Era domingo y la tarde olía a
hastío vital. Lo único colorido que vio Darío en todo el día fue un anuncio de
Mikolor en un panel publicitario de los años ochenta en el que dos payasos, uno con la ropa descolorida y el otro con colores chispeantes, recomendaban las bondades de un detergente para la ropa. Se preguntó el motivo por
el que no lo habían cambiado durante todo este tiempo pero en seguida miró a su
alrededor y sus dudas se disiparon como se disipa la vida mientras trabajas.
Dos viejos sentados mirando la carretera, como cada día a esas horas. Dos
viejos. La carretera repleta de boquetes y arreglos, como si tuviera que pasar
algún coche oficial algún día. La carretera. El único bar del pueblo despedía
grasa desde la entrada, un cartel de helados La Jijonenca desgastado por el sol
daba la bienvenida al incauto que entrara y el tonto del pueblo jugaba a las
tragaperras sin que nadie le dijera nada. El único bar. Y la iglesia, de origen
visigótico, el mayor atractivo del pueblo, era invadida por las cuatro viejas
de la misa vespertina. Y la iglesia. Y él allí, taciturno, pensativo e invadido
por sensaciones contrapuestas. Quería matarlos a todos, quedarse sólo en aquel
pueblo de mierda. Solo, sin que nadie viniera a verle, sin que nadie le echara
de menos, desaparecer. Pero por otro lado se sentía preso de una tremenda
compasión por ellos e imaginaba sus vidas tristes transcurriendo sin apenas
hacer ruido a lo largo de los días, de las semanas, de los meses, de los años y
los lustros.
Darío llevaba dos meses fuera de
casa y todavía no había pisado el bar. Visitó a su familia en dos ocasiones
coincidiendo con dos fines de semana libres. El tonto del pueblo le pedía todas
las mañanas, antes de subir a la piscifactoría, unas monedillas para el
carajillo matinal y él se las daba sin vacilaciones. “Que beba, pensaba, que fume,
que juegue, ahí reviente.” Hacía frío por las mañanas y el coche del jefe, un
viejo Land Rover Santana, tenía la calefacción estropeada. Si había algo que
odiaba en este mundo era tener que madrugar para ir a la piscifactoría. Sabía
perfectamente que con lo que ganaba y todos los pagos a los que tenía que hacer
frente, no podía comprarse el todo terreno que necesitaba y le fastidiaba mucho
tener que depender de su jefe hasta en el transporte.
El jefe era un tipo bigotudo de
origen armenio, un buscavidas que dio un palo muy grande (nunca dijo si fue
robo o estafa) y después lo invirtió en el maravilloso mundo de la cría de la
trucha en cautividad. Y le salió bien. En poco menos de tres años ya había
montado cinco piscifactorías a lo largo del transcurso del río y había amasado
tanto dinero que se compró un pueblo entero abandonado y lo rehabilitó. Pero no
era ambicioso. Durante mucho tiempo le hicieron ofertas para habilitar ese
pueblo como punto turístico importante e incluso altos cargos de la diputación
comarcal le sobornaron para que lo hiciera con el fin de revalorizar la zona y
abrirla al exterior. Él se negó aludiendo siempre que se debía a su negocio y
no quería meter la nariz en nada que no fuera la innovación en materia de la
reproducción de la trucha en espacios reducidos y apéndices fluviales
artificiales. Eso le tenía tan preocupado que no paraba de torturar a su único empleado
con nuevos aportes alimenticios, piensos especiales y demás complementos para
mejorar el apetito sexual de sus peces. “A más follen, más truchas, amigo”,
solía decir. Aquello era otro motivo de frustración para Darío, que veía como
su vida se iba consumiendo mientras daba de comer a aquellos animales que se le
presentaban como alimañas dispuestas a comérselo entero si hiciera falta. No
sólo era aquel pueblo en medio de aquel valle lleno de espantajos y oscuro como
una cueva repleta de bosque, lo que más le indignaba. Mientras le daba de comer
a las truchas, que saltaban voraces apenas se acercaba con el saco de pienso,
pensaba en su vida, no en la de aquellos pueblerinos infelices, y sentía una
náusea extraña. Se esforzaba para recordar algún momento feliz con su mujer
pero no atinaba a encontrar ese archivo perdido en su cabeza. Sus hijos ya no
le necesitaban, eran mayores y trabajaban en algún lugar de Europa que se imagina
por las fotos que le mandaban cada Navidad. Y entretanto, las truchas, las
jodidas truchas asalmonadas salpicándole agua generosamente llena de
excrementos en toda la cara. Le entraban ganas de pincharle al armenio las
ruedas del coche, de destrozar su pueblo, de arrancarle el bigote con unas
tenazas. Pero él no tenía la culpa de su hartazgo, nadie le obligaba a estar
allí, podía pedir la cuenta y volver a su casa cuando quisiera, pero su casa
era otro valle oscuro y lleno de espantajos. Le entraban ganas de todo y no se
atrevía a hacer nada, ni tan siquiera encontraba el valor para irse de putas
con su jefe, un asiduo del único burdel de la zona, a pocos kilómetros de la
capital. Podía desfogar su impotencia vital con un polvo a crédito pero hacía
tanto tiempo que no follaba que ni lo echaba de menos y ni tan siquiera se
empalmaba. Es más, envidiaba a aquellas truchas no por su vida alimentada y
cómoda, sino porque no paraban de follar.
Una tarde, de regreso al pueblo, Darío
quiso emborracharse hasta perder el conocimiento. Hacía años que no probaba el
alcohol ni frecuentaba los bares, había sustituido las cervezas por gaseosa y
pasaba su poco tiempo libre restaurando encuadernaciones de libros antiguos. No
los leía, simplemente le gustaba verlos en buen estado. La buena conservación,
el detalle y lo decoroso era mucho más importante para él que el contenido y
así tenía su casa, cargada de objetos cuidadosamente inamovibles, como estatuas
de sal. Entró en el bar del pueblo y se encontró con un ambiente más grasiento
y carpetovetónico del que esperaba. Lo regentaba Ofelia, una mujer de mediana
edad, tetona y de culo aperado y flácido. Secaba los vasos con un trapo roñoso
y miraba la televisión con los ojos en la nada, despistando a la desidia. Le
preguntó qué deseaba y Darío pidió un brandy de buena marca. Al fondo, el tonto
del pueblo gastaba su pequeña fortuna en las tragaperras. Se tomó el brandy de
un trago y pidió otro. De repente, le entraron ganas de desahogarse y comenzó a
soltar un paquete entero de pienso para truchas por la boca. Todo él emanó ese
hedor a pienso sin poderlo remediar y eso que se duchó en los vestuarios de la
piscifactoría antes de bajar al pueblo.
-¿Qué has dicho?- Dijo el tonto.
-He dicho que este río huele mal
y que este pueblo es peor que un cementerio.
-¡No te metas con mi río, hijo de
puta!- Gritó enloquecido.
Fue entonces cuando Ofelia trató
de calmarle, hacía poco que le había dado un brote y llegó a romper los
cristales del bar. Así que, con una serenidad pasmosa, se quitó la camiseta y
el sujetador y le abrazó con mucho cariño, aplastando sus grandes y lacios pechos
contra su rostro. En cuestión de minutos, el tonto del pueblo se había calmado.
A Darío le asaltó un sentimiento de culpa inaudito, como hacía tiempo que no
tenía. Se disculpó.
-El otro día tuve un sueño. Soñé
que el río se desbordaba. Era un sueño lúcido y todo tenía un color muy intenso
y saturado.- Dijo Darío entre trago y trago. Cogió una silla y se sentó junto a
ellos.
-No es la primera vez que pasa.-
Contestó Ofelia.
-Sí, pero no en mis sueños. De
repente, me veo flotando sobre una plataforma. Miro abajo y no la identifico,
no sé si es un barco o una lancha o una piragua, eso me aturde.
Ofelia comenzó a acariciar el
cogote del tonto que escuchaba atentamente la historia, como si su padre le
estuviera contando un cuento de miedo frente a la chimenea en una noche de
invierno.
-Los muros de la piscifactoría
revientan y toda la superficie del agua se tiñe de asalmonado. Veo el Land
Rover flotando a la deriva y los viejos que siempre se sientan frente a la
carretera y las viejas que van los domingos por la tarde a misa y el malnacido
de mi jefe y todos y todo flota inerte a la deriva. Al fin estoy solo, pienso.
Ahora puedo hacer con mi vida lo que me plazca. Soy un desaparecido más, uno
más en la lista de hombres libres. Qué bonita sensación. Pero súbitamente siento
que alguien más ha sobrevivido a la inundación y que me ha visto con vida y
además me puede identificar. Tengo un vuelco, como un mareo y la plataforma en
la que navego empieza a zozobrar. En ese momento todo se torna en blanco y
negro y despierto sobresaltado.
-¿Quieres que te abrace a ti
también o te pongo otro coñac?
-Ponme otro coñac.
Cuando salió del bar a duras
penas podía caminar, su casa estaba a las afueras y decidió pasar la noche en
el Land Rover. Se quedó dormido apenas acomodó el asiento y ni siquiera se
enteró de la lluvia torrencial. El río se desbordó, el Land Rover comenzó a
flotar y el agua se tiñó de asalmonado, miles de truchas nadaban en toda la
extensión del río, libres al fin. Darío
despertó aturdido y logró salir del coche. El cielo era plomo y el agua
naranja. La lluvia cesó de repente y la corriente le arrastró durante varios
metros río abajo. Agarró lo primero que vio que flotaba y consiguió subirse a
él. Era el panel publicitario del anuncio de Mikolor, el de los payasos sonrientes, lo que en su sueño no pudo indentificar. A flote se sintió a salvo. Fue entonces cuando salieron a la
superficie los primeros cadáveres. Estaba sólo, definitivamente sólo, al fin.
Hasta que una voz gritó desde la copa de un chopo.
-¡Te dije que no te metieras con
mi río, cabrón!
Darío, al escucharle, se estiró
en el panel publicitario y fingió estar muerto. Cuando se alejó lo suficiente
del chopo, se incorporó y comenzó a darle vueltas a la idea de su propia
desaparición. Lo que en poco tiempo fue una fantasía ahora era una realidad, pero
en su mente brotó un único fleco sin resolver, la certeza de que aquel imbécil
le había visto. Miró a su alrededor valorando la situación y de repente le
invadió el optimismo. Aquel imbécil no era más que eso, el tonto del pueblo. Se
quedó un buen rato mirando un banco de truchas arremolinándose alrededor del
panel publicitario. ¿Quién les iba a dar el pienso a partir de ahora?
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