Su cuñado le había
invitado a su casa y a él le parecía extraño. Cómo podía ser, se preguntaba, si
desde que se separó ya no era su cuñado. Además siempre se ha sentido incómodo
en su casa y no podía entender, de ningún modo, qué interés podía tener en
volverle a ver la cara. Cuando le llamó por teléfono estaba intentando
descansar. Ese fin de semana le tocaba con su hijo y había pasado todo el día
detrás de él corriendo de un lado a otro como un poseso. Eso no se toca, ven aquí,
no corras tanto, caca, eso es caca... Le había puesto los dibujos animados para
darse un respiro y justo en ese momento, su cuñado le reclama. Hay que joderse,
pensó. Le dijo que tenían la cena preparada, que habían comprado un pato y
jamón de bellota. Él empezó a salivar, abrió el frigorífico con el teléfono
enganchado a la oreja y observó la miserable situación alimenticia en la que se
encontraba. “Es un poco tarde, ¿no crees?”, dijo. Guardó unos segundos de
silencio. “Ok, vamos para allá. Calculo que llegaremos en una hora, cosa así”.
Subió a su hijo al coche después de una fuerte rabieta. El niño quería quedarse
en casa de su padre, entre el desorden de libros apilados en el suelo y polvo
en suspensión, viendo los dibujos y comiendo helados de vainilla de marca
blanca. Pero él quería cenar bien y hacía tiempo que no probaba el jamón de
bellota. Sólo tenía que aguantar un rato a su excuñado y ya está. Además, hacía
más de un año que no le veía y seguro que las cosas habían cambiado, al menos
entre ellos dos. Ya no había presión de ningún tipo. Ahora se podía mostrar tal
y como era en realidad. Su hijo pasó todo el viaje enfurruñado. “Ya verás como
lo pasarás bien”, le dijo mientras aparcaba el coche frente a la casa. “Además,
¿hace cuánto que no ves a tu prima?” “Mi prima es tonta”, dijo el niño con la
cara llena de mocos y el pelo enmarañado. Al salir del coche, cogió a su hijo
en brazos y le dijo algo al oído. Ambos rieron pícaramente, como si
planificaran una travesura. Antes de entrar en casa les obligaron a quitarse
los zapatos. Él hizo como que no se acordaba pero lo sabía perfectamente. Toda
la casa estaba alfombrada de tapices persas venidos directamente de Irán y les
habían costado una fortuna. Su cuñada había prendido barras de incienso de la India
por toda la casa: enorme, de techos altos y grandes ventanales. Se sentaron en
la mesa. El niño tosió. “Ya, es un poco fuerte este incienso”, dijo ella. “Lo
compramos en la India. Este año hemos estado un mes, por lo de los cursos de
meditación trascendental” “Vaya, dijo él, yo estas vacaciones he llevado al
mocoso a Isla Fantasía. Lo pasamos muy bien, ¿verdad, hijo?” El niño asintió
con la cabeza. Su prima hizo un ademán de asco. Qué cutre, pensó. La cuñada
puso un plato de jamón encima de la mesa y una botella de vino. “Este vino es
buenísimo, de la Borgoña, pruébalo”, dijo el cuñado. Él llenó todas las copas
excepto la de su cuñado. “¿Para qué compras vino si eres abstemio?”, le
preguntó. “Lo compré en un viaje de negocios, todo el mundo compra vino en la
Borgoña”. Él no quería que llegara la sobremesa. Era terrible la sobremesa. Le
daba miedo la sobremesa. Siempre acababa hablando más de la cuenta con un par
de copas de más. Así que se levantó y dijo que se marchaban, que tenía cosas
urgentes que hacer al día siguiente. Todo mentira. Al día siguiente no tenía
que hacer nada en absoluto. “Espera, dijo la cuñada, no os vayáis que en un
rato viene mi hermana” Su hermana era su exmujer. “¿Quieres una copita de
algo?”, le dijo. Lo sabía, sabía que iba a pasar eso. Ahora no podía echarse
atrás. “Vale, dijo, ponme un whisky”. Ella le sirvió un whisky y él se sentó en
el sofá. Su cuñado se empezó a poner pesado hablando de política mientras los
niños se peleaban en el salón. Ni una palabra, pensó él, hablemos de fútbol,
por favor. “Parece que el Barça se ha reforzado mucho este año, ¿no?” Pero el
tipo siguió con el rollo de la crisis y de la necesidad de votar en las
próximas elecciones para castigar al partido del poder y bla, bla, bla... Todo
esto lo decía con un ojo puesto en su sobrino. Estaba tenso por si rompía
cualquier figurita del comedor. Él se preguntaba el por qué de tanta
preocupación por la política y la situación económica del país cuando le iba de
puta madre, tenía una casa impresionante, un cochazo de lujo, un apartamento en
Cap de Creus y hasta un yate de muchos metros de eslora. “No digas nada, pensó,
o te llamará antisistema y te ridiculizará, como siempre. Lo hará cuando venga
tu exmujer, lo tiene todo preparado, seguro.” Se levantó del sofá, apuró el
whisky y se puso la chaqueta. “Nos vamos”, le dijo al mocoso guiñándole el ojo
izquierdo. “¿Ya?”, dijo su excuñado. “Sí, ya te dije que mañana tengo cosas que
hacer”. Les acompañó a la puerta y se despidieron efusivamente. “Que tengas
suerte”, dijo. “Lo mismo digo”, dijo el otro. Su mujer se acercó y le dio dos
besos al niño. “Meritxell, ¿no le das dos besitos a tu primo?”, le dijo a su
hija. La niña negó tajantemente con la cabeza y se marchó a su cuarto. Él
volvió a guiñarle el ojo a su hijo, ésta vez el derecho, como habían acordado
previamente. Llegó el momento. El mocoso se sacó la churra y orinó sobre la
alfombra. La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
jueves, 23 de julio de 2015
PEQUEÑA VENGANZA
Su cuñado le había
invitado a su casa y a él le parecía extraño. Cómo podía ser, se preguntaba, si
desde que se separó ya no era su cuñado. Además siempre se ha sentido incómodo
en su casa y no podía entender, de ningún modo, qué interés podía tener en
volverle a ver la cara. Cuando le llamó por teléfono estaba intentando
descansar. Ese fin de semana le tocaba con su hijo y había pasado todo el día
detrás de él corriendo de un lado a otro como un poseso. Eso no se toca, ven aquí,
no corras tanto, caca, eso es caca... Le había puesto los dibujos animados para
darse un respiro y justo en ese momento, su cuñado le reclama. Hay que joderse,
pensó. Le dijo que tenían la cena preparada, que habían comprado un pato y
jamón de bellota. Él empezó a salivar, abrió el frigorífico con el teléfono
enganchado a la oreja y observó la miserable situación alimenticia en la que se
encontraba. “Es un poco tarde, ¿no crees?”, dijo. Guardó unos segundos de
silencio. “Ok, vamos para allá. Calculo que llegaremos en una hora, cosa así”.
Subió a su hijo al coche después de una fuerte rabieta. El niño quería quedarse
en casa de su padre, entre el desorden de libros apilados en el suelo y polvo
en suspensión, viendo los dibujos y comiendo helados de vainilla de marca
blanca. Pero él quería cenar bien y hacía tiempo que no probaba el jamón de
bellota. Sólo tenía que aguantar un rato a su excuñado y ya está. Además, hacía
más de un año que no le veía y seguro que las cosas habían cambiado, al menos
entre ellos dos. Ya no había presión de ningún tipo. Ahora se podía mostrar tal
y como era en realidad. Su hijo pasó todo el viaje enfurruñado. “Ya verás como
lo pasarás bien”, le dijo mientras aparcaba el coche frente a la casa. “Además,
¿hace cuánto que no ves a tu prima?” “Mi prima es tonta”, dijo el niño con la
cara llena de mocos y el pelo enmarañado. Al salir del coche, cogió a su hijo
en brazos y le dijo algo al oído. Ambos rieron pícaramente, como si
planificaran una travesura. Antes de entrar en casa les obligaron a quitarse
los zapatos. Él hizo como que no se acordaba pero lo sabía perfectamente. Toda
la casa estaba alfombrada de tapices persas venidos directamente de Irán y les
habían costado una fortuna. Su cuñada había prendido barras de incienso de la India
por toda la casa: enorme, de techos altos y grandes ventanales. Se sentaron en
la mesa. El niño tosió. “Ya, es un poco fuerte este incienso”, dijo ella. “Lo
compramos en la India. Este año hemos estado un mes, por lo de los cursos de
meditación trascendental” “Vaya, dijo él, yo estas vacaciones he llevado al
mocoso a Isla Fantasía. Lo pasamos muy bien, ¿verdad, hijo?” El niño asintió
con la cabeza. Su prima hizo un ademán de asco. Qué cutre, pensó. La cuñada
puso un plato de jamón encima de la mesa y una botella de vino. “Este vino es
buenísimo, de la Borgoña, pruébalo”, dijo el cuñado. Él llenó todas las copas
excepto la de su cuñado. “¿Para qué compras vino si eres abstemio?”, le
preguntó. “Lo compré en un viaje de negocios, todo el mundo compra vino en la
Borgoña”. Él no quería que llegara la sobremesa. Era terrible la sobremesa. Le
daba miedo la sobremesa. Siempre acababa hablando más de la cuenta con un par
de copas de más. Así que se levantó y dijo que se marchaban, que tenía cosas
urgentes que hacer al día siguiente. Todo mentira. Al día siguiente no tenía
que hacer nada en absoluto. “Espera, dijo la cuñada, no os vayáis que en un
rato viene mi hermana” Su hermana era su exmujer. “¿Quieres una copita de
algo?”, le dijo. Lo sabía, sabía que iba a pasar eso. Ahora no podía echarse
atrás. “Vale, dijo, ponme un whisky”. Ella le sirvió un whisky y él se sentó en
el sofá. Su cuñado se empezó a poner pesado hablando de política mientras los
niños se peleaban en el salón. Ni una palabra, pensó él, hablemos de fútbol,
por favor. “Parece que el Barça se ha reforzado mucho este año, ¿no?” Pero el
tipo siguió con el rollo de la crisis y de la necesidad de votar en las
próximas elecciones para castigar al partido del poder y bla, bla, bla... Todo
esto lo decía con un ojo puesto en su sobrino. Estaba tenso por si rompía
cualquier figurita del comedor. Él se preguntaba el por qué de tanta
preocupación por la política y la situación económica del país cuando le iba de
puta madre, tenía una casa impresionante, un cochazo de lujo, un apartamento en
Cap de Creus y hasta un yate de muchos metros de eslora. “No digas nada, pensó,
o te llamará antisistema y te ridiculizará, como siempre. Lo hará cuando venga
tu exmujer, lo tiene todo preparado, seguro.” Se levantó del sofá, apuró el
whisky y se puso la chaqueta. “Nos vamos”, le dijo al mocoso guiñándole el ojo
izquierdo. “¿Ya?”, dijo su excuñado. “Sí, ya te dije que mañana tengo cosas que
hacer”. Les acompañó a la puerta y se despidieron efusivamente. “Que tengas
suerte”, dijo. “Lo mismo digo”, dijo el otro. Su mujer se acercó y le dio dos
besos al niño. “Meritxell, ¿no le das dos besitos a tu primo?”, le dijo a su
hija. La niña negó tajantemente con la cabeza y se marchó a su cuarto. Él
volvió a guiñarle el ojo a su hijo, ésta vez el derecho, como habían acordado
previamente. Llegó el momento. El mocoso se sacó la churra y orinó sobre la
alfombra.
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