interesante pero en realidad no tenía mucho de lo que hablar con él, prefería escuchar sus batallitas de ajustes de cuentas, de tablas de ejercicios de musculación y del maravilloso mundo de la compraventa de coches de segunda mano, afición a la que profesaba una absurda veneración. 

-Ahora tengo un Audi A3. Kilómetro 0. Una máquina.
-Sí, sí…

Pero ella ya se había montado su propia película. Sonó una canción de Pablo Alborán y desconectó. Se proyectó con Wenceslao paseando por una playa de arena fina, desnudos y cogidos de la mano. Solos los dos, sin más sonido que el de las olas del mar y susurros de amor al oído. 

-¿Bailamos? 

La cogió de la mano y bailaron pegados toda la canción. 

-¿Dónde vives? 
-Aquí al lado, en el número 32. Es una casa. Tengo piscina. Luego vamos, si quieres.
-No traje bikini.

Wenceslao rompió a reír y ella le acompañó con una sonrisita tonta.

-Me gusta mucho Pablo Alborán.
-A mí también me gusta bailar.- Dijo con voz áspera y mirando hacia otro lado.  

Le gustaba bailar. Ya no tendría que llamar a su amigo el marica para que la llevara a la disco de vez en cuando. Wenceslao tenía un pollón, estaba bueno, tenía dinero y además le gustaba bailar. Lo tenía todo y ella ya había mojado las bragas. Wenceslao hacía tiempo que se había dado cuenta y al cabo de unos minutos se pusieron a follar. Lo hicieron en uno de los descansillos del club. Un tipo se detuvo y se masturbó sentado en un sillón justo al lado de ellos, babeando por los ojos. 

-Quiero que me metas esa polla hasta la garganta, cabrón.-Dijo extasiada. 

Wenceslao sacó su miembro y ella se lo metió en la boca con ansia, como si no hubiera comido en dos días.  

A esa misma hora, Marcos vagaba por las calles paseando a Rufi. Se preguntaba porque Alicia ya no se la chupaba nunca cuando él siempre estaba presto a comerle el coño. Era tarde, una noche muy calurosa de julio y aún quedaba algún niño en el parque. De repente, todas las ilusiones de crear una familia se le vinieron abajo. Alicia ya no le quería, eso era evidente y creyó que había llegado el momento de tomar decisiones importantes. 

Cuando Alicia regresó, tenía las maletas en la calle. Trató de abrir pero la puerta estaba cerrada por dentro. Se puso a golpearla como una energúmena y no obtuvo respuesta así que, pasados los segundos de histeria correspondientes, le llamó por teléfono. 

-Marcos, cariño. ¿Qué pasa?
-Hemos terminado, Alicia. Márchate.
-¿Y Rufi?
-El perro es mío y se queda conmigo.
-Eso no, hijo de puta. No me puedes hacer eso. 

Rufi ladró tímidamente al otro lado de la puerta. 

-Suelta a Rufi, cabrón. 
-No me sale de la polla.
-¿Polla? ¿Qué polla? Si tú no tienes polla, imbécil. ¿A eso le llamas polla? Te voy a denunciar, quiero la custodia de Rufi, cerdo.  

Marcos colgó el teléfono. Alicia le llamó unas veinticinco veces seguidas pero no le contestó, cogió las maletas y se marchó. Aquella noche durmió en casa de sus padres. A la mañana siguiente fue a la peluquería y cambió de color de pelo. Ahora, de rubia platino, se sentía más segura. Cambio de aspecto, cambio de vida, pensó. Llegó a la puerta de la casa de Wenceslao, se atusó un poco el pelo, se perfiló los labios y llamó al timbre. Él la recibió cubierto con una toalla minúscula que apenas ocultaba su sexo y mostraba las formas bien contorneadas de su bajo vientre. La invitó a pasar con una sonrisa plácida, de anuncio, y fueron a la piscina. Él se quitó la toalla y balanceó el cipote de un lado a otro, como un streaper profesional. Tres jovencitas en pelotas, llenas de tatuajes y piercings, fumaban un canuto sentadas en el borde, mojando sus pies y, al ver el show de Wenceslao, se pusieron a bailar junto a él, a sobarle y a darle de fumar. Sonaba Bob Marley en un pequeño reproductor mp3, se lo estaban pasando muy bien y todavía quedaba mojito en el cuenco junto a varios gramos de cocaína dispersos en una bandeja de cristal.

-¿Un mojito? 

Alicia negó con la cabeza. Estaba cortada, no sabía qué pintaba allí con aquellas niñas de carnes prietas y tetas perfectas. Se imaginó a Wenceslao cabalgándolas en el agua y se excitó. Miró de abajo arriba a las chicas y se sentó en el borde de una tumbona. Juntó sus rodillas y ocultó sus manos debajo de sus muslos. Se veía inferior, pequeña, y sentía que no le podría satisfacer nunca. Nunca llegaría a la altura. 

Marcos apagó el móvil, no quería más llamadas, se abrió una cerveza y se quedó un buen rato mirando con cara de gilipollas su reflejo en la pantalla negra del televisor. Las caquitas de Rufi se amontonaban en los rincones, las latas vacías poblaban la mesa y el cenicero hablaba por sí solo. Un amigo le llamó para el partidito de tenis dominical pero no había preparado ni las raquetas y sus pantaloncitos cortos estaban para lavar. Puso la televisión por hacer algo y se encontró con el spot del Banco Santander. Se le quedó una mueca estúpida. Allí estaba él, sin camiseta y en pantalones cortos, abanicando a ese mamón. Qué sindiós.  

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