Javier tenía ganas de follar. Eso es todo. Si los
de la comunidad de singles de su ciudad le llamaban a eso conocer a gente y
hacer actividades pues bien, Javier fue a la cita con la idea de conocer a
gente y hacer actividades. Pero al fin y al cabo a él se la traía floja. Y
tampoco era muy exigente en lo que se refiere al físico. Eso le daba igual.
Tanto le daba acostarse con una gorda de tetas meloneras como con una huesuda
de tetas de cabrilla. A todas les veía su gracia y cada vez que se giraba para
ver un culo inmenso y algún amigo suyo le decía que iba desesperado, él siempre
contestaba con la mítica frase de su padre: “ninguna mujer es fea por donde mea”.
Y se quedaba tan ancho. Se afeitó, se puso gomina, su mejor camisa y el perfume
que le regaló su madre las últimas navidades. Esa misma mañana había llevado el
coche al autolavado e incluso compró un ambientador en los chinos para que no
apestara a tabaco. Quería conquistarla, llevarla en su coche a Montjuich y
rememorar la mamada que le hizo su exmujer cuando eran novios, días antes de
casarse. Quería ver la ciudad a sus pies mientras se empañaba el cristal
delantero, notar el vaivén de su cabeza entre las piernas. Llevaba tres años
separado, lo que significaba que llevaba tres años rememorando aquel momento.
“Dios, cómo la chupaba, la condenada”, le decía a sus amigos en el bar. “Se lo
tragaba todo”, le decía a sus compañeros de trabajo. Llegó al restaurante a la
hora indicada. Sabía más o menos como era por un par de fotos que se habían
intercambiado, una en la que aparecían sus piernas cruzadas con unas medias de
rejilla y liguero y otra en la que aparecía su cara bajo unas anchas gafas de
sol Ray Ban. Piernas largas, facciones equilibradas y pelo rubio de bote.
Perfecto. Suficiente. Le gustaba. Él, por su parte, le mandó tres fotos. Una en
el gimnasio, levantando pesas sobre un banco. Otra en la playa marcando paquete
y abdominal. Y otra junto a su hija de seis años en el zoológico junto a unos
simpáticos monos titis. Estaba seguro de que la foto con su hija y los monos le
ablandaría el corazón y podía contrarrestar la imagen de hombre rudo que daban
las otras dos fotografías. “Al fin y al cabo, todas las mujeres buscan un
poquito de sensibilidad en un hombre”, le dijo a un amigo la tarde antes de la
cita. Se hizo dos más desnudo pero no se atrevió a enviárselas porque le entró
inseguridad al verse el tamaño de su polla relajada y tampoco era plan de empalmarse
para la foto, quedaba grosero, sin estilo y podría romper el encanto del primer
encuentro. “Ya habrá tiempo para que me la vea tiesa, pensó, mientras vea las
luces de la ciudad a mis pies.” Ella estaba esperándole en una mesa junto a un
amplio ventanal. La claridad de la tarde doraba aún más su pelo y aquellas
gafas de sol le daban un toque misterioso. Javier se asombró de su belleza. “He
triunfado, he triunfado”, dijo en voz baja y se sentó frente a ella.
-Hola, soy Javier... Tu
single.- Dijo sonriente.
-Hola Javier, soy
Marisa. ¿Qué tal?
Se dieron dos besos.
-¿Llevas mucho tiempo
esperando?
-No. Cinco minutos.
Marisa le resumió un
poco su vida. Nada que él no supiera por los encuentros que tuvieron en el
chat. Era una mujer muy inteligente. Licenciada en literatura comparada y
locutora de un programa en una radio local. Le encantaba leer pero insistía en
que no podía leerlo todo, que había libros que le gustaría leer y
desgraciadamente no podía. A Javier le daba igual todo eso. Sólo miraba su escote
de vez en cuando y poco más. El único libro que leyó en su vida fue el código
de circulación y por obligación. Tampoco se sentía muy acomplejado porque ella
tuviera cierta cultura. Es más, le daba morbo que fuera una intelectual. Él no
pasó del graduado escolar y se ganaba la vida como montador de estanterías
metálicas y mobiliario de oficina. Quiso contarle un poco las vicisitudes de su
trabajo pero en seguida se dio cuenta de que le aburría soberanamente.
-Hueles bien- Dijo ella
tratando de desviar la atención.
-Gracias.
-En serio. Me encanta
tu olor, no el de tu colonia sino el tuyo.
Hizo una pausa para
darle un trago a la tónica.
-¿Te gustan los titis?
-¿Qué?
-Los monos... Los monos
titi. Me dijeron que eran titis y que eran de Madagascar. Allí estás con tu
hija, ¿verdad? Es preciosa, ¿no?
-Sí, mucho. Gracias.
“¿A qué viene ahora
eso?”, pensó. “Mal, mal, mal, Javier, muy mal. Si empiezas a hablar de tu hija
no follas. Zánjalo. Zánjalo ya.” Había pasado como una hora. Él se había tomado
dos gintonics y ella un par de tónicas.
-¿Te apetece que
subamos a Montjuich? Sé de un sitio fantástico, con unas vistas cojonudas. ¿Qué
te parece?
Se quitó las gafas de
sol y las dejó sobre la mesa. Javier pasó la mano frente a su cara y aquellos
ojos no se movían, estaban congelados en un punto fijo, eran grises, daban
miedo. Estuvieron un tiempo en silencio. Él se ausentó un momento para ir al
baño. No volvió.
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