viernes, 19 de junio de 2015

EN ABSOLUTO

El chiquillo no paraba de dar por el culo con la pelota. Su padre, cuerpo alámbrico, insistía en que hiciera castillitos de arena pero él erre que erre con la maldita pelota. “La sombrilla, Adolfo, la sombrilla, clávala bien que se vuela”, dice el cetáceo de su mujer con un pareo de rosas enroscado a la cintura o cadera o las dos cosas a la vez. El padre estuvo diez minutos tratando de encenderse un cigarrillo y la foca de su mujer se embadurnaba de crema a grandes cantidades. Con un poco de suerte, al tirillas de su marido, le quedaría el poso del bote. Sí. Eso que queda abajo y que tienes que apretar con insistencia para que salga. Su mujer expulsó la arena de la toalla, se quitó la parte delantera del bikini y sus tetas se desparramaron sobre su barriga. No era fea la imagen. Era natural y con cierto encanto. Pero su marido, supongo que cansado de verlas, estaba más preocupado por tumbarse bocabajo y mirar las de la chica de la toalla de al lado. Pequeñas, algo lacias, pero diferentes. El padre de familia cogió el diario, se puso las gafas de leer y comenzó un crucigrama. El niño siguió revolcándose en la arena, chutando la pelota sin criterio, al tuntún, por molestar. Cristiano Ronaldo dijo que era y su madre le contestó que sí, que era el dios del balón, una promesa, un diamante en bruto. La chica de la toalla de al lado se incorporó un momento para ajustar la sombrilla. Sus pechos cayeron lo justo y suficiente como para que la imaginación del hombre hiciera el resto. Mientras hacía que hacía el crucigrama se proyectó penetrando a aquella chica por detrás. Y le gustó tanto que se la tuvo que levantar un poquito, ya que le pilló el pijo arrugado contra el suelo y cuando esas cosas dicen de subir y no están en la posición adecuada, duelen “¿Te importa que venga mi hermana esta tarde?”, dijo tumbándose boca arriba. Y él, no, no, en absoluto. Pero ese en absoluto era falso como lo del beso aquel de Judas. Dios mío, pensó, lo que me faltaba, que venga mi cuñada. “Si quieres me quedo con el niño y os vais a lucir palmito por el paseo marítimo”, dijo con una sonrisa de oreja a oreja, tan forzada que la pelota, como si tuviera uso de razón, se estampó contra su cara. La puta pelota, la mierda de pelota inflable que compró en el chino para que su hijo se callara la maldita boca y le dejara en paz, es la misma que ahora le calla la boca a él. “No, cariño, no, vendrá con Enrique”, dijo su mujer con cierto retintín. ¿Con Enrique?, pensó. Lo que me faltaba, tener que aguantar las fanfarronadas del gafapasta ese. “Oye, ¿y por qué no vais a su casa y me dejáis un rato solo?” “¿Su casa?” Contestó. “Su casa todavía está en obras, ya sabes como es mi hermana, que si parqué, que si veneciano, que si tiro ese tabique. Además siempre quiere de lo bueno lo mejor. El mármol se lo traen de Italia. Como el coche, ¿recuerdas?” “Sí, sí. Cómo no me voy a acordar si le dejamos el nuestro porque no se lo traían y nos quedamos sin vacaciones...” Él se dio la vuelta, dejó el diario en el suelo y la miró fijamente. Aquella pequeña erección que tuvo contemplando las tetillas de la chica de la toalla de al lado pasó a la historia. Fue una pequeña ráfaga de vitalidad. Un espejismo de placer. Nada. Estaba muy enfadado, la hiel corría por su cuerpo como cientos de hormiguitas en formación, el niño daba vueltas alrededor de la sombrilla como un histérico, su mujer se reclinó un poco y lo miró pasivamente, con aire de suficiencia. “¿Algo que objetar?”, dijo. Y él, no, no, en absoluto. Bajó la cabeza, cogió la pelota y la desinfló. 





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