Carmen pesaba
doscientos kilos. Era una enorme bola con ojos y tenía una expresión de
resentimiento en la cara que daba pavor. Era obesa desde pequeña y nunca fue
muy agraciada. Tenía vello por todo el cuerpo y una nariz de patata incrustada
en el rostro que se ensanchaba de forma preocupante con la edad. Pelo mocho,
sin cuello, deforme, un esperpento. Vivía con su pareja, un gitano de metro y
medio gangoso y con un ojo a la virulé. Como todas las tardes, antes de ir a
trabajar, el gitano se masturbaba contemplando a Carmen en la ducha. Lo que más
le excitaba era verla mear. Ella lo sabía y se recreaba. Aguantaba el pis todo
lo que podía para que la paja fuera más larga. A veces, justo al principio, se
le escapaban unas gotitas y él se corría como sin darse cuenta. Cuando
terminaba la ducha, el gitano le ayudaba a salir y le secaba los pliegues con
una toalla enorme mientras ella se desenredaba el pelo y recitaba de memoria la
ruta que tenían que seguir a lo largo de la noche. Tardaba alrededor de una
hora en prepararse. Se embadurnaba la cara de polvos, la dejaba limpia como una
patena, sin granos, sin vello y se pintaba los párpados de un violeta intenso.
Los postizos eran imprescindibles, uñas de colores, pestañas largas... Pero a
lo que más interés le ponía era al vestuario. Se lo hacían a medida y se
gastaba grandes cantidades de dinero en modelos estrafalarios. Para esa noche
eligió un estampado con motivos polinésicos y unas pezoneras extra grandes para
ocultar sus marrones aureolas, amplias circunferencias que si se vieran desde
arriba simularían dos helipuertos con su punto de mira en el centro. Se recogió
el pelo en un moño y se perfumó con varias gotas de Musk en los pliegues
estratégicos: bajo las tetas, detrás de las orejas y en el michelín que
antecede al bosque negro oculto entre sus muslos pegados desde el día de su
comunión. El gitano limpió el coche por dentro y por fuera, llenó el depósito y
tomó un carajillo en el bar mientras vigilaba el flamante Mercedes aparcado en
doble fila para que no se lo llevara la grúa. El coche estaba impecable, negro
metalizado, brillante, señorial. Apuró el carajillo, pagó y se despidió
cubriéndose con un sombrero borsalino como si fuera un mafioso siciliano. La
esperó en la puerta bien trajeado, guantes de cuero negro y brillantina en el
pelo. Fumaba y miraba su reloj cada dos por tres. Apuró el cigarro, lo tiró al
suelo y lo pisó con su flamante zapato Martinelli. Ella salió del portal como
una diosa de la fecundidad del neolítico, pero vestida. Caminó lentamente hacia
el Mercedes. Él le abrió la puerta como si se la estuviera abriendo a la
mismísima Sofía Loren y Carmen entró aparatosamente, desparramándose en el
asiento. Durante el trayecto discutieron sobre los tantos por cientos de
ganancia que le correspondían a cada uno. El gitano salió con lo de siempre: un
chofer profesional cobraría mucho más por sus servicios. “Tú no eres mi chofer,
querido. Eres mi esclavo”, contestó con sorna. “¿Y quién te protege? ¿Eh?”.
Pero eso a Carmen le daba igual, sabía que no necesitaba de la protección de un
gitano bizco de metro y medio; ella, con sus doscientos kilos de peso, podía
defenderse solita. Así que siempre que salía por ese lado, ella rompía a reír a
carcajadas, mofándose de él y de sus filias de lluvias doraras y demás. Sin
embargo, él se quedó receloso y se planteó seriamente la separación. Si su
relación iba a ser esa durante el resto de los días, tarde o temprano
reventaría por algún lado. “Además, si no follo desde las navidades”, pensó.
“Sólo me hago pajas mirando como se ducha. Si por lo menos me las hiciera ella.
O una chupadita de vez en cuando. No sé...” Con estas cavilaciones, el gitano
detuvo el coche en la puerta de un chalet de la avenida Tibidabo. Salió, le
abrió la puerta y la acompañó hasta la entrada. La recibió un joven disfrazado
de zulú. Cuando la vio se le escapó una carcajada sorda. Carmen respondió con
una mueca fulminante y el joven enmudeció. “Es usted Carmen, ¿verdad? Pase,
pase, la streaper está a punto de acabar.” Entró y se sentó en el
vestíbulo. El zulú subió por una preciosa escalera de caracol. Al poco tiempo
bajó una chica despampanante atusándose el pelo. Se miraron un momento. “¿Son
muchos?” “Creo que diez”, contestó la streaper. “Me comeré a uno y me
marcharé”. La chica la miró como alucinada y se despidió deseándole suerte. En
la planta de arriba se oían gritos y risas hilarantes, macabras. Carmen se levantó y se asomó por el
hueco de la escalera. El zulú bajó hasta la mitad y le dijo con la mano que
subiera. Tardó casi diez minutos en llegar a la planta de arriba y tuvo que
ponerse de lado para entrar en el salón porque a duras penas entraba por la
puerta. Un grupo de unos diez hombres, todos vestidos de zulú, completamente
borrachos, se quedó unos segundos en silencio al verla atravesar el umbral.
“Voy a comerme a un niño malo hoy. ¿Quién se casa?”, dijo Carmen con voz
áspera. De repente, el salón se transformó en una risa sostenida y el futuro
casado dio un paso al frente. Carmen se fue quitando la ropa lentamente, con
oficio, moviendo ligeramente sus carnes. Los tipos la insultaban, comparaban su
grasa con cosas que no tenían nada que ver, absurdas, pero reían de todo y por
todo. Les daba igual, ellos sólo veían un montón de carne bailando y no era
barata. Una vez desnuda, se quitó las pezoneras y se puso detrás del novio.
“Muy bien, niños. Ahora viene la foto”, dijo colocando sus enormes mamas sobre
los hombros del joven. Los zulús sacaron sus móviles y congelaron el instante.
Carmen retiró las tetas de los hombros del chico, cogió sus bragas y se las
puso. “¡Eh, eh, morsa! ¿Dónde vas? No has terminado”, dijo el zulú que la
recibió en la puerta. “¿Cómo?”, bramó Carmen. El zulú la cogió por el brazo y
la llevó a un extremo del salón. “Mire, Carmen, ¿sabe lo qué pasa? El novio
quiere cumplir un deseo pero no se atreve a decírselo, así que...” “Son cien
más”, zanjó. “Ok. Ok. Sin problemas”, contestó el joven alargando el cuello a
la altura de su oreja para contarle el secreto. Entretanto, el gitano esperaba
ansioso en el vestíbulo. Se había pasado la hora y miraba de vez en cuando por
el hueco de la escalera de caracol para ver si bajaba hasta que no pudo más y
subió a toda prisa. Cuando entró en el salón y vio a su mujer arrodillada sobre
la mesa orinando en una copa de cava, tuvo una erección tan fulminante que no
tardó en aparecer un círculo de fluido en su entrepierna. Sintió vergüenza y
salió despavorido. Carmen le dio la copa al futuro marido y se vistió al compás
de los gritos de la tribu de zulús. Cuando quiso marcharse, se quedó atascada
en el hueco de la puerta. No podía pasar de ninguna de las maneras. La jauría
aumentó la presión: gritos y más gritos e insultos y más insultos y patadas y
más patadas... Su marido la miró
impasible por entre los barrotes de la escalera. “¿Por qué nunca me hizo ese
numerito?”, se preguntó. Salió del chalet y se encendió un cigarrillo. Subió al
coche, arrancó y se incorporó al tráfico.

No hay comentarios:
Publicar un comentario