EN ABSOLUTO

El
chiquillo no paraba de dar por el culo con la pelota. Su padre, cuerpo
alámbrico, insistía en que hiciera castillitos de arena pero él erre que erre
con la maldita pelota. “La sombrilla, Adolfo, la sombrilla, clávala bien que se
vuela”, dice el cetáceo de su mujer con un pareo de rosas enroscado a la
cintura o cadera o las dos cosas a la vez. El padre estuvo diez minutos
tratando de encenderse un cigarrillo y la foca de su mujer se embadurnaba de
crema a grandes cantidades. Con un poco de suerte, al tirillas de su marido, le
quedaría el poso del bote. Sí. Eso que queda abajo y que tienes que apretar con
insistencia para que salga. Su mujer expulsó la arena de la toalla, se quitó la
parte delantera del bikini y sus tetas se desparramaron sobre su barriga. No
era fea la imagen. Era natural y con cierto encanto. Pero su marido, supongo
que cansado de verlas, estaba más preocupado por tumbarse bocabajo y mirar las
de la chica de la toalla de al lado. Pequeñas, algo lacias, pero diferentes. El
padre de familia cogió el diario, se puso las gafas de leer y comenzó un
crucigrama. El niño siguió revolcándose en la arena, chutando la pelota sin
criterio, al tuntún, por molestar. Cristiano Ronaldo dijo que era y su madre le
contestó que sí, que era el dios del balón, una promesa, un diamante en bruto.
La chica de la toalla de al lado se incorporó un momento para ajustar la
sombrilla. Sus pechos cayeron lo justo y suficiente como para que la
imaginación del hombre hiciera el resto. Mientras hacía que hacía el crucigrama
se proyectó penetrando a aquella chica por detrás. Y le gustó tanto que se la
tuvo que levantar un poquito, ya que le pilló el pijo arrugado contra el suelo
y cuando esas cosas dicen de subir y no están en la posición adecuada, duelen
“¿Te importa que venga mi hermana esta tarde?”, dijo tumbándose boca arriba. Y
él, no, no, en absoluto. Pero ese en absoluto era falso como lo del beso aquel
de Judas. Dios mío, pensó, lo que me faltaba, que venga mi cuñada. “Si quieres
me quedo con el niño y os vais a lucir palmito por el paseo marítimo”, dijo con
una sonrisa de oreja a oreja, tan forzada que la pelota, como si tuviera uso de
razón, se estampó contra su cara. La puta pelota, la mierda de pelota inflable
que compró en el chino para que su hijo se callara la maldita boca y le dejara
en paz, es la misma que ahora le calla la boca a él. “No, cariño, no, vendrá
con Enrique”, dijo su mujer con cierto retintín. ¿Con Enrique?, pensó. Lo que
me faltaba, tener que aguantar las fanfarronadas del gafapasta ese.
“Oye, ¿y por qué no vais a su casa y me dejáis un rato solo?” “¿Su casa?”
Contestó. “Su casa todavía está en obras, ya sabes como es mi hermana, que si
parqué, que si veneciano, que si tiro ese tabique. Además siempre quiere de lo
bueno lo mejor. El mármol se lo traen de Italia. Como el coche, ¿recuerdas?”
“Sí, sí. Cómo no me voy a acordar si le dejamos el nuestro porque no se lo
traían y nos quedamos sin vacaciones...” Él se dio la vuelta, dejó el diario en
el suelo y la miró fijamente. Aquella pequeña erección que tuvo contemplando
las tetillas de la chica de la toalla de al lado pasó a la historia. Fue una
pequeña ráfaga de vitalidad. Un espejismo de placer. Nada. Estaba muy enfadado,
la hiel corría por su cuerpo como cientos de hormiguitas en formación, el niño
daba vueltas alrededor de la sombrilla como un histérico, su mujer se reclinó
un poco y lo miró pasivamente, con aire de suficiencia. “¿Algo que objetar?”,
dijo. Y él, no, no, en absoluto. Bajó la cabeza, cogió la pelota y la
desinfló.
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