Él era un triste profesor de matemáticas en un triste instituto de
pueblo. Ella peluquera. Muy guapa. Estaban casados y llevaban casi toda la vida
de novios. Él tuvo un desliz hacía muchos años pero sólo fue por probar. Nada
más. Quería saber lo que se sentía dándose un revolcón con otra y la verdad es
que no fue nada satisfactorio así que volvió a los brazos de su mujer, la
mujer... Ella, que siempre quiso ser actriz, payasa, chispeante, acróbata del
material sensible de la vida, mataba las horas muertas leyendo Cuores, Holas,
Cosmopolitans y demás revistas vacuas en el sillón reclinatorio de su
peluquería. El negocio iba mal. Estaba asqueada de aquel pueblo y de aquellas
viejas chismosas que venían cada dos meses a hacerse la permanente. A veces, se
las imaginaba atadas a la silla con la cabeza metida en el secador de tubo
durante horas y horas hasta que salía ese humillo fétido, ese aroma a pelo
muerto tan parecido al del pollo quemado. Le encantaba imaginárselo. Le hacía
feliz. Él la esperaba todos los días en el parque de enfrente de la peluquería.
Ocho de la tarde. Siempre llegaba un poco antes porque le gustaba ver a los
niños columpiarse y jugar a la pelota. A veces, se veía padre. No sabía si
porque sentía que de esa manera podría reactivar su relación, aburrida de tanto
letargo, o por el afán de tener una responsabilidad. La responsabilidad. Ser
papá. El caso es que se lo podía imaginar. Él, ella y el niño. Una familia.
Pero ella no estaba por la labor, quería reengancharse, volver a la ciudad,
presentarse a castings, actuar. Quería hacer todo lo que no había hecho desde
que se casó. Estuvo a punto de conseguirlo, incluso formó parte del reparto de
una obra de Calixto Bieito. Siempre que tiene la oportunidad lo suelta en la
peluquería y siempre le contestan lo mismo: ¿Calixto qué? Una tarde de junio,
después de una semana de tensión subterránea entre los dos, él recibió la
noticia poco sorprendente de su despido. Se lo esperaba. Pero aun así se puso
triste. Tocaba ponerse triste aunque por dentro estuviera rebosante de
felicidad por haberse librado por siempre de soportar las actitudes de aquellos
pequeños delincuentes. Qué cosa el destino. Un día te levantas siendo profesor
de matemáticas y te acuestas con los papeles del INEM sobre la mesita de noche.
Aquella tarde paseó por el pueblo y no quiso esperarla en el parque como de
costumbre. Cuando llegó a casa todo estaba en orden. Eran las nueve de la
noche. La cena estaba en la nevera, la ropa del tendedero recogida... Pero solo
había un plato y, doblados, calzoncillos y corbatas. La llamó al móvil.
Desconectado o fuera de cobertura. Bajó a la peluquería. Quizás se ha
entretenido, pensó. El parque estaba vacío. Era tarde. La persiana de la peluquería
estaba cerrada y volvió a llamarla pero seguía desconectada. En la persiana, un
cartel de se vende bien grande en amarillo fluorescente. Él se giró como para
buscarla. Era inútil. De hecho, era inútil cualquier pensamiento en aquel
momento, vía muerta, cero a la izquierda. De regreso a casa fue transformándose
en un interrogante humano. Miró el parque solitario y todo él se convirtió en
respuesta: uno más uno, a veces, no son dos.
La hora del rinoceronte es aquella en la que los humanos retozan al sol cerca de una charca donde refrescarse o bien contemplan la lluvia bajo algún árbol tupido de sábanas verdes. Se tocan unos a otros y se miran y se escuchan y se leen en ese instante mágico donde todo es propicio menos el trabajo y la obligación. La hora del rinoceronte es la hora de los humanos en peligro de extinción, el cobijo de los soñadores, el rincón de la procrastinación.
QMD?
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