El albañil estuvo mirando la grieta largo rato. No
entendía cual podía ser su origen. “Señora, ¿esto es zona de terremotos?”, le
dijo a la mujer de la casa. “No. Ya lo ha oído. No quiero que esto esté así
cuando venga mi marido”, contestó seca. Mecía un bebé que lloraba sin cesar. Le
puso el chupete y se marchó al salón. Allá estaba su hijo mayor jugando a los
videojuegos. Tenía toda la expresión de su padre cuando veía el fútbol por
televisión. En aquel momento, mientras el obrero trataba de cerrar la grieta
con masilla, tuvo una sensación extraordinaria. Miró a su alrededor como si
aquella no fuera su casa, como si el niño que jugaba a la consola no fuera su
hijo, como si el bebé que tenía en brazos no fuera más que un muñeco y ella una
niña que estaba pasando la tarde en casa de una amiguita del colegio. Estaba
asustada, confundida. Cuando era pequeña tenía ausencias. Le pasaba a veces. Se
quedaba absorta, sin reaccionar. Sus padres le llevaron a infinidad de psicólogos
y psiquiatras. Desde entonces sigue tratamiento farmacéutico. Cuando salió de
la abstracción se dio cuenta de que el bebé se le había quedado dormido. Lo
dejó en la cuna y se sentó junto a su hijo en el sofá. Estuvieron largo rato
sin hablar. En la televisión las cabezas de cientos de zombis reventaban en
tres dimensiones y salpicaban la pantalla de sangre. “¿Hiciste los deberes?”,
le preguntó al chaval ordinariamente, como por cumplir con su papel de madre
responsable. El niño asintió con la cabeza. Ella se fue a la cocina y se tomó
cuatro pastillas de una sentada. El albañil asomó la cabeza por el umbral de la
puerta. “Señora, ya tiene la grieta tapada. Que nadie toque la pared. La
masilla se tiene que secar”, dijo. Y ella, gracias. El albañil se marchó. Ella
se quedó un buen rato mirando el arreglo y sonrió levemente. Ahora que se había
tomado la medicación estaba mucho más tranquila, el bebé dormía y el niño no le
iba a molestar, así que aprovechó para seguir con un cuadro que había empezado
hacía algunos meses. Pintaba desde muy pequeña. Lo hacía bien. Estudió bellas
artes e incluso llegó a exponer su obra junto a Barceló en una ocasión. Pero
eso no le importaba a nadie. Ni a sus padres. Ni a su hijo. Ni siquiera a su
marido. A veces sentía impotencia porque las personas que más quería la
trataban como a una enferma, se apiadaban de ella. Lo que más rabia le daba era que no fueran
capaces de disimularlo. Cogió la paleta y se puso a mezclar colores. Pensó que
prescindir de los colores cálidos le daría un toque diferente a la obra así que
desplegó cientos de tonalidades violáceas sobre el lienzo. Hizo una pausa y
recordó el día de su graduación, la foto grupal y la cara de aquel chico al que
despreció. Pensó en él, en lo que hubiera sido de su vida si hubiera atendido
sus demandas. Nunca le gustó pero ahora tampoco le gusta su marido y le
aguanta. Aquel chico tenía sensibilidad, estaba completamente loco por ella y,
sin embargo, ella no le hizo ningún caso pensando que era un retraído y que
nunca podría ganarse la vida con su arte. Se equivocó. Ahora exponía en el
Pompidou y las grandes galerías se lo rifaban. En cambio ella... Sonó la
puerta. Su marido colgó la americana en la percha de la entrada, se desanudó la
corbata y se quitó los zapatos. Ella salió a recibirle. “¿Qué tal el día,
cariño?”. “Bien”, contestó frío, poniéndose las zapatillas de andar por casa.
Vendía seguros de vida. Le gustaba lo que hacía, lo vivía. Se indignaba cuando
algún cliente se daba de baja de la compañía. Entró en la cocina, cogió una
cerveza y fue al salón. Apagó la videoconsola bruscamente. El chaval suspiró
tímidamente en señal de desaprobación. “Juega España”, dijo su padre. Puso los
pies sobre la mesita del comedor, le dio un trago a la cerveza y miró el
partido con esa expresión bobalicona que se le quedaba a su hijo siempre que
jugaba a los videojuegos. Estuvieron en silencio largo rato. Ella se puso a
hacer la cena. Cogió la aceitera y se le cayó al suelo. Quiso poner las
hamburguesas en la sartén pero se quemó y a la hora de salpimentar se le fue la
mano. Cuando el simulacro de cena estuvo preparado, se asomó al salón y los vio
delante de la pantalla. En ese momento sintió que no era su familia la que
estaba allí. Aquel no era su hijo, no podía serlo. Aquel gordo de ojos de sapo
con el mando a distancia en la mano no era su marido. No, no lo era, de ninguna
de las maneras. “Cariño, ¿se arregló lo de la grieta?”, dijo después de un
trago largo. Hubo un silencio de sala de espera. Eructó y subió el volumen del
televisor.

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